Drácula y otros relatos de terror. Bram Stoker
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—Es verdad, amigo mío, ¿no cree usted necesario que esté bien informado? Piense que yo iré solo a Londres, sin la compañía de mi amigo Jonathan Harker, quien no podrá estar allí para corregirme y asesorarme, pues se hallará en Exeter, a muchas millas de distancia; trabajando sobre otros documentos judiciales, que le proporcione mi otro amigo, Peter Hawkins. ¿No tengo razón?
Estudiamos a fondo el negocio de la compra de una finca de Purfleet. Tras haberle dado todos los detalles, y de que firmara los documentos necesarios, comenzó a hacerme preguntas de cómo había conseguido una finca tan sumamente interesante, así que yo le repetí todas aquellas notas que hice por entonces y que expongo seguidamente:
«En Purfleet, yendo por una carretera secundaria, descubrí una finca con un anuncio ruinoso de “en venta”, la cual me pareció que tenía todo lo que usted pedía. Se halla circunvalada por un alto muro, de piedra antigua, que lo hace, a la vista, muy sólido, aunque al encontrarse muy deteriorado, necesita algunas reparaciones. Las verjas son de roble y hierro oxidado. Son diez hectáreas de terreno, con tantos árboles que, muchos rincones adquieren un aspecto lúgubre. Hay un pequeño lago, de difusa imagen y profundo fondo, que se alimenta, probablemente, de algún manantial, pues el agua es clarísima y fluye en una corriente de un caudal bastante apreciable.
»La finca se llama Carfax, cuyo nombre proviene de Quatre face (Cuatro Caras), que son las que tiene la casa, en relación con los cuatro puntos cardinales.
»La casa es muy grande, y con trazas de muy distintas épocas, incluso la medieval. Uno de los lados es de piedra gruesa y las pocas ventanas que tiene, son con barrotes y están situadas en la parte superior, como si en el pasado hubiera constituido parte de un castillo. Muy cerca se encuentra una vieja capilla, donde me fue imposible entrar, pues no disponía de las llaves. Pero he tomado varias fotografías desde diversos ángulos. La casa fue construida más tarde, de forma irregular, y su extensión no puedo dársela con exactitud, pero debe de ser muy grande. Hay pocas casas vecinas; solo vi un caserón, que en la actualidad es un manicomio privado. Sin embargo, este queda oculto desde los jardines de Carfax».
Cuando terminé de leer, el conde manifestó:
—Cuánto me alegro de que la casa sea grande y vieja. Yo mismo pertenezco a una antigua familia, y si tuviera que vivir en una casa moderna me moriría. Y después de todo poco falta para hacer un siglo. También me gusta la idea de que haya una capilla adosada. A nosotros, los nobles de Transilvania, no nos gusta que nuestros huesos puedan ser mezclados con los de los muertos corrientes. Nunca busco la alegría ni el bullicio, tampoco el intenso brillar del sol y de las aguas chispeantes que agradan tanto a la juventud de ahora. Ya no soy joven. Mi corazón, después de tantos años de luto por sus muertos, ya no siente afición hacia el júbilo. Además, los muros de mi castillo se han derruido, todo ha sido invadido por las sombras, que son muchas y constantes; el viento frío atraviesa soplando las desmoronadas murallas almenadas. Soy amante de la quietud y la oscuridad; me apasionan las tranquilas sombras, y me gustaría hallarme solo con mis pensamientos siempre que pudiera.
De alguna forma, sus palabras y su aspecto se contradecían. Quizá se trataba de la expresión de su boca, que daba un aire malicioso a toda su cara.
Al poco rato se excusó por tener que marcharse de nuevo, pero antes me pidió que arreglara todos los documentos. Pasó cerca de una hora, así que empecé a hojear algunos de los libros de la biblioteca, en los que ya me había fijado antes. Tuve en mis manos un atlas, que estaba abierto, evidentemente, por la página donde se hablaba de Inglaterra, muy manoseado, con círculos marcados, como si se consultara muy a menudo.
Al cabo de un buen rato, el conde volvió.
