El color de su piel (versión latinoamericana). John Vercher
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Читать онлайн книгу El color de su piel (versión latinoamericana) - John Vercher страница 3
Bobby descartó ese pensamiento y estiró la mano para recibir las llaves. Subieron a la camioneta. Cuando se inclinó para ajustar el asiento, su mano rozó algo áspero. Extrajo un ladrillo, roto en los bordes.
—¿Te enseñaron albañilería en la cárcel? —Bobby forzó una risa, pero Aaron no sonrió. Tomó el ladrillo y lo apoyó en el suelo junto a las cervezas—. En serio. ¿Para qué es eso?
—¿Recuerdas el bate pequeño que guardaba debajo del asiento para cuando las cosas se ponían jodidas? —Bobby asintió—. Había muchos de estos ladrillos rotos en un contenedor de basura afuera de la prisión, así que tomé uno. No todos aquí se pondrán tan contentos de verme como tú.
—Sí, claro, lo entiendo, supongo. Pero, ¿un ladrillo?
—Hasta que consiga un arma, sí.
—De acuerdo, tipo duro —dijo Bobby. Rio, pero Aaron permaneció en silencio. Cerraron las puertas y Bobby arrancó la camioneta. Aaron se llevó las rodillas al pecho. El espacio estrecho en el vehículo lo obligaba a retraerse como una tortuga. A pesar de su corpulencia, la piel tatuada y las cicatrices, era un nudo de ansiedad. Estaba asustado.
—Hermano, no estabas bromeando, ¿no? ¿En serio estás bien?
Aaron se estiró para encender la radio. Bobby sintió que sus oídos se tensaban y se armaban de valor para el hip hop de bajos fortísimos con el que a Aaron le encantaba torturarlo cada vez que lo llevaba a la escuela.
En vez de eso, una música clásica se filtró por los parlantes. Aaron se soltó las rodillas. Dejó de comerse las uñas y se relajó en el asiento. Bobby lo miró de reojo. Aaron se rio.
—Ya, ya —dijo.
—Mira, si hay algo que quieras contarme… —aventuró Bobby.
—Tranquilo. Hay una razón, te lo juro.
—No puedo esperar a escucharla.
Bobby meneó la cabeza y tomó McKnight Road. La nieve ligera se deslizaba de acá para allá detrás de los coches frente a ellos como serpientes fantasmas y el calor del desempañador hacía que los limpiaparabrisas se arrastraran y gimieran contra el cristal. Se detuvieron en un semáforo y la pieza musical terminó. La estación de radio pública emitió una noticia de último momento.
—Estoy tan harto de este juicio —declaró Bobby—. Ni siquiera tengo televisor y aun así no puedo escapar de él. —Aaron soltó una risita y siguió mirando por la ventana—. Quiero decir, deberías oír a los tipos en la cocina, jurando que no es culpable. Como si fueran a ganar algo si lo hallaran inocente. Es una locura. —Miró a Aaron, a la espera de una respuesta, pero nada—. Ah... ¿ahora te quedas callado? Será mejor que digas algo, porque en este momento siento que te vas a volver loco y me vas a matar, como el Coronel Mostaza, con un ladrillo, en la camioneta roja.
Aaron volteó hacia él y entrecerró los ojos.
—¿Crees que te lastimaría?
—No, no, estoy bromeando. O algo así. Es que ya estás medio borracho, lo cual es genial, deberías estarlo, totalmente, pero estamos escuchando esta música de mierda, vieja y triste, y tus brazos son tan grandes como mis piernas y ni siquiera hablas como hablabas antes y, carajo, hermano, no sé qué pensar.
—¿Cómo hablaba antes?
—No jodas, hermano, toda esa jerga para hacerte el negro. Tú sabes.
—Sí, lo sé —concedió. Infló las mejillas y exhaló a través de los labios fruncidos—. Bien, entonces, la música. Cuando entré, me mandaron a la biblioteca. Te acuerdas lo flaco que era. Después de…
Se interrumpió. Bobby apartó la vista del camino y se volvió. Las luces de un coche en el carril contrario iluminaron el rostro de Aaron. Sus ojos estaban húmedos y brillaban.
—Después de lo que pasó, pensaron que estaría más seguro trabajando allí. Había una sección donde podías escuchar CD. Aunque solo música clásica. Nada agresivo. Nada metálico. Decididamente nada de rap. Pero más tarde leí en unos de los libros ahí…
—¿Lograron que leyeras? Tal vez no fue tan malo para ti después de todo —comentó Bobby y le dio un golpe en el hombro. Aaron no le devolvió la sonrisa y Bobby carraspeó.
—Me enteré de que mucha de esta mierda causó disturbios la primera vez que la tocaron. Qué loco, ¿no?
Algo nuevo en su voz, un quiebre casi imperceptible, una ligera vacilación, hizo que a Bobby no le gustara el rumbo que estaba tomando la historia. Asintió con la cabeza para responder la pregunta de Aaron y anheló el silencio del cual acababa de quejarse.
—¿Qué podía hacer? —continuó Aaron—. Era apenas un chico muerto de miedo. No dormía y cuando empezaba a desmayarme por el agotamiento, el más mínimo sonido me sobresaltaba. Así que me buscaba un rincón entre las estanterías de libros y escuchaba la música una y otra vez hasta que tenía que regresar a mi celda. Y esperaba que llegara el fin de la semana para verte. —Comenzó a moverse con nerviosismo y abrió otra botella de cerveza. La acabó en cinco tragos rápidos—. No me llevó mucho tiempo memorizar los movimientos de las piezas. Diez mil repeticiones, ¿verdad? Debo haber duplicado eso. Empecé a tararear las melodías para mí mismo para intentar dormir. La primera vez que funcionó, la noche en que dormí mi primera hora de sueño ininterrumpido, fue la noche antes de que me visitaras —precisó.
Se detuvo. Retorció las manos alrededor de la botella de cerveza como si fuera un paño mojado.
—La primera vez fue solo una paliza. Por eso me mandaron a la biblioteca. Pero la noche antes de que me visitaras, Bobby, traté de defenderme, te prometo que traté, pero el tipo era muy fuerte. Me golpeó la cabeza contra la pared de la celda una y otra vez y mi cuerpo decidió dejar de cooperar. Al menos conmigo. Lo único que pude hacer fue que la música en mi cabeza sonara lo más fuerte posible para ahogar los sonidos. No funcionó. Sin embargo, más tarde en la enfermería, me sirvió. Mientras me cosían, mi cerebro se empeñaba en hacerme revivir lo que este tipo me había hecho y en recordarme que me había dicho que esto era apenas el principio, que los demás tendrían su turno después de que él me hubiera amansado. Así que tarareé mientras la médica me atendía. Recuerdo cómo me miraba, como preguntándose cómo podía cantar después de todo aquello. Fue lo único que evitó que me abriera las muñecas con los dientes que me habían quedado.
Bobby dobló las manos alrededor del volante y parpadeó para mitigar el ardor en sus ojos. No podía quitarse de la cabeza la vívida imagen de la violación de Aaron. Lo recordaba al otro lado de la ventana de visitas, apenas unas horas después del incidente, y ahora entendía por qué Aaron nunca había querido que volviera. Le habían roto mucho más que la cara.
—Aaron —murmuró—. Lo lamento mucho.
—¿Tú me pusiste en esa celda? —Bobby meneó la cabeza—. Entonces no lo lamentes. —Aaron se volvió nuevamente hacia la ventana, y Bobby estiró una mano para tocarle el hombro, pero luego la retiró, sin estar seguro de por qué había hecho ninguna de las dos cosas.
Aaron