Planeamiento Estratégico. Mario José Krieger
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Pero no alcanzaba, era insuficiente ante las “oportunidades” que se instalaban en el mundo de los negocios (los llamados océanos azules), la expansión de los mercados y el poder que sobre los mismos iba ejerciendo la empresa.
Fue necesario sofisticar los instrumentos de la planificación. La planificación funcional anterior pasó a referirse más a lo operativo y el proceso de planeamiento se elevó hacia lo estratégico.
El término estrategia (o lo estratégico) refiere a connotaciones de metalenguaje, en el sentido de estar por encima de una media estandarizada. De allí que cuando tratamos de identificar a un “estratega”, le atribuimos ciertos rasgos diferenciados en el perfil de la personalidad y en los procesos que utiliza para tomar decisiones.
Cabe aclarar, tal como sigue, que existe y se debe tener en cuenta al “estratega” como lo subjetivo y la “estrategia” como un proceso, que tiende al éxito cuando es participativa.
En los orígenes, el término estrategia proviene de las disciplinas bélicas, de las teorías del conflicto armado por la conquista de espacios geográficos (la política, el poder), de la reflexión y del pensamiento diferenciado hacia el futuro. El que mira más allá del presente, aun con un horizonte temporal indeterminado, es el pensamiento llevado a la acción. Pertenece al mundo de las ideas y a cómo funciona la complejidad de ese cerebro, que le permite mirar las cosas de otra manera y va por ello, poniendo en funcionamiento los instrumentos (recursos) necesarios para transformar la idea en un resultado.
Del mismo modo, en los orígenes de la Revolución Industrial, en la etapa de los inventos y descubrimientos (siglos XVIII y XIX), los pioneros y emprendedores que llevaban el producto de las ideas a un formato empresario (producción en gran escala para los mercados), y la consecuente organización de la industria como etapa superadora del artesanado, comenzaron a reflexionar en términos estratégicos, pues se trataba de comprometer capitales e inversiones fijas para la producción de bienes destinados a un mercado.
Si bien no es objeto de este trabajo, es interesante rescatar la historicidad de las empresas, sus orígenes, las características de los fundadores, su evolución, los cambios generacionales; pues puede observarse que con mayor o menor racionalidad, la idea de un futuro en la imaginación del visionario (empresario o político) siempre existió, de modo tal que luego pudiese transformarse en un plan de acción concreto.
Reflexionar en torno a las competencias, las capacidades y los valores inherentes al líder no apuran la noción de liderazgo. La naturaleza del proyecto o de la visión y las características de la relación que se establece con los seguidores también forman parte, necesariamente, de una definición de liderazgo.
El argumento relativo a la racionalidad refiere a la concomitante presencia de la intuición (o emotividad en algunos casos), que convergen para la toma de una decisión, de la misma forma que el “talento” permite decidir, asumiendo riesgos.
La asimilación de estos elementales conceptos por la empresa (y el empresario) ante las oportunidades referidas (globalización, mercados mundiales, concentración, alianzas, relocalizaciones productivas, búsqueda incesante de ventajas comparativas, etc.) modifica sustantivamente el proceso de planeamiento e instala la necesidad del pensamiento estratégico como el formato necesario para abordar la complejidad, incertidumbre e impredecibilidad del futuro, que si bien no la resuelve, instala mejores razonamientos de abordaje.
No obstante ello, el futuro puede ser “inventado” a través de la investigación, la creatividad y la innovación, siendo la empresa la gran movilizadora de los cambios a través de sus productos y servicios, la creación de nuevas necesidades, estimulada por la evolución del consumismo y un entorno, a decir de Zygmunt Bauman, “líquido”. De esta forma, el futuro es una construcción que forma parte de la realidad, en otro tiempo.
El concepto de sociedad líquida refiere a la volatilidad del ritmo de vida contemporáneo, la fluidez acelerada que produce la obsolescencia programada de productos y servicios. Si ello es volátil, la planificación no puede ser rígida, sino adaptativa y creativa.
Se ha llegado a una crisis terminal del patrón civilizatorio antropométrico, monocultural y patriarcal de crecimiento sin fin y de guerra sistemática contra las condiciones que hacen posible la vida en el planeta tierra. La civilización de dominio científico-tecnológico sobre el conjunto de la naturaleza, que identifica el bienestar humano con la acumulación de objetos materiales y el crecimiento económico sin límite –que tiene al capitalismo ortodoxo como su máxima expresión histórica–, está llegando al límite. La dinámica de mercantilización extrema está socavando las condiciones de vida saludable y digna.
Pero lo cierto para la actividad privada no necesariamente lo es para la actividad pública y las diferencias no son menores, pues el tema está en dilucidar cuáles son los roles del Estado y de la empresa en la sociedad contemporánea.
La sociedad en su concepto más amplio, en términos del agrupamiento humano, es anterior a todo, sea el Estado o la empresa.
No obstante las diferentes lógicas existentes desde el Estado y desde el sector privado, la realidad contemporánea está indicando que, en términos de articulación, corresponde interactuar y “mezclar” las lógicas en una suerte de estar imbricadas ambas miradas. La complementación entre uno y otro sector hace a la convergencia cuando el Estado define una política pública y el sector privado resulta ser el operador, el responsable de la “gestión”. La planificación debe contemplar las ambigüedades, pues el objetivo se unifica en un producto o servicio destinado a una persona o comunidad.
Uno de los factores determinantes de esta “empresa” articulada entre actor público y privado es comprender y debatir qué contratos sociales hemos firmado como sociedad y qué pretendemos de ella.
Planificar con (y no para) los stakeholders es un desafío estratégico de altura para replantear el proceso de planificación en términos de todos los grupos de interés.
De todas maneras, la discusión no está centrada en si se debe o no planificar, sino en cómo hacerlo; cómo diseñar metodologías exitosas que permitan incorporar (permeabilizar) todo aquello que no entró en el marco de la previsión; las denominadas variables no controlables, información no prevista y/o decisiones de otros actores que pueden influenciar en el devenir planeado.
Una cuestión liminar sobre la planificación refiere a los formatos de reflexión y/o pensamiento en términos de generar las ideas a implementar en un futuro.
De allí que explorar “cómo” piensan los participantes es una condición necesaria para instalar procesos de planificación.
El pensamiento estratégico se enfrenta al pensamiento tradicional que apreciaba el futuro como una continuación del pasado, apoyándose en la linealidad de los acontecimientos.
De allí que la planificación por mucho tiempo estuvo vinculada a la proyección del futuro, en función de lo ocurrido anteriormente, siendo el análisis de tendencias el instrumento utilizado a tal efecto. Lo que ocurrirá es más de lo mismo. Es una posición relativamente cómoda, y más que el proceso de planificación es una posición referida a cómo nos colocamos frente al cambio: ignorancia, ocultamiento, resistencia, adaptación o éxito: lo producimos.
Las características del pensamiento tradicional lo vinculan como cerrado, conservador, estructurado, rígido, resistente al cambio, etc., ello también reflejado en las estructuras organizativas piramidales con fuerte división del trabajo y niveles jerárquicos definidos, provocando compartimientos estancos y defensa de intereses fragmentados (“las quintas”)