—¡Vaya! —exclamó—. ¿Aún le encuentro con los libros? Eso es bueno, pero debería descansar un poco. Venga conmigo, acaban de comunicarme que su cena ya está lista. Me agarró el brazo y entramos en la habitación contigua donde encontré una excelente cena dispuesta en la mesa de una presentación también extraordinaria.
El conde, igual que la noche anterior, se excusó, diciendo que ya había comido durante su ausencia. Pero, tomó asiento, y estuvo charlando mientras yo cenaba.
Cuando finalicé, encendí un cigarro y el conde siguió a mi lado haciéndome preguntas sobre la finca; también sobre otros temas. Así, de charla, pasamos mucho tiempo. Ciertamente, me di cuenta de que se estaba haciendo muy tarde, pero no dije nada, pues me sentía obligado a satisfacer en todo al anfitrión. Además, no tenía sueño después del largo descanso del día anterior. Sin embargo, no dejé de experimentar ese escalofrío que me asalta al llegar el alba, lo mismo me sucede con el cambio de marea.
De pronto se oyó el canto de un gallo, cuyo sonido llegaba con una claridad extraordinaria a través de la nítida y pura brisa matutina. El conde se levantó de golpe y dijo:
—¡Vaya, otra vez amanece! ¡Qué poco considerado soy por tenerle despierto hasta estas horas! Amigo mío, la próxima vez que me hable de su amada Inglaterra, procure que su conversación no sea tan atractiva, para no hacerme olvidar cómo pasa el tiempo.
Y con una muy cortés reverencia, se marchó.
Cuando llegué a mi habitación, corrí las cortinas, pero no había nada interesante que ver, pues mi ventana daba al patio y lo único que conseguí percibir fue el cálido gris del cielo, que se volvía cada vez más claro. Así que volví a cerrar las cortinas y me puse a escribir estas notas.
8 de mayo.— Al iniciar este diario temía que se hiciese demasiado largo, pero ahora me alegro de haber contado todo minuciosamente desde el principio. En este lugar, que encierra tanto misterio, se respira un ambiente tan singular, que un sentimiento de incertidumbre crece en mí sin que yo pueda evitarlo. Quizá sea esta extraña existencia nocturna la que me está produciendo este efecto tan profundo. ¡Ojalá solo fuese eso! Solo si tuviese a alguien con quien hablar, me sentiría con fuerzas para soportar todo esto, pero por desgracia, estoy solo, sin contar con la compañía del conde y él… Mucho me temo que soy el único ser viviente de este tétrico castillo. Si me permiten, seré prosaico, como lo son los hechos. Me sentiré mucho mejor y ayudará a que mi imaginación no se desenfrene hacia un final desconocido. Si me llega a suceder, estoy perdido. Ahora les explicaré enseguida cuál es mi situación.
Dormí solo unas horas. Y al sentirme completamente despierto, abandoné la comodidad de la cama. Cuando colocaba mi espejito en la ventana para afeitarme, sentí una mano en mi hombro. Y oí la voz del conde que me decía: «Buenos días». Como pueden pensar, me asusté, pues no le había visto entrar, a pesar de que a través del espejito se podía ver perfectamente toda la habitación a mis espaldas. A causa del sobresalto me hice un pequeño corte, que en aquel momento no percibí. Después de devolver el saludo del conde, me volví de cara al espejo para asegurarme que no me equivocaba. Esta vez no hubo dudas, pues el hombre se hallaba junto a mí; podía verlo por encima de mi hombro. ¡Pero no se reflejaba en el espejo! A través del minúsculo espejo podía contemplar la totalidad de la habitación y una parte de mí mismo, pero ninguna señal de otro mi anfitrión. Quedé perplejo. Esto rebasaba todo el resto de experiencias, era escalofriante. Añadido a todas las anteriores sorpresas, mi sensación de zozobra crecía a pasos agigantados. En aquel momento descubrí que el corte me estaba sangrando. Rojas gotitas caían por mi mejilla, así que dejé la navaja de afeitar y fui a por un poco de esparadrapo. El conde, al darse cuenta, reaccionó de forma anormal, las pupilas le brillaron con