Álvaro d'Ors. Gabriel Pérez Gómez
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Empecé a dar clases en la Universidad Central dos años antes de nuestra guerra del 36. Fue esa primer y precoz docencia algo ilegal —como tantas otras cosas ilícitas de mi vida, honrosamente ilícitas— pues se debió a la singular benevolencia de mi maestro José Castillejo, que me encargó de unas lecciones («optativas», diríamos hoy) de Derecho Romano, cuando yo todavía no me había licenciado en aquella Facultad; recuerdo que incluso pretendía él que me nombraran «ayudante», pero el entonces Decano, don Adolfo Posada, con toda la razón, se negó[119].
Esa prueba fue decisiva para mí, pues me permitió ver sin titubeos que el oficio de universitario era mi camino[120].
Muchos años más tarde, Álvaro d’Ors volvería a referirse a Castillejo con otra perspectiva:
Era un excelente enseñante, aunque muy elemental, de Derecho Romano (…) Su «libro» (…) era (…) una buena exposición del marco histórico —«historia externa» decía él— con buena información; aunque algo singular, era como esos libros de los catedráticos de entonces que abultaban la primera parte del «Programa», aunque él explicaba en clase todo el «Programa»... y hacía casos (imitando a Kohler, su maestro en Berlín) (…) Efectivamente, iba a veces en bicicleta, como le vio su mujer en esa Escuela Internacional, que no sé yo ahora si no era la misma que la Plurilingüe. Él me hablaba —en los años 30— de una escuela en la que enseñaban los principales idiomas a la vez, y se veía que era su gran ilusión; como era calvo, se comprende que su mujer hable de «cabeza ovoide». Un hombre singular, Castillejo: un manchego recastado en Inglaterra (con escasa influencia alemana, a pesar de haber estudiado allí). Nunca pensó en ser ministro o cosa parecida[121].
No obstante lo dicho hasta ahora, conviene matizar que esta buena sintonía entre maestro y discípulo se refiere fundamentalmente al ámbito académico, ya que en el terreno de las convicciones personales no ocurría lo mismo: Castillejo era un hombre cuyo pensamiento en materia religiosa, filosófica y hasta política estaba muy lejos del de su alumno[122].
De estos años de estudio en «la Central», Álvaro d’Ors destaca su relación con unos compañeros que cursaban la carrera en la misma Facultad de Derecho y que, como él, procedían del Instituto-Escuela. El pequeño grupo solía acudir al Hylogui[123] para tomarse unas cervezas y conversar. Los cuatro se encontraban en posiciones ideológicas muy distintas, sin que ello les impidiera ser buenos amigos:
Cuatro compañeros del Instituto-Escuela vinimos a formar en la Facultad de Derecho un pequeño grupo distinguido, no solo por las notas, sino por cierto estilo de vida: la poca estimación de la riqueza, la ausencia de palabrotas y la falta de ambiciones vulgares, así como por cierta naturalidad elegante en el trato con las pocas compañeras de entonces. De estos cuatro amigos, Juan Barnés murió en las filas rojas, Joaquín Sánchez-Covisa fue economista en su exilio venezolano (aunque volvía a veces a España); sobrevivimos Juan Torroba Gómez-Acebo, diplomático, y yo, que militamos con los nacionales. Con este último he mantenido, a pesar de las distancias geográficas, la más constante amistad de mi vida. La distinta suerte de estos cuatro estudiantes de los años 30 en la Central puede dar una idea de lo que ha sido el reparto del hado algo trágico de nuestra generación[124].
