No me toques el saxo. Rowyn Oliver
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—Eh, de pobre nada. —¿En qué momento el robasueños ha empezado a darles lástima?—. ¿De qué parte estás?
—De la tuya —me dice Marina—, pero yo tampoco te reconozco.
Irene la secunda. Ambas asienten con la cabeza.
—¿Y qué queréis? —les digo a la defensiva—. No podía dejar que el saxo de mi abuelo cayera en manos de ese… bueno, de otra persona. ¡Es mi saxo! El abuelo me lo dejó a mí. Mi padre no tenía ningún derecho de venderlo.
Mis amigas asienten y puedo ver que les doy algo de lástima, con un poco de suerte quizás más que el robasueños.
Ya saben la mala relación que tengo con mi padre, la que hoy en día prácticamente es nula, después de que él decidiera vender el saxo de mi abuelo a ese músico verbenero, casi no nos dirigimos la palabra.
—El saxo de mi abuelo debe tocar en una buena banda, en los brazos de alguien que lo quiera. Y nadie va a querer a mi saxo como yo. ¡No va a saltar de verbena en verbena como…!
—Como hacía tu abuelo —me dice Marina enarcando una ceja.
Me callo.
Tiene razón. Mi abuelo era un gran músico. El gran Toni Trui. Sus bolos eran en hoteles y casinos, pero ¡qué actuaciones, señores! Que Antònia Palmer cantara en su grupo aún los hacía más increíbles.
Me invade la añoranza. Y tengo que reconocer que si el abuelo viera su saxo sobre el escenario de verbena en verbena no haría otra cosa que reírse con alegría.
Marina abre los ojos como platos.
—¡Dios mío! ¡Joder!
La miro, porque está claro que acaba de darse de cuenta de algo importante.
—¿Qué?
—¿Sois conscientes de que no vamos a poder ir ni a una puta verbena sin que nos aterrorice encontrarnos al pobre chico?
Escupo el café con leche.
—¡Me cago…! —Aprieto los labios y me dan ganas de patalear.
Lo que me faltaría sería tener que encontrarme a ese tío y tener que darle explicaciones. Por suerte, en septiembre me largaré de sa roqueta durante una buena temporada. Me presentaré a la audición con el saxo y empezará la gira por Europa. Eso es lo que va a suceder, y no pienso dejar que pase otra cosa.
—No lo había pensado —dice Irene algo sorprendida—, pero bueno, no nos ha visto la cara… solo a Cristina. —Hace una mueca divertida—. Nosotras estamos a salvo.
—Gracias —digo, mirándolas con reproche—, estoy muy agradecida de tener amigas como vosotras. Pero, de todas maneras, solo tendré que evitar ir a las que toquen.
—Sí, es un buen plan —dice Marina— pero creo que pudo coger la matrícula de tu coche.
—Mierda —dice Irene ante el comentario de Marina.
Frunzo el ceño. ¿Sería posible que cogiera el número de la matrícula? Sí, sería más que probable, además, esa cafetera oxidada es bastante característica, si es un coche con dos letras.
—Cruza los dedos, estaba oscuro… ¡Bah! Imposible —digo, levantándome de la mesa—. Y no pienso perder un minuto más de mi tiempo pensando en ese tipo.
No, no pensaré más en él. Ahora me dedicaré a lo que ha sido mi obsesión durante los últimos meses, recuperar mi saxo y tocarlo para algo más grande que ir de verbena en verbena. Tiene que ver mundo antes de volver a asentar mis posaderas en la isla. Porque reconozcámoslo, un mallorquín morirá en Mallorca.
Desde la cocina abierta miro la mesa frente a los sofás donde dejé el estuche la noche anterior. Está abierta porque me adormecí sentada en el sillón, observándolo.
Miro el saxo, su maravillosa funda sigue en la mesa y en contra de mi voluntad siento algo de remordimiento.
Una imagen aparece en mi mente.
Sonrío a mi pesar. Un hombre desnudo corriendo entre rastrojos en un descampado lleno de balas de paja seca.
El karma va a hostiarme. Lo sé.
¡Viernes!
Salgo del ensayo, llevo una sonrisa profident en la boca y es que, a pesar del apremiante calor, estoy de excelente humor. En mi mano derecha llevo bien agarrada el asa del estuche, dentro va mi saxo. El saxo de mi abuelo que hace una semana robé, quiero decir… que recuperé.
—¡Cristina, estás que te sales! —me digo a mí misma.
Hoy los pájaros cantan, y yo camino con mi vestidito estampado por la calle Blanquerna de Ciutat , con las rodillas al aire, como si de un camino de amapolas se tratara. Solo me falta dar saltitos a lo Heidi.
La calle peatonal está llena de terrazas a rebosar de turistas tomando refrescos y sol mediterráneo.
Respiro hondo y entono una canción que queda apagada por la algarabía que reina a mi alrededor.
Normalmente no estoy de tan buen humor para dar saltos, pero hoy no me importa parecer gilipollas. Estoy de buen humor, algo que me resulta ajeno. Supongo que después de un invierno de amargura casi había olvidado la sensación de que todo va a salir bien. La relación con mi padre va de mal en peor, nos vemos una vez al mes, en una cena obligada para que no me haga la vida todavía más imposible. Mi madre, por su parte, me ha abandonado para vivir la vida loca en Ibiza con sus bien superados cincuenta. Pero en estos días nada me importa. De hecho, no me importa que mi padre me obligue a cenar con su última esposa, una alemana que está más cerca de mi edad que de la suya y con la que se casó de improviso, porque aquella capilla tan mona al sur del Tirol estaba libre ese día que se fueron de vacaciones. ¡Paso de todos ellos!
¡Hoy nadie me amarga!
¡Estoy contenta!
Llevo agarrada el asa del estuche de mi saxo, con la otra mano me coloco bien la montura de mis gafas de sol. Miro al cielo y sonrío. Estoy monísima, me siento guapa y estoy feliz de volver a tocar tan bien como antes. Hoy he hecho la interpretación de mi vida.
¡Estoy preparada para la audición! Más que segura que con un poco más de esfuerzo mi grupo favorito no va a tener más remedio que aceptarme en sus filas. ¡Y entonces mi sueño se hará realidad! Y ya nadie podrá amargarme jamás.
Aún recuerdo la voz de Marina animándome después de haber compartido el anuncio de la banda.
—Cristina, tendrías que presentarte.
El sueño de mi vida. Tocar con mi grupo favorito de jazz. Formar parte de su gira europea. Un mes para la audición y sé que si sigo así, ese