Récord de permanencia. Gabriel Insausti Herrero-Velarde
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El caso es que no cuesta mucho esbozar una crónica de la intrahistoria del lugar, sólo con la imagen del paisaje. Están los molinos, sí, pero también la autopista y el túnel que atraviesa el monte aledaño. Y la antigua carretera, por la que ya sólo van los vecinos de los pueblos del valle, serpenteando monte arriba hasta el puerto. Y el desmonte, en la falda de la sierra, cerca de donde se encontraba la mina de Potasas, que daba de comer a media comarca y que cerró hace años. Y esas pequeñas hondonadas de los campos, que delatan el punto donde una vieja galería, tras años de abandono, se derrumbó. Y el pinar que plantaron en la ladera, y que cruza una pista de la serrería, por donde se oye a veces el runrún de un par de motociclistas que pasan el domingo aturdiendo los oídos del vecindario. La microhistoria de un lugar, en unos pocos rasgos.
A veces, cuando uno es lo bastante viejo, se topa con uno de esos lugares que puede reconocer todavía, pero bajo cuya máscara de hoy aún se recuerda el rostro de ayer. Sucede sólo si se han conocido de niño esos paisajes sin autopistas ni molinos, sin carreteras ni pinares, sin minas ni motocicletas, cuando estaba el mundo mondo y lirondo. Entonces esa crónica procede a una enumeración exhaustiva y parece que, con sólo nombrar esos hitos, esas novedades, desaparecieran de la vista, se volatilizaran ante nosotros.
Eso, más o menos, hacía José María Ascunce en los sesenta, setenta y ochenta, cuando pintaba estos paisajes terrosos, de suaves ondulaciones en las que una nube proyecta una sombra, o el crepúsculo parece que va modelando mejor las formas. Sí, Ascunce iba pergeñando esos montes, esos campos, esas hondonadas, pero en el lienzo parecía que quitaba más que ponía: sus ojos eran capaces de ver el valle de antaño sin el polígono industrial de hogaño, la colina sin la urbanización... Su mirada hacía abstracción de esas cosas más puntuales, esas referencias que uno toma cuando mide las distancias, y se quedaba sólo con los volúmenes de la tierra, con esa orografía desnuda que pintaba en sus óleos, que son como una escultura del paisaje, de volúmenes muy bien construidos, donde la geología se hace estatua. En ellos todo queda cifrado en la posición relativa, en el orden de proximidad y lejanía, en el peso y la coherencia que tiene la composición, en los planos sinuosos por los que cae un cresterío hasta el valle, en la línea vacilante con la que un campo labrado limita con un cerro.
Si uno pudiera, iría por ahí con las gafas de José María Ascunce, que sirven para ver el mismo paisaje pero quitándole esos aderezos que, las más de las veces, lo afean tanto. Sería mirar y —flop flop— las cosas desaparecerían. Algunas, al menos. De hecho, el dominguero communis sabe que para cualquier paseo que se dé uno por los alrededores de la ciudad ha de pertrecharse siempre con esas gafas, si no quiere pasar un mal rato entre el centro comercial de turno y la autopista de marras: el paisaje es cada vez más un estado del alma y Amiel tenía pero que mucha razón al recordárnoslo. De un tiempo a esta parte lo que hay ahí es sólo el punto de apoyo para el paisaje, y nos toca a nosotros completarlo con nuestras gafas. El paisaje hemos de empeñarnos en hacerlo nosotros. Y es un trabajo agotador.
Aquel pintor que vivía en una mansión fastuosa, rodeado de un paradisíaco vergel, junto a una playa de arena blanquísima flanqueada por un picacho de fantasiosas formas, y que sin embargo sólo pintaba triángulos.
Encontró un paraíso. Paseó por los robledales y los hayedos sombríos, se acercó a la orilla de un arroyo a escuchar aquel borboteo eterno, contempló los roquedos sobre los que dibujaba todavía la nieve un hilo blanco. Pronto se dio cuenta de que su presencia arruinaría aquel lugar. De quedarse, tendría que construir una cabaña, y una carretera de acceso hasta ella, y talar un bosque para proveerse de leña, y… Decidió que era preferible que aquel valle de hermosura intacta subsistiera, aunque fuese sin él.
