La zanahoria es lo de menos. David Montalvo

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La zanahoria es lo de menos - David Montalvo

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postura más fácil, ya que no te pide que tomes ninguna responsabilidad y, por lo tanto, se antoja un hábito tremendamente cómodo.

      Sin embargo, al ser una postura pasiva, tampoco te mueve hacia ningún lado, solo te mantiene en ese círculo vicioso interminable de búsqueda de culpables o explicaciones, apelando siempre al pasado con mentalidad acusatoria y sin duda rencorosa, aunque no haya culpables reales. Desde luego que los resultados no son nada agradables ni positivos.

      Quienes asumen el papel de víctimas buscan en otros lo que ellos mismos no han podido solucionar. Creen que sus padres y sus infancias difíciles son los causantes de sus desgracias del presente, o sus exparejas son las responsables de que ellos no logren encontrar el amor, o sus jefes odiosos que no valoran el increíble trabajo que realizan.

      Es autocompasión, en muchos casos válida pero mal entendida, porque al sentir lástima por ellos mismos buscan protagonismo y aceptación del exterior, cuando el principal rechazo radica en su interior.

      La paradoja es que esa compañía y atención que busca la persona que vive con este hábito suele llegar, pero de manera momentánea, porque al ser una actitud tóxica los demás tarde o temprano, al darse cuenta de ello, se alejan con justificada razón.

      Puede parecer un hábito más ajeno de lo que realmente es. La verdad es que es algo con lo que también nos topamos a diario en situaciones muy típicas.

      Por ejemplo, cuando un oficial de tránsito nos levanta una multa por una falta que cometimos al conducir y buscamos justificaciones y decimos que todos son corruptos y que solo buscan generar multas para enriquecerse. O cuando criticamos a los políticos por sus múltiples fallas, desde nuestro juicioso lente, y creemos que ninguno merece estar en donde está, y que nosotros podríamos hacerlo mejor. Cuando algún automovilista no nos deja pasar para cambiar de carril y le queremos decir un par de improperios por su falta de amabilidad, si bien nosotros mismos no somos conductores amables ni modelo. Cuando el maestro de nuestro hijo no le da la mejor nota por su desempeño, y comenzamos a criticar el sistema educativo, sin aceptar que tenemos un vástago poco aplicado. Cuando nuestro jefe directo no reconoce alguna de nuestras labores y despotricamos contra lo mal que nos trata la empresa. Hay una carencia total de autocrítica y solo una visión de queja frente a todo y contra todos.

      Recuerdo que, antes de impartir una de mis conferencias, me encontraba detrás del escenario a punto de entrar, y una persona que estaba ayudando en la organización del evento se me acercó y me dijo: «No tengo el gusto de conocerle, pero pues a ver si es tan bueno y sí logra motivarme, porque yo estoy muy mal. Soy un buen reto para usted».

      A esta persona le contesté: «Temo decepcionarte, pero como para mí cada quien se motiva solo, no puedo hacer nada si tú no te lo permites. Tampoco hago milagros. De hecho, el reto es tuyo, no mío».

      Esta persona es otro ejemplo claro de víctima: aquella que avienta la pelotita a otros para que solucionen sus propios problemas.

      Quienes viven este hábito tienen una extraordinaria memoria… para lo que les conviene, claro. Nunca olvidan una ofensa o un mal trato, porque recordar con lujo de detalle lo que otros hicieron o, aparentemente, «les hicieron» es lo que alimenta su postura de víctima.

      Tienen una deformación clara de la realidad que incluso puede rayar en lo paranoide.

      Un hábito que, sin lugar a dudas, produce acidez emocional.

       Cuarto hábito: el drama

      Cuenta la tradición sufi que iba la peste camino a Bagdad cuando se encontró con un pastor. Él le preguntó a dónde iba. La peste le contestó: «A Bagdad, a matar a diez mil personas». Después de un tiempo, la peste volvió a encontrarse con el pastor, quien muy enojado le dijo: «Me mentiste. Dijiste que matarías a diez mil personas y mataste a cien mil». Y la peste respondió: «Yo no mentí, maté diez mil, el resto… se murió de miedo».

