Drácula y otros relatos de terror. Bram Stoker

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Drácula y otros relatos de terror - Bram Stoker Colección Oro

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de piedra. Sin embargo, en cuanto hube atravesado el umbral, avanzó impetuosamente hacia mí para darme la mano. Me la estrechó con tal fuerza que me estremecí de dolor y tuve que retroceder, más que por el apretón por la sensación que tuve yo al estrechar aquella mano tan fría, que se parecía más a la de un muerto que a la de un vivo.

      —Sea bienvenido —repitió—. Entre con libertad. ¡Y deje aquí un poco de la dicha que lleva a cuestas!

      Aquel fortísimo apretón de manos me recordó tanto al que me dio el cochero, que por unos momentos dudé si no se trataba de la misma persona. Así que para estar completamente seguro, le pregunté:

      —¿El conde Drácula?

      Asintió con un gesto de cabeza, y respondió:

      —Sí, yo soy Drácula y le doy la bienvenida a mi casa, señor Harker. Entre, por favor. El aire de la noche es gélido y creo que deseará reponer fuerzas y después querrá gozar de un merecido descanso.

      Mientras me hablaba colocó la lámpara en una repisa que había en la pared, se dirigió en busca de mis maletas, y antes de que yo pudiera adelantarme, él ya las había traído. Protesté, pero él insistió:

      —Nada que discutir, caballero; usted es mi huésped. Es tarde y la gente del servicio ya se ha retirado a descansar. No se preocupe, usted tendrá la atención que se merece; yo me hago cargo de todo.

      Finalmente cogió mi equipaje. Atravesamos un interminable corredor, después subimos por una preciosa escalera de caracol, de nuevo, otro corredor, cuyo suelo de piedra hacía que nuestras pisadas resonaran con fuerza.

      Al final del pasillo, Drácula abrió de par en par una pesada puerta, y me alegré al cerciorarme de que era una habitación con mucha luz, en la cual había una mesa dispuesta con apetitosos platos, y una chimenea en la que llameaba un grandísimo montón de leña.

      El conde se detuvo, dejó mi equipaje en el suelo de mi alcoba y seguidamente, cerró una puerta contigua que daba a una estancia octogonal, la cual se veía iluminada tan solo por una lámpara, y además no tenía ni una sola ventana. Atravesó el umbral; entonces, abrió otra puerta y me invitó a entrar.

      Fue algo muy agradable a la vista, pues pude contemplar frente a mí un enorme lecho y otra cálida chimenea que humeaba. Él mismo entró con mis cosas, y antes de cerrar mi puerta y marcharse, me dijo:

      —Después de tan largo viaje deseará asearse un poco. Aquí encontrará todo lo que necesite. Cuando esté listo, usted mismo vaya a la otra estancia, donde le aguarda la cena.

      El calor, la luz y la cortés bienvenida del conde, contribuyeron en gran medida a disipar todas mis dudas y miedos. Al haber recuperado felizmente mi estado normal, descubrí que estaba desfallecido de hambre, así que puse fin muy pronto a mi estancia en el baño y enseguida pasé a la otra cámara, dispuesto a devorar cualquier cosa apetecible.

      La cena estaba lista sobre la mesa. Mi anfitrión, que estaba de pie en un extremo de la chimenea, apoyado en el marco de piedra, señaló la mesa con un gracioso gesto y me dijo:

      —Tome asiento, por favor y ¡buen provecho! Espero que me perdone el hecho de no acompañarle, pero ya he comido y no tengo la costumbre de cenar tan tarde.

      Le entregué la carta sellada que el señor Hawkins me había confiado. El conde la abrió y la leyó con gesto serio. A continuación, me la devolvió con una encantadora sonrisa en el rostro, para que yo también pudiera conocer el contenido de esta.

      Al leer uno de los pasajes quedé muy complacido.

