La belleza del mundo. Cory Anderson

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La belleza del mundo - Cory Anderson La belleza del mundo

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Portada Página de título

      A Brady y Kate,

      quienes me mostraron qué poner en mi corazón

      Mi vida se ha desteñido en fragmentos flotantes en blanco y negro, pero recuerdo los minutos con Jack en colores, en una vívida bruma de rojo, amarillo y azul. Cosas sensoriales. El sonido de su voz. Su olor, como un bosque en invierno. Lo veo acostado a mi lado con la luz de la luna reflejada en su rostro. Su mano sostiene la mía, y siento la calidez en todo mi ser, a pesar del frío. Siento su aliento en mi piel.

      No olvido esas cosas.

      Le dije a Jack que se mantuviera lejos. Él te hará daño, dije. Te arrebatará aquello que más importa. Lo hará con una sonrisa, y luego se fumará un cigarrillo.

      Jack no escuchó.

      Pero me estoy adelantando. Llego al final cuando, para entender la verdad, hay que empezar por el principio.

      Cuando Jack abrió la puerta, mamá no estaba sentada en la mecedora junto a la chimenea. Su colcha arcoíris formaba un bulto estéril en la mecedora, salvo por una esquina hecha jirones que se escabullía, furtiva, hacia la desgastada alfombra. Tampoco estaba en la cocina, mirando fijamente por la ventana sobre el fregadero con ojos vidriosos, toda piel y huesos en su raído camisón rosa. El frío se aferraba a las escasas paredes de la casa y se agazapaba en los oscuros rincones adonde el sol jamás llegaba. Ella había dejado que el fuego se apagara. Nunca lo permitía. Ni siquiera en medio de sus aturdimientos.

      En la mente de Jack, una abrazadera de acero se tensó.

      Sacudió la nieve de sus botas, se quitó la mochila de los hombros y la enganchó en el respaldo de la silla de la cocina. Se quitó los auriculares para ver si conseguía escucharla arriba. Nada. Ella casi nunca dejaba esa mecedora en estos días, salvo para ir al baño. Hubo un tiempo en que ella lo recibía en la puerta cuando él llegaba de la escuela, pero eso había sido en otra época.

      —¿Mamá?

      Se quedó allí esperando respuesta, pero ninguna llegó. El viento soplaba en las ventanas y traqueteaba al bajar por el ducto de la chimenea. Necesitaba encenderla. Si no tenían fuego, la pasarían mal. Matty llegaría pronto de la escuela. La señora Browning dejaba que los estudiantes de segundo grado se quedaran más tiempo y jugaran a encestar en el gimnasio, pero sólo por un rato. Él necesitaba preparar la cena para Matty. Se acercaba la noche.

      Aun así, se quedó allí e intentó escuchar alguna señal de mamá.

      La nieve se derritió bajo sus botas y formó charcos en el linóleo. Se quitó las botas y los calcetines y los alineó junto a la chimenea fría, por costumbre. Cuando volvió a mirar hacia la mecedora, vio el frasco de pastillas en la mesa. No estaba tapado y la mayor parte de las pequeñas píldoras redondas había desaparecido de su interior. Al principio, un médico del pueblo dijo que las pastillas la ayudarían a descansar del dolor después del accidente, pero todo eso había sucedido mucho tiempo atrás y desde entonces ella se las había tomado sin control alguno. Ahora dormía en la mecedora día y noche. No lo recibía en la puerta, no comía, no se bañaba, no decía cosas que tuvieran sentido.

      El viento, o algo más, susurró en el piso de arriba. Jack caminó hasta las escaleras y se quedó mirando. La luz se atenuaba a medio camino y se reducía hasta alcanzar la oscuridad en la parte superior.

      —¿Mamá?

      Debía estar arriba, en el baño. Quizás estaba enferma otra vez por haber tomado demasiadas pastillas. Subió los crujientes escalones alfombrados, encendió la luz del pasillo y esperó. Ningún sonido. Una ráfaga de aire a lo largo del techo.

      Cruzó hacia el baño.

      Imaginó que la encontraría encorvada junto al retrete, vomitando, con los ojos hundidos en bolsas de amoratadas sombras, o parada frente al espejo, tan delgada como si estuviera a punto de morir de hambre, como una arrugada muñeca de papel. Pero no estaba allí.

      Un baño vacío. Porcelana rosada.

      Azulejos en forma de octágonos, de un sórdido blanco.

      Pensó en ella tendida en camisón en algún lugar allá fuera, con su vida escapando poco a poco en la nieve helada. Basta, se dijo. Ella está bien. Alguien vino a buscarla y tal vez la llevó a la tienda. Eso es todo.

      Pero era mentira. Por supuesto.

      Salió del baño y miró fijamente la puerta cerrada al final del pasillo. La puerta se hizo más grande mientras la observaba. Sólo quedaba una habitación en la casa y ella no estaría allí. No, nunca entraba en ese dormitorio. No desde que ellos habían llegado en medio de la noche, cuando habían sacado a papá de su cama mientras los dos se encontraban ahí y se lo habían llevado.

      No, esa habitación era una tumba. Y ella no quería entrar.

      Puso la mano en la perilla de la puerta y la giró.

      Ahí estaba, colgando del ventilador del techo. Un cinturón se enrollaba alrededor de la varilla del ventilador y se ceñía alrededor de su cuello. Una de sus frágiles manos se movió.

      Jack se abalanzó sobre ella y la levantó por las piernas, pero estaba completamente flácida. Debajo había una silla de madera volcada. Él la soltó y acomodó la silla. Se subió en ella y levantó a mamá, pero su cabeza se inclinó hacia delante. Sus ojos no parpadearon. Dios mío. Jack tiró del cinturón y el ventilador se sacudió. El yeso empolvó su rostro. Por favor, pensó.

      Dios mío, por favor.

      Se bajó tambaleante y buscó rápidamente en la cómoda hasta encontrar el cuchillo de caza de papá, desdobló la hoja, se subió a la silla y cortó el cuero. Cortar la correa, encontrar uno de los agujeros del cinturón, seguir cortando. Maldita sea. Oh, maldita sea, maldita sea. Cuando el cuero se rompió, él la sostuvo por la cintura, pero ella se fue de lado, lejos de sus brazos, y cayó al suelo. La silla se volcó y él también salió volando. Dejó caer el cuchillo.

      Se arrastró hacia ella y la volteó. Ella yacía allí, bajo la estremecedora luz desvaída, con el rostro inexpresivo y pequeñas manchas de sangre en los ojos abiertos. Su cabello se esparcía alrededor. Un bulto de huesos en la gruesa alfombra verde. Una pantufla en su pie y baba seca en su barbilla.

      Cuánto silencio.

      Jack se puso en pie y golpeó la pared con el puño. No hubo ninguna fuerza en el primer golpe, pero en el segundo raspó los nudillos contra el panel de yeso para que sangraran. El ruido lo sacudió, sonidos entrecortados de dolor y respiración agitada.

      Se sentó junto a ella en el suelo.

      Tocó su mano y la sostuvo.

      Simplemente se quedó sentado junto a ella.

      Cuando la ventana se oscureció y el frío bajó reptando por las paredes, Jack se enderezó y la levantó. No podía pesar más de cincuenta kilos, pero era un peso muerto. La llevó a la cama y la acostó allí. Luego tan sólo se paró a su lado, mirándola. Las sombras violetas acumuladas sobre su piel. Su cabello amarillo. Le cerró los ojos y acomodó el camisón alrededor de sus piernas. Cruzó sus brazos. Encontró

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