El ecologismo de los pobres . Joan Martínez Alier
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Esta observación fundamental lleva a plantear dos series de preguntas que, a pesar de sus diferencias, atañen a un problema de diplomacia,26 y con las cuales concluiremos nuestros análisis.
Dos problemas diplomáticos
La primera pregunta se refiere a la situación puntual de la economía ecológica en el contexto de los conflictos de distribución ecológica, es decir, en la tensión entre hábitat, subsistencia y mercado. Martínez Alier conceptualiza este problema a través de la idea de una pluralidad de escalas de valor, que solo muy difícilmente se reducen entre sí. Esta multiplicidad de escalas de valor tiene que ver fundamentalmente con el hecho de que las comunidades locales que comparten la experiencia de un entorno dado y de las posibilidades que este ofrece para el desarrollo material y simbólico, no movilizan por sí mismas la valoración monetaria de los ecosistemas como un argumento central. Para estas, como ya hemos visto, el entorno es primero un hábitat, un espacio asociado a una identidad cultural local, la fuente de la seguridad y familiaridad, así como un paisaje, es decir, un entorno relacionado con valores estéticos, e incluso morales —lo cual explica que haya que preservarlo más allá de valor económico y/o de mercado—. Hay que ir más lejos y afirmar que la naturaleza como hábitat determina su disponibilidad como recurso, y es precisamente lo que niegan, lo que destruyen, las iniciativas industriales descritas y criticadas aquí. Martínez Alier formula entonces un escrúpulo, que consiste en reconocer que el analizador proporcionado por la economía ecológica no abarca totalmente este requerimiento de protección, e incluso que de alguna forma traiciona su contenido sociocultural, puesto que atañe siempre a una racionalidad económica relacionada con las necesidades materiales y su evaluación cuantitativa.27 Para él, la salida de este escrúpulo parece yacer en la implementación de conferencias deliberativas, implicando a las comunidades locales y a los expertos en economía ecológica, donde se decidiría la suerte de un espacio: suntuoso, rehabilitado, explotado en forma comunitaria o no. Estos dispositivos sirven para articular las distintas esferas de valor que se conocen en los conflictos de distribución ecológica, y que los saberes altamente especializados, y muy modernistas, provenientes de la economía solo permiten entender de manera parcial. La pluralidad de los valores asignados a los entornos sería, entonces, finalmente la única instancia que otorgaría a la evaluación monetaria un significado social irreductible a la mera intervención tecnocrática, y que permitiría que la intervención experta de los economistas de la ecología cobrara un sentido democrático.
Los pasajes del libro dedicados a esta pregunta son centrales, aunque bastante cortos, y queda claro que el autor no logra del todo salir de la paradoja que él mismo plantea. Podemos sugerir que esta situación se debe al hecho de que la naturaleza del diferendo que separa a los economistas de los actores locales es subestimada por Martínez Alier. Como quedó recientemente demostrado por numerosos antropólogos, especialmente en América Latina, el encuentro entre la modernidad naturalista industrial y los colectivos implicados en los conflictos ecológicos no se puede reducir a una divergencia de valores.28 La economía ecológica es definitivamente un producto intelectual moderno y, como tal, comparte la misma «ontología»29 que su rival productivista: al no ser una concepción vernácula de los entornos, la ciencia ecológica solo puede intervenir externamente como un saber y un poder que tienden a reconfigurar los usos preexistentes. Desde luego, esto no excluye el diálogo, pero la incorporación de los análisis y recomendaciones de la economía ecológica, por parte de grupos cuyas formas de identificación y relación con el mundo pueden ser distintas que estos marcos típicamente modernos, impone un trabajo de apropiación que puede ser largo y difícil. En este aspecto, el caso de las comunidades indígenas amazónicas es prototípico, ya que allí la idea de una naturaleza autónoma en sus regularidades físicas y biológicas, y desvinculada de las relaciones mágico-religiosas que los hombres mantienen con esta, no existe. En menor medida, los sistemas campesinos en los que domina una relación con la tierra no configurada por la propiedad exclusiva, las relaciones productivas y el intercambio monetario imponen complejas mediaciones en el diálogo con la economía ecológica. En otras palabras, el problema que se presenta no tiene tanto que ver con la puesta en conmensurabilidad de los valores múltiples, sino más bien con el establecimiento de una diplomacia intercultural, o incluso interontológica, entre diferentes grupos y diferentes formas de saber que necesitan unir fuerzas, pero que no disponen de entrada de las modalidades de esta unión.
Este problema se cruza con otro más simple: ¿qué significa volver a insertar la economía en la naturaleza o, mejor aún, en los usos de la naturaleza socialmente experimentados? No cabe duda de que los instrumentos de la economía ecológica no ofrecen soluciones definitivas a estos temas, aunque sí instrumentos de análisis esenciales: sin ella, las patologías de la división global del trabajo no parecen lo que son: una injusta distribución de los esfuerzos medioambientales y la sobreexplotación de entornos de vida. Pero como señala el propio Martínez Alier, estos entornos no valen solo en tanto son traducibles en energía, hectáreas productivas, en materias primas: el hábitat, para usar el término de Polanyi, no es solo «imponderable», difícilmente traducible en el cálculo: también es la instancia sociológica primaria a partir de la cual la subsistencia misma cobra sentido. No es que haya una pertenencia fenomenológica del sujeto en el entorno, en el sentido de Heidegger, sino simplemente que las características vitales de un determinado entorno solo emergen de usos compartidos, de categorizaciones también compartidas de una historia común, de preferencias y de evitación.30 Todas las comunidades afectadas por la integración de recursos al mercado mundial comparten la capacidad de definir su sociabilidad, su libertad, basada en estos montajes de materia, de seres vivos, de historicidad. El shock de esta integración al mercado mundial, ya sea con la llegada de los conquistadores en el siglo xvi o con la implantación de una mina de cobre o carbón, provoca generalmente la comprensión más o menos tardía de esta concepción muy específica de la libertad y la sociedad. En el fondo, recién cuando las condiciones sociales y materiales posibilitaron la desaparición o la alteración del animismo amazónico o del analogismo andino, interviene la toma de conciencia de las especificidades ontológicas de estas formas de coexistencia. Dada la incapacidad de oponer a las fuerzas económicas un movimiento de resistencia