El reino de este mundo. Alejo Carpentier
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Que además contrasta con la visión de Monsieur Lenormand de Mezy:
Ahora recordaba que, años atrás, aquel rubicundo y voluptuoso abogado del Cabo que era Moreau de Saint Mery había recogido algunos datos sobre las prácticas salvajes de los hechiceros de las montañas, apuntando que algunos negros eran ofidiólatras. Este hecho, al volver a su memoria, lo llenó de zozobra haciéndole comprender que un tambor podía significar, en ciertos casos, algo más que una piel de chivo tensa sobre un tronco ahuecado. Los esclavos tenían, pues, una religión secreta que los alentaba y solidarizaba en sus rebeldías. A lo mejor, durante años y años, habían observado las prácticas de esa religión en sus mismas narices, hablándose con los tambores de calendas, sin que él lo sospechara.
¿Pero acaso una persona culta podía haberse preocupado por las salvajes creencias de gentes que adoraban una serpiente...?
También se asoma la resonancia de Oswald Spengler, historiador alemán, con su Decadencia de Occidente y sus tesis de que la historia es cíclica, en una repetición infinita donde se suceden el orden y el caos, la prosperidad y la destrucción, violencia y tranquilidad, para mostrar la teoría suprema en esta novela de Carpentier: el abuso del poder se repite en un círculo vicioso, donde la serpiente relación amo-esclavo se muerde la cola, y que Haití no estaba preparado para su independencia, pues el sometimiento se dio igual en manos blancas que negras, que para abolir la esclavitud se requería de más que voluntad y una revuelta. Se requería de que los propios esclavos se asumieran a sí mismos como seres libres. El anhelo del cambio es aplastado por la inercia del orden establecido y el egoísmo humano. La historia misma demostró, en la independencia haitiana, y en otras muchas, que América fue incapaz de dirigir su propio destino.
Es sabida la capacidad narrativa del autor, quien algunos creen que murió poco antes de que hubiera recibido el premio Nobel de Literatura, que fue a parar a manos de García Márquez, luego de que en Colombia asumiera el poder el dudoso Belisario Betancur. En rigor, con la presea o sin ella, Alejo Carpentier, quien siguió viviendo en la Cuba revolucionaria, era, hacía tiempo, uno de los mejores y más perdurables premios nobeles. No quiero dejar de hacer notar en un ejemplo la maestría con que crea imágenes, da puntos de vista, contrasta, muestra belleza en la violencia y dice sin decir:
Monsieur Lenormand de Mezy entró en su habitación. Mademoiselle Floridor yacía, despatarrada, sobre la alfombra, con una hoz encajada en el vientre. Su mano muerta agarraba todavía la pata de la cama con un gesto cruelmente evocador del que hacía la damisela dormida de un grabado licencioso que, con el título El sueño, adornaba la alcoba. Monsieur Lenormand de Mezy, quebrado en sollozos, se desplomó a su lado.
Y como con la maleta olvidada en Francia, ahora, sesenta y un años después de la primera edición de El reino de este mundo, podemos revisitar esta valija literaria de Carpentier y descubrir las sorpresas que ahí se guardan, porque, como toda obra mayor, esta novela va revelando nuevos planos en cada lectura siendo, a su vez, otra novela cada vez que regresamos a ella. Es decir, otra maleta.
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A Lilia
Prólogo de la primera edición
... Lo que se ha de entender desto de convertirse
en lobos es que hay una enfermedad a
quien llaman los médicos manía lupina...