      Eso es el drama: la distorsión de la realidad, una visión borrosa de las cosas en donde los sucesos se magnifican y se manipulan, creando fantasías basadas en el miedo y la tragedia. «Los hechos nos afectan no por lo que son en sí mismos, sino por lo que pensamos acerca de ellos», dijo Gurdjieff, el escritor armenio.

      Como lo menciono en mi libro Los elefantes no vuelan, algunos que se topan con un pequeño e inocente elefante llegan a creer que están observando a un gigantesco mamut dispuesto a aplastarlos en cualquier momento.

      La mente puede ser la mayor guionista de telenovelas de la historia, comenta T. Harv Eker, autor de Los secretos de la mente millonaria. Somos capaces de crear situaciones que nunca han pasado y que tal vez ni siquiera sucedan.

      Nos las creemos, inventamos personajes, les ponemos adjetivos, imaginamos finales fantasiosos y hasta los aderezamos con detalles traumáticos. De verdad que a veces esos relatos sobrepasan lo que vemos en la televisión o en el cine.

      Cuando uno vive en el drama solo le da más poder a sus pensamientos para seguir navegando en la tristeza. Pareciera que si nacieron pobres tienen que seguir siendo pobres; si algunos parientes han tenido problemas de alcoholismo, depresión o suicidio, ellos terminarán igual. Si siempre han tenido problemas, deben seguir teniéndolos. Como si fuera una maldición de la cual es imposible escapar.

      Muchas personas que tienen este hábito piensan que si cortan la parte que no les ha gustado de su vida dejarán de ser ellos mismos y ya nada sería igual. Y por tal razón no desean cambiar. Prefieren quedarse en el papel dramático.

      El drama no es un invento reciente. Lo empezamos a escuchar desde que éramos niños. Esa mezcla de tragedia y comedia ha existido desde siempre, y miles de seguidores, patrocinadores y propagadores se han dedicado a difundirla.

      Mi madre me contaba que en sus épocas de juventud, cuando alguien reía mucho era común espetarle el refrán: «Si ríes mucho hoy, mañana llorarás». O bien, al sentirse felices, muchos pensaban que «La caída será muy fuerte» y «La vida nos la cobrará.»

      Ni siquiera se daban oportunidad de vivir un momento agradable porque ya estaba puesta la carta sobre la mesa que pronosticaba más y más drama al día siguiente, por lo que no era muy difícil familiarizarse con esa actitud. Lo peor es que muchos aún siguen viviendo con esa programación.

       Nos enseñaron que si las cosas estaban bien, tarde o temprano tendrían que estar mal. No todo podía ser perfecto. Y si estaban mal, nos recordaban con profunda tristeza cómo en algún momento estuvieron bien. Recuerdo la frase: «Todo tiempo pasado fue mejor». Nunca se vivía aquí y ahora. El punto era no sentirse plenamente satisfecho.

      Algunos observaron al papá llegar cansado, ajetreado y fastidiado del trabajo, y asociaron la labor con una pesada carga. Otros se daban cuenta de las cuentas por pagar, de cómo papá le gritaba a mamá o de lo difícil que era vivir en pareja. El pan de cada día, para muchos, eran la queja y la angustia.

      Que si no hay trabajo, que si la crisis, que si todos son corruptos, que si el jefe no da el aumento, que si todos los ricos son malos, que tienes que sufrirle para lograr algo, entre otros, eran los reclamos que se hacían, por desgracia, demasiado normales en sus conversaciones.

      El hábito del drama es la venda en los ojos y las cadenas en las manos que nos impiden sentir u observar lo bueno de la vida; solo nos deja libre la boca para poder criticar y quejarnos, sin ni un ápice de sentimiento positivo o placentero. Los colores se vuelven grises y la alegría se torna desasosiego.

      Y

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