ORCAS Supremacía en el mar. Orcaman
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Por intermedio de las opiniones sensatas de José María Gallardo (director del Museo Argentino de Ciencias Naturales Bernardino Rivadavia) y de diferentes organismos de investigación, naturalistas y organizaciones no gubernamentales (ONGs), se pudo detener a tiempo una acción que no protegía la naturaleza sino el aprovechamiento económico de la lobería, quizá mas allá de lo turístico. En correspondencia, los medios de comunicación comenzaron a cambiar sus títulos: Las orcas no son asesinas, decían ahora, o No hay que matar a las orcas, o El rol de las orcas y el equilibrio natural.
Al atacar el motivo central de las acciones contra las orcas, la ignorancia, se logró que los animales sobrevivieran y pasaran a ser protegidas en Río Negro. Generalmente los males enseñan u obligan a buscar remedios efectivos para combatirlos, aunque cuando intervienen ciertos hombres –en especial políticos– nunca se sabe con certeza cuál es el mal y cual el remedio.
Otros casos no terminaron bien. Por ejemplo, en 1956 la Armada de Estados Unidos organizó un operativo contra las orcas en el Atlántico Norte, a pedido del gobierno de Islandia que las acusaba de romper las redes de pesca y producir pérdidas económicas a su industria pesquera. La división VP7 de la marina norteamericana completó una misión exitosa, según definió, contra un enemigo que no podía responder a sus ataques: cientos de orcas fueron masacradas con ametralladoras, cargas de profundidad y cohetes. En 1964 realizaron bombardeos utilizando orcas como blancos en el Atlántico Norte.
En 1970, el veterinario norteamericano Mark Keyes evaluó a las orcas capturadas vivas en Puget Sound (que seis años más tarde se transformaría en un santuario de orcas): encontró que el 25 por ciento presentaba impactos de balas en su cuerpo, lo que solo es una muestra del total de los animales que se presume podrían haber sido heridos o muertos por estas agresiones. Una década más tarde, pescadores de Alaska utilizaban explosivos y armas de fuego para matar orcas y algunos abuloneros de México las ahuyentaban con arpones y disparos calibre 22 para que los buzos trabajaran tranquilos. Por el mismo motivo, en la Antártida los buzos hacen su tarea con un guardia armado.
De distintas maneras, la historia me mostraba lo mismo: los encuentros entre las orcas y el hombre pocas veces tuvieron un final feliz para las orcas. Mientras observaba eso, Gerardo Haase –un amigo que entonces dividía su tiempo entre la carrera de Medicina y el estudio del comportamiento animal– me regaló La vida del gorila, apasionante libro de George B. Schaller. Con su obra el investigador me hizo ver que la tragicomedia de la búsqueda de material científico no era un unipersonal: “Leí literalmente cientos de libros de difusión, artículos y relatos de periódicos –cuenta Schaller–; examiné monografías científicas y revisé los tratados. Si el número de palabras fuera una medida del conocimiento, no quedaría aquí mucho por estudiar. Desgraciadamente, el investigador serio debe descartar la mayor parte de la información publicada acerca de la conducta de los gorilas que viven en libertad. En gran parte se trata de afirmaciones sensacionalistas, irresponsables y exageradas, muy poco preocupadas por la verdad”.
Me sentí acompañado y comprendido: “Gran parte de esta discutible información sobre los gorilas ha sido copiada y recopilada con frecuencia tal que con la pura repetición ha conquistado la aureola de la verdad –veía Schaller en su campo lo mismo que yo en el mío–. Cuando empecé a leer, no sabía qué era verdad y qué era falso, pero a poco de buscar me di cuenta de que, si descartaba todas las generalizaciones no basadas en hechos y todas las interpretaciones subjetivas, apenas me quedaba información concreta para seguir adelante. Había, por supuesto, algunas excepciones notables”.