Los trabajos de Persiles y Segismunda
Afines del año 1943 tuve la suerte de poder visitar el reino de Henri Christophe —las ruinas, tan poéticas, de Sans-Souci, la mole, imponentemente intacta a pesar de rayos y terremotos, de la Ciudadela La Ferrière— y de conocer la todavía normanda Ciudad del Cabo —el Cap Français de la antigua colonia—, donde una calle de larguísimos balcones conduce al palacio de cantería habitado antaño por Paulina Bonaparte. Después de sentir el nada mentido sortilegio de las tierras de Haití, de haber hallado advertencias mágicas en los caminos rojos de la Meseta Central, de haber oído los tambores de Petro y del Rada, me vi llevado a acercar la maravillosa realidad recién vivida a la agotante pretensión de suscitar lo maravilloso que caracterizó a ciertas literaturas europeas de estos últimos treinta años. Lo maravilloso, buscado a través de los viejos clisés de la selva de Brocelianda, de los caballeros de la Mesa Redonda, del encantador Merlín y del ciclo de Arturo. Lo maravilloso, pobremente sugerido por los oficios y deformidades de los personajes de feria —¿no se cansarán los jóvenes poetas franceses de los fenómenos y payasos de la fête foraine, de los que ya Rimbaud se había despedido en su Alquimia del Verbo?—. Lo maravilloso, obtenido con trucos de prestidigitación, reuniéndose objetos que para nada suelen encontrarse: la vieja y embustera historia del encuentro fortuito del paraguas y de la máquina de coser sobre una mesa de disección, generador de las cucharas de armiño, los caracoles en el taxi pluvioso, la cabeza de león en la pelvis de una viuda, de las exposiciones surrealistas. O, todavía, lo maravilloso literario: el rey de la Julieta de Sade, el supermacho de Jarry, el monje de Lewis, la utilería escalofriante de la novela negra inglesa: fantasmas, sacerdotes emparedados, licantropías, manos clavadas sobre la puerta de un castillo.
Pero, a fuerza de querer suscitar lo maravilloso a todo trance, los taumaturgos se hacen burócratas. Invocado por medio de fórmulas consabidas que hacen de ciertas pinturas un monótono baratillo de relojes amelcochados, de maniquíes de costurera, de vagos monumentos fálicos, lo maravilloso se queda en paraguas o langosta o máquina de coser, o lo que sea, sobre una mesa de disección, en el interior de un cuarto triste, en un desierto de rocas. Pobreza imaginativa, decía Unamuno, es aprenderse códigos de memoria. Y hoy existen códigos de lo fantástico, basados en el principio del burro devorado por un higo, propuesto por los Cantos de Maldoror como suprema inversión de la realidad, a los que debemos muchos “niños amenazados por ruiseñores”, o los “caballos devorando pájaros” de André Masson. Pero obsérvese que cuando André Masson quiso dibujar la selva de la isla de Martinica, con el increíble entrelazamiento de sus plantas y la obscena promiscuidad de ciertos frutos, la maravillosa verdad del asunto devoró al pintor, dejándolo poco menos que impotente frente al papel en blanco. Y tuvo que ser un pintor de América, el cubano Wifredo Lam, quien nos enseñara la magia de la vegetación tropical, la desenfrenada Creación de Formas de nuestra naturaleza —con todas sus metamorfosis y simbiosis—, en cuadros monumentales de una expresión única en la pintura contemporánea. Ante la desconcertante pobreza imaginativa de un Tanguy, por ejemplo, que desde hace veinticinco años pinta las mismas larvas pétreas bajo el mismo cielo gris, me dan ganas de repetir una frase que enorgullecía a los surrealistas de la primera hornada: Vous qui ne voyez pas, pensez a ceux qui voient. Hay todavía demasiados “adolescentes que hallan placer en violar los cadáveres de hermosas mujeres recién muertas” (Lautréamont), sin advertir que lo maravilloso estaría en violarlas vivas. Pero es que muchos se olvidan, con disfrazarse de magos a poco costo, que lo maravilloso comienza a serlo de manera inequívoca cuando surge de una inesperada alteración de la realidad (el milagro), de una revelación privilegiada de la realidad, de una iluminación inhabitual o singularmente favorecedora de las inadvertidas riquezas de la realidad, de una ampliación de las escalas y categorías de la realidad, percibidas con particular intensidad en virtud de una exaltación del espíritu que lo conduce a un modo de “estado límite”. Para empezar, la sensación de lo maravilloso presupone una fe. Los que no creen en santos no pueden curarse con milagros de santos, ni los que no son Quijotes pueden meterse, en cuerpo, alma y bienes, en el mundo de Amadís de Gaula o Tirante el Blanco. Prodigiosamente fidedignas resultan ciertas frases de Rutilio en Los trabajos de Persiles y Segismunda,