El color de su piel (versión latinoamericana). John Vercher
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—¿Tareas? —preguntó Bobby—. ¿A qué te refieres?
—Tu apellido significa “de tez morena” en siciliano —acotó Aaron—. ¿Sabías eso?
“¿De qué diablos hablaba Aaron? ¿Quién le daba tareas?”.
Aaron abrió su última cerveza. Bobby aceleró.
La camioneta atravesó Duquesne a toda velocidad y Bobby observó el funicular más allá del río. Las vías estaban iluminadas por una fila de bombillas blancas a cada lado. Nada de esto encajaba. Había imaginado el día en que Aaron saldría de prisión muchas veces, pero la escena en su cabeza había sido diferente. Retomarían el viejo ritmo enseguida. Bobby se burlaría de los cómics de DC. Aaron se burlaría del universo Marvel. Disfrutarían de su odio mutuo por los cómics Image. Bobby jodería a Aaron por su gusto de mierda para la música. Aaron se burlaría del gusto de mierda de Bobby para vestirse. Compararían sus vidas familiares de mierda. Recuperarían los tres años. Felicidad instantánea, con solo añadir agua.
Bromeaban y se reían, pero sonaba hueco, mal. Aaron estaba diferente, y el cambio iba más allá de lo físico, de lo muscular. Eso era lógico. Incluso más allá de la música, los tatuajes y la forma en que hablaba, algo mitigaba esa luz que siempre había irradiado. Sus sonrisas eran tensas. Como si no estuvieran permitidas.
Bobby tenía que cambiar eso. No importaba lo que le había pasado, su mejor amigo había vuelto a casa. Aaron todavía necesitaba su ayuda, pero no como cuando eran chicos. Esto era diferente. Bobby no sabía si podría arreglarlo. Tomaron por la avenida Forbes. La Catedral del Conocimiento se alzaba como un faro en la distancia.
—¿Adónde vamos? —preguntó Bobby.
—Ah, mierda, sí, North Oakland —respondió Aaron—. Tengo que encontrarme con alguien esta noche.
—¿Acabas de salir y ya volviste a lo mismo?
—No, no se trata de eso. Le prometí a alguien que iría a ver a alguien. Y que me quedaría un tiempo con él.
—Entiendo, quedarte conmigo y con mi mamá en Homewood no estaría a la altura de tu estilo. Aunque te reconozco que en comparación, una celda parecería un hotel cinco estrellas. —Aaron rio—. ¿Qué quieres hacer entonces, hermano? No tenemos que ir allí ahora, ¿no? ¡Acabas de salir!
—Me muero de hambre. Ah, carajo. Vamos al gran O.
Bobby emitió un gruñido. Aaron sabía que él odiaba Hot Dog Original. Era el único lugar abierto después de que cerraban los bares. Universitarios borrachos y los pandilleros de los barrios cercanos se juntaban allí a comprar botellas de alcohol de litro, pizzas de cinco dólares y bolsas de papas fritas grasientas tan grandes como la cabeza de un hombre adulto. Pero las calles de Oakland estaban casi vacías. Los universitarios se habían ido a casa para las vacaciones de primavera. Era el último lugar al que Bobby quería ir, pero Aaron parecía muy entusiasmado. Le encantaba la comida del lugar, en especial cuando estaba borracho, que lo estaba, y Bobby se imaginó cuánto la disfrutaría esta noche en especial.
—Carajo. Está bien.
—¿En serio? —inquirió Aaron.
—Sé que me voy a arrepentir, pero sí, vamos. Tú lo dijiste, ¿cuántas veces va a salir mi mejor amigo de la cárcel? Aunque las papas fritas van a estropear tu nuevo cuerpito de nena.
—¡Vete al carajo! —respondió Aaron. Su sonrisa ahora era grande, sus ojos intensos y brillantes.
Bobby aparcó sobre la calle Bouquet, a menos de media cuadra de la esquina donde quedaba O. La luz del cartel de neón iluminaba la camioneta y los bañaba en color rojo. Aaron abrió la puerta, pero Bobby no se movió.
—¿Qué haces? —preguntó Aaron.
—Hace un frío de cagarse —respondió Bobby—. Ve a buscar la comida, te esperaré acá con el motor encendido.
—De acuerdo. Mientras esté ahí, veré si en el baño tienen toallitas para tu conchita.
—Vete a la mierda. —Bobby forzó otra risa y apagó el motor.
—Así me gusta.
El aire en el interior del local era tan apestoso como el aspecto de los baños. Por mucho que quisiera hacer esto por Aaron, el sentido arácnido de Bobby se había activado y quería volver a la camioneta más que antes. De pronto entendió por qué.
Dos jóvenes negros estaban sentados a una mesa cerca del mostrador. Uno tenía la cabeza gacha y parecía desmayado; había una botella de más de un litro vacía junto a su brazo. Llevaba un gorro de lana azul y un abrigo grueso del mismo color, un uniforme que Bobby conocía demasiado bien en Homewood. El otro se llenaba la boca de papas fritas y sorbía un refresco de un vaso de plástico extra grande. No iba vestido con colores. Apenas un jersey café con una capucha forrada y jeans azul oscuro. Parecía más joven que Bobby y que Aaron, pero los miró a ambos fijamente en cuanto entraron. Bajo las luces fluorescentes, Bobby vio con claridad por primera vez esa noche lo que sin duda el chico también había visto.
Los tatuajes de Aaron.
Dos rayos en los hombros. Un Águila de Hierro en la unión de las clavículas.
Telarañas en ambos codos.
—Carajo… —susurró Bobby para sí mismo.
Bobby se quedó quieto detrás de Aaron mientras este hacía el pedido en la caja registradora. Oyó cómo el chico de la mesa hacía un gesto de asco.
—Hay unos cuantos idiotas aquí esta noche —dijo. Bobby fingió no oír y lanzó una mirada que creyó furtiva por encima de su hombro. El chico lo miró a los ojos antes de que él volviera la cabeza—. Sí, me estás oyendo —agregó.
Bobby clavó la mirada en la espalda ancha de Aaron. Aaron no había escuchado o no le importaba, y seguía haciendo el pedido.
—¿Dónde te hiciste esas telarañas, eh? —preguntó el chico a Aaron—. En la cárcel, ¿no? Supongo que eres un tipo duro.
Aaron volteó para mirar a Bobby y sonrió.
“No sonrías, por favor, no sonrías. ¿Por qué carajo estás sonriendo?”.
Tocó el estómago de Bobby con el dorso de la mano.
—Tengo que mear —dijo—. Ya vuelvo.
—¿Qué? No —respondió—. No te vayas, no te vayas, no te vayas… —Pero Aaron se marchó. El viejo detrás del mostrador llenó con papas fritas blandas una bolsa blanca hasta no poder cerrarla y la salpicó con manchas de grasa translúcidas. Bobby echó miradas rápidas por sobre su hombro para ver si el chico seguía mirando.
Lo hacía. El chico a su lado permanecía semiinconsciente, pero se movía. Aaron regresó del baño en el momento en que el viejo acercaba la pizza y las papas por el mostrador.
—¿Estamos? ¿Podemos irnos ya? —preguntó Bobby.
—¿Qué,