Drácula y otros relatos de terror. Bram Stoker

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Drácula y otros relatos de terror - Bram Stoker Colección Oro

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y una cafetera que conservaba el café humeante, pues estaba estratégicamente colocada junto a la chimenea. Sobre la mesa, descubrí una nota, que decía:

      «Debo ausentarme. No me espere. D.»

      De forma que tomé asiento y gocé de una opípara comida. Seguidamente, busqué algún tipo de timbre para avisar a alguna persona del servicio; no lo encontré en ningún sitio. Está claro que esta casa tiene defectos un poco raros, que se contradecían con el ambiente de lujo y riqueza que se respiraba en ella. La cubertería de oro, trabajada artesanalmente, debía tener un gran valor. Las ropas con que estaban confeccionadas las cortinas, los sillones, el sofá y los colgantes de mi cama eran de lo más precioso que jamás había visto hasta entonces. Sin embargo, ninguna de las habitaciones tiene espejo, y tampoco en mi tocador, claro; así que he tenido que usar mi espejito de viaje para asearme esta mañana.

      Después de desayunar —no sé si desayuno o cena, pues era ya muy entrada la tarde— busqué algo interesante para leer. No encontré nada en toda la habitación; ni libro ni periódico, ni siquiera algo para poder escribir unas líneas. Así que abrí otra puerta y vi con gusto una especie de biblioteca. Traté de abrir la puerta de enfrente pero me fue imposible; estaba cerrada con llave.

      En la vieja biblioteca encontré, para mi sorpresa, gran cantidad de libros ingleses, largos estantes llenos de revistas y periódicos encuadernados. Hojeé algunos.

      En el centro de la estancia había una mesa con montones de revistas y periódicos ingleses, pero todos muy antiguos. Los libros trataban muy distintas materias: historia, geografía, política, economía, educación y costumbres inglesas, entre muchos otros.

      Mientras miraba con curiosidad aquellos libros, se abrió la puerta y entró el conde. Me saludó cordialmente; me manifestó que esperaba que hubiese dormido bien y prosiguió:

      —Me alegro que haya encontrado la forma de entrar en esta habitación, pues estoy convencido de que aquí hay muchísimas cosas de interés para usted. Estos amigos —y puso la mano sobre unos libros— han sido buenos compañeros míos, y durante muchísimos años, desde que decidí que quería irme a vivir a su encantador país, han estado junto a mí, proporcionándome muchos momentos muy agradables. Gracias a ellos, he llegado a conocer Londres a la perfección, y conocerlo es amarlo. Ansío recorrer las concurridas calles de su inmensa ciudad, meterme en el bullicioso torbellino de las gentes que van y vienen, compartir sus vidas, sus cambios, sus muertes y todo aquello que les hace ser seres humanos. Pero, ¡qué desgracia!, hasta ahora solo he podido aprender su lengua a través de los libros. Desearía que usted me enseñase a hablarla bien.

      —Pero, conde, ¡usted habla el inglés perfectamente, no necesita mejorarlo! —repuse, mientras él hacía una ligera inclinación.

      —Gracias, amigo mío, por una estimación tan aduladora, pero creo que aún tengo mucho que aprender. Es cierto que conozco la gramática y el léxico, pero carezco de fluidez al hablarlo.

      —No es verdad —dije—. Yo si le oyera hablar y no supiera quién es, pensaría que es usted inglés.

      —No creo —respondió el conde—. Sé perfectamente que si fuera a Londres, todos verían por mi habla y mi acento que soy extranjero. Eso no es suficiente para mí. Aquí soy un noble. El pueblo me trata como su señor. En cambio, un extranjero en un país que no es el suyo, no es nadie; la gente no le conoce, y nadie se interesa por aquello que no conoce ni su existencia. Con ser como los demás, yo ya me conformaría, de forma que nadie se parase al verme, ni callase al oírme, para después decir: «¡Bah, un extranjero!». Después de tantos años, ahora no podría dejar de vivir como un noble, al menos, que nadie llegara a darme órdenes. Usted no solo ha venido aquí como agente de mi amigo Peter Hawkins, de Exeter, para informarme sobre mi novísima propiedad en Londres. Debe quedarse conmigo —al menos así lo espero— algún tiempo, para que así yo pueda mejorar el acento inglés, durante nuestras charlas. Le ruego que me corrija cualquier error, por pequeño que sea. Siento no haber podido estar con usted durante todo el día; espero que sepa excusar a quien, como yo, lleva entre manos, negocios tan importantes.

