La divorciada dijo sí. Sandra Marton
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–No te atrevas a gritarme –le había advertido Annie, a pesar de que Chase no había levantado la voz. De hecho, jamás lo hacía–. Y ésta ya no es nuestra casa. No es nada más que un montón de habitaciones y una estructura de ladrillo, y la odio.
–¿La odias? ¿Odias esta casa que construí con mis propias manos?
–Lo que tú construiste fue un edificio de veinticuatro plantas, en el que está nuestro piso. Y si de verdad te interesa saberlo, sí, la odio y estoy deseando deshacerme de ella.
Oh, sí, pensó Chase, moviéndose inquieto y deseando, por primera vez desde hacía años, no haber dejado de fumar. Sí, Annie no había tardado en vender el piso y trasladarse a la otra punta del mapa, sin duda imaginando que de esa forma no iba a poder ir a visitar a su hija durante los fines de semana.
Pero se había equivocado. Él había recorrido todas las semanas cientos de kilómetros para ir a ver a Dawn. Adoraba a su hija y ella lo adoraba a él, y nada, absolutamente nada, de lo que ocurriera entre Annie y él, podría cambiar eso. Semana tras semana, había ido hasta Stratham, renovando así los firmes lazos que lo unían a su hija. Y, semana tras semana, había podido ver cómo su esposa, su ex-esposa, se forjaba una nueva y feliz vida.
Tenía amigos, un pequeño negocio y, por lo que Dawn le contaba, había hombres en su vida. Bueno, eso estaba estupendamente. Diablos, ¿no había acaso mujeres en la suya? Tantas como quería, y todas ellas despampanantes. Ése era uno de los privilegios de ser soltero, especialmente cuando se era el director ejecutivo de una próspera compañía constructora.
Al cabo de un tiempo, había dejado de ir hasta Stratham. Dawn ya era suficientemente mayor como para ir a verlo en avión o en tren a donde él estuviera. Y, cada vez que volvía a encontrarse con su hija, ésta le parecía más adorable.
Chase esbozó una mueca. Pero todavía no creía que hubiera crecido lo suficiente para casarse. Sólo tenía dieciocho años y ya iba a convertirse en la mujer de alguien.
La culpa la tenía Annie. Si hubiera prestado menos atención a su propia vida y se hubiera ocupado algo más de la de su hija, él no estaría en ese momento allí, vestido de etiqueta y esperando el momento de entregar a su hija a un muchacho que ni siquiera tenía edad suficiente para afeitarse.
Bueno, aquello no era del todo cierto. Nick tenía ya veintiún años. Y la verdad era que a él le gustaba el muchacho. Nick, Nicholas, para ser más exactos, era un joven agradable, de buena familia y un sólido futuro ante él. Lo había conocido cuando había ido con Dawn a pasar un fin de semana a Florida. Los dos jóvenes se habían pasado horas mirándose el uno al otro como si el resto del mundo no existiera. Y ése era precisamente el problema. El mundo existía, y su hija todavía no lo conocía lo suficiente como para saber lo que estaba haciendo.
Chase había intentado decírselo, pero Dawn se había mostrado implacable. Al final, no le había dejado ninguna opción. Legalmente, Dawn ya era adulta, no necesitaba su consentimiento. Y, como su hija se había apresurado a comunicarle, Annie ya le había dicho que le parecía una idea estupenda.
Así que él había tenido que tragarse sus objeciones, le había dado un beso, le había estrechado la mano a Nick y les había dado su bendición. Como si pudiera tener alguna importancia.
Podía bendecirse la unión de dos jóvenes todo lo que se quisiera, pero eso no significaba nada. El matrimonio, especialmente entre jóvenes, no era más que la legitimación de una locura hormonal.
Lo único que podía esperar era que su hija y su futuro yerno fueran la excepción a la regla.
–¿Señor?
Chase miró a su alrededor y descubrió a un joven en la puerta de la iglesia.
–Me han pedido que venga a decirle que ellos ya están listos para empezar.
«Señor», pensó Chase. Todavía podía recordar la época en la que se dirigía de aquella forma a los hombres mayores que él. En realidad, sólo era un eufemismo para no llamarlos viejos; y así era como él se sentía. Como si se hubiera convertido ya en un anciano.
–¿Señor?
–Sí, ya te oído –contestó irritado, pero inmediatamente forzó una sonrisa–. Lo siento, supongo que estoy sufriendo los habituales nervios del padre de la novia –y sin dejar de esbozar aquella sonrisa, que parecía más una mueca, entró en la iglesia.
Annie se pasó lloriqueando toda la ceremonia.
Dawn estaba preciosa, parecía una princesa de cuento de hadas. Y Nick permanecía a su lado con una expresión que hablaba a gritos de sus sentimientos.
La expresión de Chase era igualmente elocuente. El rostro de su marido parecía una máscara de granito. Había sonreído una sola vez a Dawn mientras la acompañaba por el pasillo hasta el altar.
Y a continuación había ocupado su asiento al lado de ella.
–Espero que sepas lo que estás haciendo –había murmurado mientras se sentaba a su lado.
Annie había sentido que se tensaban todos los músculos de su cuerpo. ¿Cómo se atrevía a hablarle de esa forma? ¿Y de qué se quejaba? ¿De que la boda no se hubiera celebrado en un lugar más prestigioso, como la catedral? ¿Le molestaría que en aquella iglesia no hubiera espacio suficiente para invitar a sus importantes clientes y convertir un acontecimiento familiar en una ocasión para los grandes negocios?
Quizá le pareciera que el traje de novia de Dawn era demasiado anticuado, o que los arreglos florales, de los que se había ocupado ella personalmente, eran excesivamente provincianos. En lo que a Chase concernía, ella nunca hacía las cosas bien.
Veía a Chase por el rabillo del ojo, a su lado, erguido y emanando, como siempre, una impactante virilidad.
Había habido una época, hacía ya muchos años, en la que estar a su lado, sintiendo su brazo rozando ligeramente el suyo y apreciando la suave fragancia de su colonia, habría sido suficiente para…
¡Bang!
Annie se sobresaltó. Las puertas traseras de la iglesia se abrieron de golpe. Se oyó un murmullo de sorpresa entre los invitados. El ministro calló y alzó la mirada hacia el pasillo.
Alguien esperaba en el marco de la puerta. Al cabo de un momento, un hombre se levantó, cerró la puerta y le indicó a la recién llegada que pasara.
–Es mi hermana. Me alegro de que por fin haya llegado.
–Una muestra más del típico histrionismo de las Bennett –murmuró Chase.
Annie se sonrojó violentamente.
–¿Perdón?
–Ya me has oído.
–Desde luego, y…
–Mamá –Dawn se volvió hacia su madre.
–Lo siento –contestó Annie, todavía más sonrojada.
El ministro se aclaró la garganta.
–Y ahora, si nadie tiene un razón por la que no deba celebrarse el matrimonio entre Nicholas Skouras