Esto es personal. Mori Taheripour
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“Pero no soy mentiroso”: la negociación
como historia de moralidad
En un ejercicio que empleo en clase, un alumno debe vender una botella de vino exclusivo a otro compañero. El vendedor sabe que puede ofrecer la botella por un mínimo de cuatrocientos dólares para no tener pérdidas, y llegar a un precio de venta de hasta mil dólares. Una alumna llamada Diane se ofreció a vender la botella por sólo cuatrocientos dólares.
—¿Por qué fijaste tu objetivo en ese precio? Podrías haber pedido ochocientos dólares o más sin ningún problema.
—Pero no soy mentirosa —replicó.
—No. Ni yo —estuve de acuerdo.
—No hay datos que justifiquen los ochocientos dólares —dijo.
En realidad los datos sí respaldaban los ochocientos dólares e incluso mil: el vino había aumentado su valor de forma constante durante un par de años y si se extrapolaba la tasa de crecimiento hasta el día de hoy, en realidad mil dólares era un precio muy razonable. Pero antes de mostrarle la evidencia, presioné.
—¿Dónde están los datos que respaldan el precio de cuatrocientos dólares? ¿En qué basas tu cifra? Porque puedo mostrarle la evidencia de la mía.
Aturdida, Diane rebatió:
—Si pido cuatrocientos dólares, no pierdo dinero y no engaño a nadie.
Ella contaba una historia sobre el valor de la botella (y tal vez de su propio valor) que la vendía por una ganancia ínfima. Temía ser “mala”. Rara vez alguien describe así una negociación. Tengo que confesar que cuando Diane dijo: “Pero no soy mentirosa”, me molesté un poco y mi primer instinto fue adoptar una posición defensiva. Soy la maestra de esta materia y aun así tuve que probarme que no me excedí en esta propuesta, que no era deshonesta. Lo que Diane verbalizó tiene resonancia emocional para muchos, y los motivos son sociales, sutiles y diversos. Moralizar de la forma en que lo hizo Diane puede servir de escudo para ocultar la verdad. Es posible que nos compliquemos las cosas por no pedir lo que valemos; tal vez pensemos que no merecemos lo que pedimos, pero es mucho más fácil decir “no soy mentiroso” que reconocer nuestra falta de seguridad.
He conocido a muchas personas cuya estrategia por defecto es elegir un número mínimo con el que se sientan cómodas y afirmar que no es negociable, argumentando: “No hice el mejor trato, pero evité negociar. Es más humano y no me importa”. Piensa en esta declaración un minuto: regatear, según esta visión del mundo, los hace menos humanos.
Jennifer, una diseñadora gráfica, trabajaba con otras tres mujeres y tenían una relación cercana. Alrededor del primer año no tuvieron que negociar sobre cuestiones importantes; todas tenían sus propios clientes y trabajaban de forma independiente. Después un cliente les pidió que hicieran un proyecto que exigía trabajar en grupo. Aunque se repartieron las tareas, no discutieron cómo distribuirían los honorarios desde el principio (su primer error). La compañera de Jennifer, Laura, hizo la mayor parte del trabajo, pero ella también trabajó bastante, más de lo que nadie había previsto al comienzo porque el proyecto se complicó. Cuando llegó el momento del pago, la socia que manejaba las finanzas explicó que le daría noventa por ciento a Laura y dividiría el restante diez por ciento entre las otras tres socias. A Jennifer le pareció injusto y lo manifestó, me contó que eso desencadenó muchas acusaciones. “Me respondieron que mi postura no representaba nuestros principios comerciales, que todas hacíamos cosas sin remuneración para ayudar a la compañía. Me hicieron sentir como si fuera codiciosa sólo por pedir lo que sentía que merecía, que había algo malo desde un sentido moral reconocer que el pago era injusto”. No se tomó esta experiencia a la ligera. “Cada vez que hablaba de dinero me sentía mal.” Cuando mencionó el tema en otra ocasión, una de sus socias le dijo: “Confío menos en ti cuando empiezas cada conversación hablando de dinero”.
Durante años, Jennifer evitó negociar con sus socias. Les guardaba rencor. Su resentimiento creció cuando sintió que no podía expresar ninguna preocupación o discrepancia financiera. “Me atormentaba esa situación; pasé muchas noches despierta tratando de reconciliar dos cosas: sentía que me trataban de manera injusta y que era codiciosa y egoísta por pensar así.” La situación de Jennifer tenía muchas aristas, pero como primer paso necesitaba confiar en que hablar de dinero, defender su punto de vista, no era malo. No era una mala persona. Y aunque en opinión de sus compañeras sí lo era, necesitaba asimilarlo para poder acercarse a ellas de la manera correcta. Volveré a este tema tan delicado, el cómo de la pregunta, en el capítulo 4.
Jennifer no está sola en su lucha. Otra empresaria acudió a verme para pedir un consejo después de solicitar a su equipo de trabajo una retroalimentación de 360º. Casi todos los hombres respondieron: “Es inteligente” y “es amable”, pero la mayoría de las mujeres escribieron: “Tiene que superar su actitud corporativa. Todo es cuestión de dinero y ésa no es la filosofía de nuestra compañía”. Ninguno de los hombres comentó eso. Se preguntó si acaso las mujeres eran más duras entre sí.
La respuesta es sí, a veces. Las mujeres solemos ser más duras entre nosotras cuando cuestionamos nuestros roles de género preestablecidos. Cuando vemos a otras mujeres actuar de manera ajena a nuestro comportamiento, tendemos a castigarlas incluso si deseamos ser como ellas.
Hay razones por las que se cree que la negociación tiene una carga moral: es porque muchos negociadores se comportan mal. Mi alumna Michelle era litigante para un gran despacho en Nueva York. Sus experiencias reforzaron ciertas ideas sobre el perfil de los negociadores agresivos. “Parte del juego era mostrar lo agresivo que puedes ser. Había mucha intimidación, posturas, demostraciones de fuerza.” El mensaje que recibió al principio de su carrera fue que la negociación “era seria, agresiva y competitiva, sólo había un ganador”. Si eso era una negociación eficaz, no quería formar parte de ella.
En respuesta, el enfoque de Michelle para negociar fue el de tratar de resolver las cosas, de complacer a otras personas y no quedar mal. “En mi enfoque había un factor de cortesía, de vergüenza, me preocupaba no parecer codiciosa, irrazonable o mala.”
Pero cuando Michelle dejó el despacho y se incorporó al negocio joyero de su familia, tuvo que repensar las ideas que tenía sobre cómo negociar. Si equiparaba fijar un precio alto con falta de profesionalismo, entonces no tendría éxito en el negocio. Tuvo que aprender a permitirse pedir y a sentirse segura de que no era una mala persona por desear eso. “Me siento más cómoda expresando mis necesidades. No voy a disculparme por ello. Puedo ser cortés y humana en el intercambio. No tengo que ser grosera. Pero tampoco retroceder.”
Este campo es en verdad complejo, en parte porque puede ser muy sutil. Se necesita conocerse bien para admitir cuando tiñes la negociación con moralidad. Escucha tu monólogo interior y elige los temas. Comencé este libro explicando que negociamos todos los días, así que empieza a tomar nota de esos incidentes. ¿Te sientes como un idiota cuando negocias con alguien? ¿Por qué? ¿Te sientes agresivo (de forma positiva) cuando negocias? ¿Por qué? El juicio que haces o no haces sobre la negociación es muy personal, así como debe ser tu estilo