      Le dije que en efecto, me hallaba a su entera disposición y le pregunté si podía entrar en aquella biblioteca siempre que lo quisiera.

      —Por supuesto que sí —y añadió—: Puede pasearse por todo el castillo, sin embargo, no debe usted entrar en las estancias cerradas con llave, además usted mismo ya no desearía verlas. Las cosas son como son por muchas circunstancias, si usted supiera todo lo que yo sé, lo entendería rápidamente.

      —No lo dudo —respondí, y el conde prosiguió—: Esto es Transilvania, no Inglaterra. Nuestras costumbres son muy diferentes de las que tienen allí, y aquí verá muchas cosas que le parecerían raras. Solo tiene que acordarse de sus aventuras durante el viaje, para comprender cómo pueden llegar a ser las cosas de extrañas por aquí.

      Estuvimos mucho tiempo hablando sobre esto. Y como estaba claro que el conde deseaba hablar, le hice una larga serie de preguntas sobre las cosas que más me habían llamado la atención hasta entonces. A veces disimulaba y cambiaba de tema con el falso pretexto de que no me comprendía bien del todo aunque, pareció ser muy sincero, en general. A medida que pasaba el tiempo, nos fuimos animando, y me atreví a preguntarle acerca de algunas de los fenómenos extraños de la noche anterior, como por ejemplo, por qué razón el cochero iba siempre hacia donde percibíamos llamas azules, y si era verdad que aquellas brillaban como señal de que allí se encontraba oro escondido. Entonces, él me dijo que se trataba de una leyenda popular que explicaba que, en cierta noche del año, todos los malos espíritus se adueñan del mundo, y que anoche era la fecha en que sucedía esta creencia popular y se suponía que cada tesoro escondido se detectaba por una llama azul que emergía de los lugares en cuestión.

      —Seguramente —continuó— uno de esos tesoros tienen que hallarse escondido por la región que usted atravesó anoche; pues fue el campo de batalla donde durante muchos siglos lucharon valacos, sajones y turcos. No hay una sola pulgada de tierra en toda esta región que no haya sido abonada con sangre humana, tanto de invasores como de defensores. Los patriotas salían a recibirlos —hombres y mujeres, viejos y niños—; esperando su llegaba en lo alto de las rocas, en los pasos, lugares donde provocaban avalanchas artificiales y destruían al enemigo. Si el invasor triunfaba, encontraba muy poca cosa, pues enterraban todo aquello que tuviese valor.

      —Pero —pregunté—, ¿cómo pueden permanecer esos tesoros escondidos todavía si la gente ve las llamas azules?

      El conde sonrió, mostrando sus encías al descubierto; y también aquellos largos, agudos y caninos dientes.

      El conde respondió:

      —¡Los campesinos son gente ignorante!

      Esas llamas solo aparecen una vez al año. Y en esa noche, ninguno de ellos sale de casa si no tiene necesidad; de lo contrario, no sabrían qué hacer, pues con la luz del día no se puede precisar el punto exacto de la llama. Seguro que usted no se atrevería a pasar de noche por allí nuevamente para buscar el tesoro.

      —No se equivoca —declaré—. Soy igual de ignorante que un muerto.

      Después charlamos sobre otros temas.

      —Vamos, hábleme de Londres —dijo el conde—. Explíqueme qué tal es lo que usted me ha conseguido allí.

      Una vez me hube excusado por mi falta de tacto profesional, me dirigí hacia la habitación para traerle los documentos que se encontraban en mi maleta. Al cruzar la estancia, vi que la mesa había sido levantada y la lámpara, encendida. Las luces del estudio y de la biblioteca también

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