Tampoco pudo consolarse con verter su equívoca alegría, aquel hallazgo luminoso, en las palabras. ¿Por qué? Porque en caso de revelar a alguien el emplazamiento del valle este correría el mismo peligro. Se conjuró pues a guardarlo dentro de sí, como un preciado tesoro. Todas las noches acariciaba en sueños aquel lugar de privilegio que apenas había entrevisto un día y que sólo había servido para convertir su vida en una constante añoranza. Hasta que comprendió: para eso están los paraísos, para soñar con ellos, no para habitarlos.
Hoy ha empezado bien el día: he mirado por la ventana y el mundo, para mi sorpresa, estaba ahí.
Hay días en que no hay nada que decir. Y eso es precisamente lo que habría que decir, habría que zambullirse en ese vacío. ¿Vacío? No, inercia. Esa quietud, esa ausencia de todo lo noticioso, de cualquier cambio aparente, de excitación alguna, que constituye precisamente la médula de las cosas. O sea, su presencia. Su simple y mudo estar ahí. Y nuestro no saber qué hacer con ellas. Eso quizá hace más justicia a la realidad que mil tramas laberínticas con sus personajes y sus escenarios. Quién tiene, sin embargo, el coraje de asir esa inercia por las solapas y mirarla cara a cara.
Qué provocación, qué escándalo: esta mañana un hombre en su gabardina se ha detenido en medio de la calle, ha dejado su cartera de cuero sobado sobre el suelo y, durante un minuto, ha contemplado sin disimulo el cerezo en flor.
Si lo pienso, no sé qué me ha traído por la tarde hasta esta calle. Nada sobresaliente hay en ella: a un lado los aledaños del claustro de la catedral, un hospicio decimonónico y ya en ruinas y el edificio donde guardan los pasos de la Semana Santa las cofradías; al otro, soportales y balcones, en una sucesión irregular. Tampoco he de hacer recado alguno, ni se encuentran en esta calle comercios ni bares. Ni siquiera me conduce a ninguna parte, a ningún compromiso al que deba acudir. Nada. La calle Dormitalería hace quizá honor a su nombre y en ella nunca pasa nada. Sólo esa calma que parece que deja estar las cosas.
Quizá por eso, ahora caigo, me han traído aquí mis pasos, sin proponérmelo. Quizá porque el silencio es hospitalario, porque entre el bullicio constante de la ciudad, tan próximo que nos bastaría doblar la esquina y caminar dos manzanas para darnos de bruces con la muchedumbre, aquí el tiempo se remansa. Quizá porque a veces, más que lo que hay, lo decisivo es precisamente lo que no hay.
Dios se disfraza de rutina.
Salgo al balcón y encuentro el panorama que me acompaña desde hace años: los castaños, la muralla, el río que dobla el meandro perezoso, el rompecabezas de tejados rojizos del barrio de la vega. Un paisaje que es ya una costumbre, tanto que lo doy por supuesto. Y de pronto me asalta una idea: ¿y si al hacer tal cosa cometo el error que quisieron refutar tantos sabios? ¿Y si, pese al lienzo engañoso de ese hábito, nada de esto es cierto? ¿Y si fuese de otro modo, para mí desconocido, o no fuese en absoluto?
Cómo tener certeza, pues, de esta mañana. Cómo demostrar una nube, una colina, un reflejo en el agua. Recuerdo los ejemplos de los sabios y se me antojan como el empeño de un niño por encerrar el mundo, inerte, en la cajita de sus tesoros. Acaso lo que reclaman esas ramas, la piedra de la muralla, la barandilla sobre la que me apoyo, todo, no es pues demostración alguna, pienso entonces. Acaso nuestro modo de estar entre las cosas consista en algo parecido a echar a andar, sin saber adónde llevará el camino. Acaso, cavilo en el balcón, lo que vale la pena saber es siempre incierto.
A veces, ante una escena hermosa que contemplamos en nuestra