Después de final . Varios autores
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Estas alineaciones políticas se vieron de manera más evidente en los mencionados circuitos underground, en los cuales parte de la gestión respondía a las posturas de los músicos y sus seguidores. Desde esta perspectiva, no solo el mantenimiento sino el fortalecimiento de los circuitos no comerciales constituyó una forma de resistencia al establecimiento del rock como industria.
Coda
La reemergencia del rock en los ochenta y su consolidación en los noventa permite evidenciar la configuración de los jóvenes que, si bien en principio no tenían intenciones políticas, encuentran en la música el intersticio para hacerse visibles y constituirse en sujetos políticos.
Los ochenta significaron el renacer del rock como espacio de creación, producción y consumos juveniles que había desaparecido del panorama de los medios comerciales ante el embate de la música tropical a mediados de los setenta. La permanencia de algunos músicos y una muy reducida audiencia otorga al rock una connotación de clase, por cuanto se reduce a unos sectores y públicos muy particulares de Bogotá: las clases altas con el pop-rock en el norte y, por el otro, los punkeros y los metaleros del sur.
La llegada de los noventa significó una apertura en la escena creadora del rock, en la que la clase media comienza a tomar una gran presencia. Aparecen géneros como el ska y el llamado rock alternativo, que fungió como elemento aglutinador que permitió explorar nuevos sonidos y llevar a cabo apuestas musicales y estéticas que en otro momento habrían generado mucho ruido entre los jóvenes de Bogotá, pero que a la vez posibilitó girar la mirada de los creadores hacia otros lugares diferentes de la escena local o nacional; comenzó a hablarse de managers y de gestión, como elementos clave para la difusión.
De igual manera, los noventa llegaron con la oferta de espacios facilitados por el sector público, para la exposición del rock en todas sus manifestaciones: música, estética y política. Ello condujo a la profesionalización de la música en tanto producto cultural, la consolidación de una escena que implicó la emergencia de gestores que se encargaran de la consecución y movilización de recursos, para hacer posible la exposición de estos productos. Sin embargo, quizá, de manera simultánea al reconocimiento del otro en la Constitución Política de 1991, en la escena rockera surgen otras manifestaciones, con estéticas distintas y, en algunos casos, antagónicas (Salazar, 1998), que la literatura en su momento definió subculturas (Pulido, 2014), culturas juveniles (Reguillo, 1997, 2000), tribus urbanas (Pere-Oriol y Pérez, 1996), siguiendo la línea trazada por Mafesolli (1990), o identidades, como se manifiesta en los trabajos de De Garay (1996) o Serrano (1996). Estas configuraciones coinciden en la juventud como un escenario de sujeto político, con términos de diversidad de manifestaciones, representaciones y espacios de significación que ve en el rock un escenario de participación y ventana de expresión de su subjetividad, dentro de un contexto de negación ante una existencia, en general, considerada como problemática.
A lo largo de las dos décadas observadas, se evidencia la manera como el rock, más allá de su valor estético, deviene una herramienta importante que potencia la participación de los jóvenes dentro de la sociedad. En una primera instancia, a principios de los ochenta, por medio de prácticas que reproducen lo que viene de afuera, cuya intención consistió, principalmente, en hacerse visibles en los medios comerciales. Sin embargo, entrados los noventa, se evidencia un mayor interés por parte de los músicos y sus seguidores en tanto audiencias, por hacerse visibles en escenarios que trascienden lo comercial, en el que pueden generar prácticas de proyecto (Vega y Pérez, 2010), manifestadas con la emergencia de espacios auspiciados por el sector público, principalmente. Alterno a esto, se fortalecieron los llamados circuitos underground como espacio de la resistencia desde la que jóvenes autodefinidos como punkeros o metaleros encuentran los elementos para interpelar el contexto social en el que se enmarcan. Espacios que se mueven bajo otras lógicas estéticas y de consumo, en los que se hacen visibles prácticas de intercambio propias de la economía solidaria y la colectivización.
Con el rock el joven reclama presencia y participa de la esfera pública, así como interpela una sociedad que los mira con suspicacia, pero que a la vez los instrumentaliza dentro de un sistema de consumo. De esta forma, el rock se constituye en una más de las fases de ese subsistema cultural y sus representaciones simbólicas. Su apropiación es el desarrollo de un habitus (Bourdieu, 1998), pues trasciende el aspecto netamente musical y la relación creadora-audiencia, para introducirse en los ámbitos estético y discursivo, y manifestarse a través de comportamientos colectivos que determinan el ser o hacer parte de un grupo particular de personas con semejanzas y afinidades.
Veinte años después, el paisaje del rock es diferente. El incipiente movimiento de los noventa condujo a importantes transformaciones en las dinámicas de la vida del joven en Bogotá, pero, por otra parte, las dinámicas de producción y consumo de música, así como la difusión de esta, imperantes en el siglo XXI, llevaron a una profesionalización de los productos, a una sofisticación enorme en los sistemas de gestión y de visibilización de estos, aunque redujo la participación y los espacios de interacción entre el creador y el consumidor de rock como producto.
Referencias
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