La época de preguerra se dejó sentir especialmente en la Universidad y, todavía más en la Facultad de Derecho. Las tensiones y las luchas entre los partidos políticos y sindicatos estudiantiles de izquierdas (fundamentalmente la FUE) y los de derechas (AET y falangistas) repercutían directamente en la vida académica:
Desde el primer momento, las tensiones políticas de la calle se apoderaron de la Facultad, pero se hicieron impeditivas de la normalidad a partir de 1934; eran frecuentes los encuentros, incluso armados, en los pasillos de la Facultad, aparte de las huelgas y manifestaciones callejeras. En el curso 1935-36 —último antes de la Guerra— las clases hubieron de suspenderse poco después de empezar, y luego, después de las vacaciones de Navidad, hasta los exámenes de junio. En conjunto, pues, la vida universitaria de esos años, en la Facultad de Derecho, resultó deficiente y, al final, nula. Esto no impide que algunos estudiantes hayamos podido conservar un excelente recuerdo de algunos maestros[125].
A este ambiente de huelgas y algaradas estudiantiles no eran ajenos algunos profesores que con su actitud claramente exaltada, contribuían a crispar más la situación. No era extraño que a la hora de los exámenes orales volcaran sus filias o sus fobias con determinados alumnos de los que conocían o presumían sus posiciones religiosas o políticas. Un ejemplo de intransigencia en este terreno era Luis Jiménez de Asúa, catedrático de Derecho Penal[126]:
Yo fui alumno de él, pero ese curso me matriculé «libre», para evitar el encuentro personal, que, sabiendo de su talante, podía prever que no iba a ser cómodo para mí, a causa de su notorio sectarismo ideológico. Aprobé el examen escrito, pero, cuando invitó a un nuevo examen (creo que oral) para «mejorar», con la amenaza de posible suspenso, me acobardé, y contenté con ese «aprobado». Por otro lado, nos estafó al cobrar, al principio de curso, por unos pocos pliegos de su libro, que no tuvieron continuación (los conservo), el precio entero del libro. Puedes creer que era un profesor muy poco querido por los alumnos, y menos por las pocas alumnas de entonces. El atentado que sufrió, al volver a su casa, en la calle de Goya, fue una mala torpeza; pero eran «estudiantes católicos», de los que recuerdo bien a uno, que fue muerto en Madrid en los primeros momentos de la Guerra: un acto del todo reprochable, pero que revelaba la malquerencia de muchos alumnos[127].
Por su coherencia personal, Álvaro d’Ors recordaría con admiración la figura de Eloy Montero, catedrático de Derecho Canónico, ya que supo llevar su condición de sacerdote con normalidad y mantenerse firme en sus ideas en aquellos años turbulentos:
Yo recuerdo, en todo caso, y lo recuerdo con nostalgia, que, cuando andaban quemando iglesias y conventos, expulsando a los religiosos y demás desmanes de la República, siendo yo estudiante de la Central, Don Eloy Montero, catedrático allí de Derecho Canónico, no tuvo ni asomo de deserción: seguía con su sotana, hablando claro sobre las exigencias de la Iglesia[128].
Otros profesores de Derecho, de los que guardaría buen recuerdo, fueron Nicolás Pérez Serrano (Derecho Político), Galo Sánchez Sánchez (Historia del Derecho) y Felipe Clemente de Diego (Derecho Civil), aunque con este último se matriculó como alumno libre[129].
En este ambiente crispado que le tocó vivir, Álvaro d’Ors llegó a presagiar la guerra civil que iba a asolar España a lo largo de un examen que hizo para subir nota en Derecho Internacional:
Siendo yo estudiante de la Central, y (...) un joven de talante pacífico y exclusivamente intelectual, presentía, cuando todavía no era previsible el Alzamiento del 36, esta necesidad de una como «redención cruenta» del ser auténtico de España. Tuve ocasión de expresar este sentimiento oscuro en un examen escrito para matrícula de honor en el curso de Derecho Internacional Público que dirigía don Antonio de Luna. El tema por él propuesto era un comentario a un texto de Bernardino de Saint-Pierre. Hablé yo entonces, en aquel ejercicio (que, naturalmente, se habrá perdido), de una necesidad de «redención cruenta» de la España entonces sumergida en una gravísima crisis de identidad (No es sorprendente que mi ejercicio no fuera favorablemente juzgado)[130].
Para los