Los cinco minutos del Espíritu Santo. Víctor Manuel Fernández

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Los cinco minutos del Espíritu Santo - Víctor Manuel Fernández Espiritualidad

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Convénceme, con un toque de tu gracia, de que la entrega generosa es el mejor camino.

       Hazme probar el júbilo de Jesús resucitado.

       Dame la potencia de tu gracia para que todo mi ser sea un testimonio del gozo cristiano.

       Me entrego nuevamente a ti, Espíritu Santo, para servir a Jesús en los hermanos. Quiero estar bien dispuesto para lo que tú quieras y como tú quieras, para enfrentar cualquier desafío e iniciar nuevas etapas.

       Ven Espíritu Santo. Amén.”

      19 Hoy la Iglesia celebra lo que el Espíritu Santo hizo en San José, porque toda la belleza de los santos es obra del Espíritu Santo.

      San José nos muestra cómo el Espíritu Santo puede transformar la sencillez de nuestra existencia cotidiana y hacer algo grande en medio de lo oculto y de lo pequeño.

      En el texto de Lc 2,39-51, la familia de Jesús aparece como una familia piadosa. Luego de explicar que “cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor” (2,39), dice también que “iban todos los años a Jerusalén a la fiesta de la Pascua” (v. 41). Ellos son un símbolo de los pobres de Yahvé, ese resto fiel que Dios usa como instrumento para hacer llegar la salvación a su pueblo.

      José es la figura masculina, reflejo de la paternidad de Dios, inseparable del signo femenino y materno de María. Por eso, la Virgen María no se entendería adecuadamente sin José.

      Por otra parte, celebrar a San José es sumamente importante para advertir hasta qué punto Jesús quiso compartir nuestras vidas. Él no quiso vivir entre nosotros como un ser extraño, aislado de la vida de la gente. Prefirió tener una familia, depender como todo niño y adolescente de un varón que hizo de padre, y someterse a él. De ese modo, también se integraba en una familia más grande y en su pueblo. Es interesante notar que el Jesús adolescente podía ir y venir entre la caravana de su pueblo un día entero (2,44). Nada de aislamiento de los demás. Era uno más, “el hijo del carpintero” (Mt 13,55).

      Pidámosle al Espíritu Santo que nos enseñe a vivir con profundidad la sencillez de la vida de todos los días, como la vivió San José.

      20 “Espíritu Santo, toma mis ojos. Mis ojos tentados por la curiosidad. Mis ojos que juzgan y condenan, que controlan, que envidian. Incapaces de contemplar la verdad sin miedo. Toma mis ojos, y conviértelos en admiración, ternura, disculpa, compasión. Coloca en ellos la mirada de Cristo.

       Espíritu, toma mis oídos, que sólo escuchan lo que les conviene, o que se atontan escuchando todos los ruidos del mundo. Mis oídos cerrados al hermano, incapaces de escuchar la Palabra que invita al cambio. Toma mis oídos y conviértelos, para que sean acogedores, y escuchen con amor al hermano; llenos de sensibilidad, de apertura, atentos a la voz del buen Pastor, sensibles al susurro amable de Cristo.

       Espíritu Santo, toma mi boca, usada muchas veces para reprochar, ironizar, criticar, mentir, para quejarse, para murmurar. Tómala Espíritu, y conviértela en un lugar de canción, de aliento, de perdón. Hazla capaz de decir la palabra justa, el consejo justo, las palabras fecundas de amor sincero, las palabras que diría Cristo. Y ábrela en un himno de alabanza al Resucitado.”

      21 “Espíritu Santo, toma mis manos, que buscan poseer, dominar, que se cierran egoístas, que se aferran a los ídolos. Tómalas Espíritu, y conviértelas en caricia, servicio, sanación. Extendidas en ofrenda, abiertas para dar, elevadas para adorar, como las manos de Cristo.

       Espíritu, toma mis piernas, a veces paralizadas, otras veces en camino hacia el mal, trepando hacia el poder y la gloria vana, o dando vueltas y vueltas, incapaces de avanzar. Conviértelas en valentía, en marcha decidida, en camino hacia el otro, en búsqueda, como las piernas de Cristo.

