El libro sobre Adler. Søren Kierkegaard
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Esto bien podría suceder en una época en la que se han suprimido las categorías religiosas decisivas y todo ha quedado sometido a la categoría de la generación (para que todo esté en orden). Si tal cosa sucediera, estaría [111] bien que algún crítico fiel, alguna persona insignificante que no se atreva a remitirse a ninguna revelación, que sea capaz de mantenerse firme en la palabra del elegido y, de ese modo, pueda contribuir con seriedad al esclarecimiento de lo que hay de cierto (pues la seriedad está en la reflexión silenciosa desde la responsabilidad), entendiera que su cometido es abordar lo extraordinario. Por el contrario, lo que no es serio es lo que a menudo se considera como tal: armar escándalo, encolerizarse, preocuparse, utilizar las expresiones más histriónicas y, sin embargo, sentir una inseguridad interior sobre lo que se es y lo que no se es. En nuestra época, al igual que en cualquier otra época pasada, pueden suceder cosas verdaderamente extraordinarias dispuestas por Dios; ahora bien, los cambios que se produzcan en el mundo seguirán teniendo una gran influencia sobre lo fenoménico, aunque el ser siga siendo el mismo. No dejaría de resultar sospechoso, por ejemplo, que en nuestra época apareciera un profeta que se asemejara a uno de los antiguos como dos gotas de agua.
Como fenómeno de nuestra época (puesto que estamos prestando la misma atención a la época que a Adler), el profesor Adler será el objeto de discusión de este modesto escrito. Sus libros no serán valorados desde la estética o la crítica como los de cualquier escritor corriente, no, pues deben ser respetados por su carácter extraordinario hasta por el crítico más insignificante. Sus obras solo deberán servir para comprobar si Adler se ha entendido a sí mismo como aquel por el que se ha hecho pasar (algo de lo que formalmente no parece estar dispuesto a retractarse). Tampoco vamos a hablar de la doctrina que predica, tanto si es herética como si no. Todas esas cuestiones resultan insignificantes en comparación con lo cualitativamente determinante. Por el contrario, deberá ponerse seriamente el acento ético, siempre que sea posible, en todo lo que le confiere autoridad divina (en dicho caso se le deberá exigir que, en lugar de aplicar el ingenio para producir grandes libros25, haga uso de su autoridad) o, en caso contrario, en aquello que anteriormente se sintió empujado a afirmar y de lo que con arrepentimiento debería retractarse. En la medida de lo posible, deberá ponerse seriamente el acento en el hecho de que él se remite a una revelación.
Por si alguien pregunta quién soy yo para acometer esta empresa, esta es mi respuesta: soy un crítico fiel, una persona insignificante que se atribuye el mismo derecho ético que cualquier otra persona sobre un escritor. En la medida en que toda la cuestión respecto al profesor Adler no debe tomarse como algo irrelevante que sería mejor ignorar, es de suma importancia [112] enfocarla con claridad. Resulta inquietante que un escritor ingenioso pero confundido no sepa qué es lo que él mismo entiende por tener una revelación. Del mismo modo que resulta cuestionable que los libros que muestran un gran ingenio consigan desviar la atención de lo determinante. Por lo que se deduce con claridad de sus escritos, estoy completamente convencido de que el apóstol san Pablo de ningún modo se habría incomodado si alguien le hubiera preguntado si realmente había tenido una revelación. Igual que sé que san Pablo, con la concisión que debe caracterizar a la seriedad, habría contestado: «Sí». Pero, en el supuesto de que san Pablo (y espero que me perdone por lo que voy a decir para aclarar el asunto), en lugar de ofrecer con seriedad una respuesta corta, hubiese contestado: «Sí y no», y hubiera proseguido con un dilatado discurso similar a este: «Bueno, es cierto que he afirmado algo así, pero quizá ‘revelación’ sea una palabra demasiado contundente para describirlo, aunque algo sí que hubo, sucedió algo genial...», en ese caso, la cosa habría sido bien distinta. Con los genios, ¡Dios me libre!, me las apaño bien. Si se trata de un gran genio, no tendré ningún reparo en mostrar con respeto estético mi admiración por ese espíritu magistral del que me proclamo aprendiz. Pero, si tuviera que prestarle obediencia religiosa, si tuviera que dejar mi juicio cautivo en obediencia a su autoridad divina, eso no lo haría, ningún genio podría exigir tal cosa de mí. Si una persona no muestra reparos en reinterpretar su existencia apostólica como el fruto de su propia genialidad sin recordar sus primeras afirmaciones, entonces está completamente confundida.