      «…Lamento muchísimo que un ataque de gota, de lo que sufro con mucha frecuencia, me haya impedido venir a verle. Sin embargo, me place haberle podido mandar un eficiente sustituto, en quien deposito mi más total confianza. Es joven, enérgico, con talento y sobre todo muy fiel. Él estará a su entera disposición y seguirá todas sus instrucciones durante su estancia en el castillo…»

      El conde se adelantó y destapó una fuente, y al momento ya estaba saboreando un pollo asado excelente, acompañado con un poco de queso y ensalada, y para beber, una botella de Tokay añejo, del que tomé un par de copas; esta fue mi cena.

      Mientras yo disfrutaba de aquel ágape sin igual, el conde se dedicó a inquirir detalles del viaje, y yo le conté todas mis experiencias vividas hasta mi llegada al castillo.

      Acabé de cenar y de explicarle mi viaje al mismo tiempo, y accediendo a sus deseos, acerqué un sillón al fuego y me puse a fumar un puro que él me ofreció; de nuevo se excusó por no fumar él también. Esta fue la ocasión perfecta para estudiar con detalle su persona, y descubrí un rostro de rasgos exageradamente marcados.

      Tenía un rostro enérgico, aquilino, de nariz delgada con un puente muy alto y ventanas arqueadas; la frente despejada y muy poco cabello alrededor de las sienes, en cambio, en el resto de la cabeza era abundante. Tenía espesas cejas, casi unidas sobre la nariz. Bajo el espeso bigote asomaba una boca de aspecto cruel, con agudos y blancos dientes, que sobresalían de los labios. Su piel mostraba un brillo y una vitalidad anormal y asombrosa a la vez para alguien de su edad. En cuanto al resto, sus orejas eran pálidas y en la parte superior, exageradamente puntiagudas, mostraba una fuerte barbilla y las mejillas firmes, aunque delgadas. La impresión general que uno tenía al observarle era la de una palidez supina.

      Al principio solo estudié su rostro, pero después pasé a estudiar el dorso de sus manos cuando las tenía sobre las rodillas, y la luz del fuego las iluminaba, me parecieron finas y blancas, pero al verlas de cerca comprobé que había visto mal, pues eran bastas, anchas, de dedos cortos y gruesos, y con vello en el centro de las palmas. Sus uñas eran largas y afiladas. Al inclinarme, el conde me rozó con ellas y no pude impedir un sobresalto. Quizá se debiera a la digestión un tanto pesada de tan magnífica cena, pero la verdad es que sentí de pronto unas náuseas tan espantosas que me fue imposible disimular. El conde, al descubrir mi repulsión, retiró las manos. Y con una sonrisa un tanto lúgubre, me mostró claramente sus prominentes dientes. A continuación volvió junto a la chimenea. Permanecimos en silencio un buen rato y al mirar a través de la ventana al exterior, pude contemplar los primeros y tímidos brillos del alba. Una extraña calma se apoderó de aquel lugar, pero debido al excesivo silencio, escuché de nuevo el aullar de los lobos de allá abajo en el valle. Los ojos del conde chispearon al decirme:

      —Atienda… ¡Son los hijos de la noche! ¡Qué gran música la que componen!

      Y al ver mi extraña expresión, quiero pensar que es por eso, añadió:

      —¡Ay, ustedes, gentes de ciudad, no saben apreciar los sentimientos de un cazador!

      Después se puso en pie y me dijo:

      —Estará muy cansado. Su dormitorio está listo y mañana podrá descansar hasta la hora que le plazca a usted. Yo tengo que ausentarme y hasta la tarde no regresaré. Así que mis deseos son que duerma bien y ¡que tenga un sueño feliz!

      Y con una cortés reverencia me abrió la puerta de la sala octogonal, y yo entré en mi alcoba.

      Me encuentro sumido en un mar de dudas. No entiendo, temo, pienso continuamente en cosas extrañas que me da vergüenza confesar. ¡Dios no me abandone, aunque solo sea por quien sé que me quiere de corazón!

      7 de mayo.— Ya es el segundo amanecer en estas tierras lejanas y misteriosas,

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