       Espíritu, toma mi corazón, que se deja engañar y atrapar por tantos afectos torcidos, que se asfixia entre tantos deseos que lo dejan vacío y ansioso, que se endurece para que no le quiten nada, que se llena de criterios mundanos, que se vuelve negativo, duro, calculador. Tómalo Espíritu Santo, y conviértelo en ternura, en compasión, en libertad. Hazlo hambriento de Cristo, sediento de su amor, y capaz de amar como él al más pequeño, al más simple, al más pobre.”

      22 El Espíritu Santo es el amor que une al Padre y al Hijo, y por eso es el que realiza también la unidad entre nosotros. Él es quien derrama el amor en nuestros corazones (Rom 5,5) para que podamos amar de verdad, construir puentes sobre los ríos que nos separan, destruir las barreras que nos dividen.

      Es importante darse cuenta de la relación tan íntima que hay entre el Espíritu Santo y cada acto de amor que nosotros hacemos. Cuando estoy amando a un hermano estoy haciendo una experiencia de la Persona del Espíritu, estoy poseyéndolo y gozando de un modo particular a ese Amor que es el término infinito de esa inclinación de amor que hay entre el Padre Dios y su Hijo.

      Es difícil entenderlo, pero es maravilloso tratar de vivirlo, reconocer la proyección infinita que tiene un solo acto de amor sincero.

      23 El Espíritu Santo no sólo habita en la intimidad de cada ser humano. Él habita en la Iglesia entera. El amor es el vínculo perfecto de la unidad del cuerpo místico, y es el dinamismo del amor el que crea esos lazos misteriosos que hacen de un conjunto de individuos un solo cuerpo místico. La obra del Espíritu en el corazón de los hombres, a través del don del amor, posee un dinamismo eclesial, comunitario, popular. Por eso la Escritura pone en estrecha relación al Espíritu con el cuerpo místico fecundado por él (1 Cor 12,13), o con la Iglesia-esposa (Apoc 22,17). Pero además, la Escritura relaciona explícitamente al Espíritu con la “comunión” fraterna (2 Cor 13,13) y con la unidad (Flp 2,1; 1 Cor 12,3; Ef 4,3-4).

      El Espíritu, modelo ejemplar de nuestro amor, es el término del amor de dos Personas, es la inclinación en que culmina el amor del Padre y del Hijo. Por eso, el dinamismo del amor en el corazón del hombre, necesariamente mueve a buscar la comunión con los demás.

      Pero si nosotros nos resistimos al encuentro con los demás y nos aislamos en nuestros propios intereses, terminaremos expulsando al Espíritu Santo de nuestras vidas, y nos quedaremos terriblemente solos por dentro.

      24 El Espíritu Santo también nos ayuda a descubrir que no somos dioses, que no somos el centro del mundo, que no vale la pena vivir cuidando la imagen y alimentando el orgullo. La verdad es que somos muy pequeños y pasajeros, y que no vale la pena gastar energías detrás de la vanidad o de la apariencia. Nuestro valor está en ser amados por Dios, no en la opinión de los otros.

      Por eso los sabios son humildes, los que se dejan llenar por el Espíritu Santo son sencillos y no se dan demasiada importancia: los verdaderos santos son humildes.

      Porque el Espíritu Santo no puede trabajar en los corazones dominados por el orgullo. Están tan llenos de sí mismos que allí no hay espacio para el Espíritu Santo; están tan ocupados cuidando su imagen que no tienen tiempo para abrirse a la acción divina.

      Pero la humildad que infunde el Espíritu Santo no es la tristeza de las personas que se desprecian a sí mismas. Es la sencillez de quien se ha liberado del orgullo, y entonces sufre mucho menos. No tiene que preocuparse tanto por lo que digan los demás, y eso se traduce en una agradable paz, en una sensación interior de grata libertad.

      25 Hoy celebramos la anunciación del ángel a María. Esto significa que estamos celebrando el momento en que el Hijo de Dios se hizo hombre en el vientre de la Virgen santa.

      Pero

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