En tal caso, el crítico debe mostrarse firme, tal y como yo estoy dispuesto a hacer en este modesto libro, no para evitar confusiones, sino para, en la medida de lo posible, aclarar algunas categorías religiosas y orientar a mi época. Sin intención de sobrevalorar mi obra, también me atrevo a prometer que quien la lea con atención encontrará iluminación en mis palabras, puesto que estoy familiarizado con mi época y estoy al corriente de todo lo que se gesta en ella, como aquel que navega en el mismo barco pero se recoge en un camarote individual, no en calidad del que está por encima, ni del que ostenta autoridad alguna26, no, sino en calidad de excéntrico, del que no tiene la más mínima autoridad27. Jamás he ostentado, ni cuando me inicié como escritor, ni con posterioridad, ningún tipo de autoridad, ni tampoco soy una persona importante para esta época tan seria (aunque puede que sí lo sea gracias a mis pantalones28, que parecen haber causado una gran sensación y han logrado captar seriamente el interés del público). Parece un truco de magia en pleno [113] siglo XIX al estilo de Las mil y una noches, como si un par de pantalones grises pudieran ser capaces de hacer olvidar todo lo demás. Y ciertamente es magia, pues nadie sabe lo que pican. Y no solo eso, pues esto otro también es cosa de magia. Los serios y diligentes censores29 que, en nombre del público y con una severidad propia de Catón30, establecen las exigencias de esta época en función de los pantalones, a menudo se han fijado en los míos, e igual les parecen demasiado cortos que demasiado largos. ¡Válgame Dios!, pero si son los mismos pantalones viejos de siempre. Una anécdota como esta tiene su relevancia, pues define con extremada precisión la capacidad de juicio del público. También tiene relevancia, y por eso en parte debería ser recordada, como una contribución a la historia sobre las cosas de las que se preocupaban en esta época las gentes de Copenhague. Como dice la canción, lo que ha ocupado un instante, vivirá para siempre. Cuando mis obras31 hayan caído en el olvido, mis pantalones ya completamente desgastados seguirán vivos.
Aquí debería concluir esta introducción; sin embargo, deseo añadir algunas palabras. Escribo esta reseña no sin cierta tristeza y melancolía. Hubiera preferido no tener que hacerlo de no ser por el temor a que las obras del profesor Adler, que últimamente están siendo muy (y mal) elogiadas en algunas revistas de teología32, acaben captando la atención y, cuando eso suceda, necesariamente provoquen una gran perturbación en el ámbito religioso, precisamente debido a su cierto ingenio y a la nula capacidad de la mayoría para distinguir entre una cosa y otra. La tristeza y la melancolía son, según yo lo entiendo, características en este país. En un país pequeño como Dinamarca es evidente que solo unos pocos individuos poseen el tiempo y la oportunidad para dedicarse de forma exclusiva a lo espiritual y, de esos pocos, naturalmente de nuevo solo unos pocos están realmente capacitados y son plenamente conscientes de que su dedicación a lo espiritual debe ser exclusiva. También es igualmente importante que un individuo así, precisamente porque las limitaciones del país impiden la rápida aplicación de un correctivo, se mantenga firme con la disciplina más férrea para no caer