En mi caso también las había y generalmente debía agradecerlas a la información de primera mano que me brindaron buceadores experimentados que tuvieron encuentros con orcas:
Mariano Malevo Medina (buzo profesional): “En 1974 Carlos Belozo y yo nos desplazábamos por la superficie, a unos mil metros de la costa, a la altura de la Reserva de Fauna Punta Norte, Península Valdés. Nos disponíamos a bucear en un banco de algas a diez metros de profundidad cuando observamos, con sorpresa y preocupación, un grupo de cuatro orcas que se desplazaba de Sur a Norte: exponían, a dos o tres metros de nosotros, sus altas aletas dorsales y parte de sus poderosos cuerpos. Sólo atinamos a impulsarnos hacia atrás, lentamente y sin quitarles los ojos de encima, para acortar los cien metros que nos separaban del gomón fondeado. Ellas sabían de nuestra presencia; sin embargo, no intentaron acercarse a nosotros. Realizaron un corto recorrido de ida y vuelta debajo del agua y continuaron, sin más, su camino. La inquietante experiencia confirmó mi opinión sobre las orcas: si no se las molesta o ataca, difícilmente molesten o ataquen al hombre”.
Carlos loco Belozo (buzo profesional): “La experiencia que compartí con Malevo es inolvidable. No creo que las orcas ataquen al hombre: la prueba es que nosotros estamos vivos, es más si alguna vez decidís bucear con orcas contá conmigo”.
María Mercedes T. de Mestre (buza profesional): “Junto con mi esposo, Pancho, cumplía funciones de guardafauna en la reserva Punta Loma, a diecisiete kilómetros de Puerto Madryn. Además, los dos colaborábamos como buceadores con investigadores del Centro Nacional Patagónico, con quienes realizábamos muestreos del fondo marino. Durante uno de esos trabajos, a mediados de 1972, Pancho y otros dos buzos investigadores estaban marcando las zonas de muestreo, cuando Olegaria Giménez y yo, que los ayudábamos desde tierra, observamos siete orcas1. Los buzos, confundidos porque creían que se trataba de delfines comunes, comenzaron a acercarse. Olegaria y yo nos pusimos a gritar: “¡No! ¡Son orcas! ¡Orcas!” Cuando por fin nos comprendieron, salieron a toda marcha hacia la costa. Pero en ningún momento las orcas se acercaron a ellos: siguieron hacia la lobería, donde atacaron y comieron un cachorro”.
Jorge Pérez Serra (buzo deportivo; entonces directivo de la Casa del Buceador en Buenos Aires; uno de los creadores del Primer Parque Submarino, Puerto Madryn
“En 1963, Pipo Mancera, conductor de un programa de televisión muy popular, Sábados circulares, llegó a la Península Valdés para documentar la fauna, en especial los lobos marinos. En compañía de Antonio Torrejón (Director de Turismo de Chubut y luego creador de las Reservas de Fauna provinciales) y Néstor Moré, Mancera se acercó en lancha a la lobería de Puerto Pirámide. A la deriva, esperaban que la característica curiosidad de los lobos hiciera que se acercaran a ellos; de pronto, un movimiento extraño en el agua llamó la atención de Mancera. “¿Qué es eso?”, preguntó, y recibió la alarmada respuesta de Torrejón: “¡Son orcas!”. Alrededor de la lancha giraban tres orcas en plena conducta de espionaje: asomaban la cabeza fuera del agua, los observaban y desaparecían. Mientras regresaban a la costa, las orcas parecieron retirarse. Mancera decidió bucear con los lobos mientras lo filmaban el Dr. Moré (bajo el agua, con su cámara de dieciséis milímetros con caja estanca) y su camarógrafo (desde tierra). Mancera había bajado dos piedras de unos cuarenta centímetros cada una y se disponía a saltar cuando escuchó un grito: “¡Orcas!”. Con el pesado equipo de buceo, Mancera pegó un salto increíble hacia atrás y cayó parado a mi lado. La filmación se hizo, pero registró otra cosa: tres orcas que atacaban y comían lobitos. Esas tomas hicieron historia en la televisión, igual que el largo salto hacia atrás de Mancera en el buceo”.
1. Mercedes me mostró las fotos de las orcas que tomó ese día y pude identificar a DES uno de los ejemplares que yo