La llamada de lo salvaje. Jack London
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Solo una cosa lo alegraba: le habían quitado la soga del cuello. Eso les había dado una injusta ventaja y ahora que no la tenían podía enseñarles quién era. Estaba resuelto: nunca más le pondrían una soga alrededor de su cuello. Por dos días con sus noches no comió ni bebió; durante esos dos días con sus noches de tormento, acumuló una reserva de ira que no auguraba nada bueno para el primero que se atreviera a molestarlo. Sus ojos estaban inyectados de sangre y se había convertido en un demonio furioso. Estaba tan cambiado que ni el juez lo hubiera reconocido, incluso los empleados del tren se sintieron aliviados cuando lo entregaron en Seattle.
Con cautela, cuatro hombres transportaron la jaula del vagón a un pequeño patio trasero, rodeado de altas paredes. Un hombre fornido, con casaca roja, salió a firmar el recibo que le señalaba el conductor. Buck presintió que aquel hombre sería su siguiente torturador, así que se lanzó con rabia contra los barrotes. El hombre sonrió con saña y trajo un hacha y un garrote.
—¿Va a liberarlo ahora? —preguntó el conductor.
—Seguro —contestó el hombre, clavando el hacha en la caja para hacer palanca.
De inmediato, los cuatro hombres que lo habían traído se encaramaron en un muro y se aprestaron a presenciar el espectáculo.
Buck se abalanzó sobre la tabla astillada, en la que clavó los dientes, luchando con furor contra la madera. Dondequiera que el hacha caía por fuera, allí estaba él en el interior, rugiendo, tan violentamente ansioso por salir como lo estaba el hombre de la casaca roja para sacarlo de allí.
—Es tu turno, demonio de ojos rojos —dijo, una vez finalizado un agujero por donde cabía el cuerpo de Buck. Al mismo tiempo, dejó caer el hacha y cambió a su mano derecha el garrote. Buck se transformó de verdad en un demonio de ojos rojos, dispuesto a saltar, el pelo erizado, la boca llena de espuma y un brillo de locura en su mirada inyectada de sangre. En dirección al hombre lanzó sus sesenta y tres kilos de furia, alimentados por la represión de dos días con sus noches. En el aire, justo cuando sus mandíbulas iban a cerrarse sobre el hombre, recibió un golpe que estremeció su cuerpo y le hizo juntar sus dientes con un doloroso golpe seco. Después de dar una voltereta en el aire, cayó sobre su lomo de costado. Jamás había sido golpeado con un garrote en su vida y no entendía lo que estaba pasando. Con un gruñido, que era más chillido que ladrido, se puso de nuevo de pie y se lanzó al aire. Y de nuevo llegó el golpe contundente que lo regresó al suelo. Esta vez comprendió que había sido el garrote, pero su furia no conocía la cautela. Una docena de veces se abalanzó, y las mismas veces el golpe del garrote lo tiró al suelo.
Después de un golpe particularmente violento, sus patas vacilaron y quedó demasiado mareado como para atacar. Se tambaleó sin fuerzas, la sangre le manaba de la nariz, la boca y las orejas, su hermoso pelaje estaba salpicado y manchado con saliva ensangrentada. Entonces el hombre se aproximó y, deliberadamente, lo golpeó con fuerza en el hocico. Todo el dolor que había sentido hasta entonces no era nada en comparación con la agonía que sintió. Con un rugido tan feroz como el de un león, de nuevo arremetió contra el hombre; pero este, cambiando de su mano derecha a la izquierda el garrote, lo cogió con destreza de la mandíbula inferior al mismo tiempo que lo lanzó lejos por el aire. Buck describió un círculo y medio completo antes de caer en el suelo, recibiendo un fuerte impacto en su hocico y su pecho.
Hizo un último intento para atacar. El hombre entonces lanzó el mejor golpe de toda la pelea y Buck cayó derrotado y sin sentido.
—¡Es muy diestro en domar perros, digo! —gritó con entusiasmo uno de los hombres que observaba desde lo alto del muro.
—Puede domar un perro al día, dos los domingos —replicó el conductor mientras se aprestaba para irse.
Buck volvió en sí, pero no sus fuerzas. Se quedó tendido justo donde había caído, viendo al hombre de la casaca roja.
—Responde al nombre de Buck —dijo para sí el hombre recordando la carta del tabernero, que le anunciaba la llegada de la caja y su contenido—. Bien, Buck, mi muchacho —dijo con voz jovial—, hemos tenido nuestra rencilla y lo mejor que podemos hacer es dejarlo así. Aprendiste cuál es tu lugar y yo sé cuál es el mío. Sé un buen perro y todo irá bien. Sé un perro malo y te sacaré las tripas, ¿entendiste?
Mientras hablaba, sin miedo, le dio unas cuantas palmadas a Buck en la cabeza, y aunque el pelaje de este se erizaba involuntariamente al contacto con la mano, lo aceptó sin protesta. Cuando el hombre le trajo agua bebió ávidamente y al rato comió de su mano una generosa porción de carne que el hombre le proporcionó poco a poco.
Había perdido —lo sabía—, pero no estaba vencido. Entendió, de una vez por todas, que no había posibilidades de ganarle a un hombre con un garrote. Había aprendido la lección, y no la olvidaría por el resto de su vida. Ese garrote había sido una revelación y su introducción al reino de la ley primitiva, y había aceptado sus términos. Los hechos de la vida tomaron un tono temible, que enfrentaba sin amedrentarse, encarándolo con una astucia natural.
Con el transcurrir de los días, llegaron otros perros, en cajas, con sogas atadas a sus cuellos; algunos eran dóciles, otros gruñían y peleaban como él lo había hecho, pero a todos los veía doblegarse ante el hombre de la casaca roja. Una y otra vez el brutal espectáculo que presenciaba le reiteraba la lección que había aprendido: un hombre con un garrote siempre manda, es un amo a quien hay que obedecer, aunque no necesariamente se le debe aceptar.
Buck jamás cedió a esto último, a pesar de ver a algunos perros que después de haber sido golpeados por el hombre le batían la cola y le lamían la mano. Asimismo, vio a un perro que nunca se doblegó ni obedeció, y que finalmente murió en la lucha por imponerse.
De vez en cuando venían hombres, forasteros que hablaban emocionados y en distintos tonos al hombre de la casaca roja. En esas ocasiones, el dinero pasaba de una mano a otra y los forasteros se llevaban con ellos a uno o más perros. Buck se preguntaba adónde irían, pues los que se iban nunca regresaban; mientras, el miedo al futuro lo atenazaba y en cada ocasión se alegraba de no haber sido él el elegido.
Sin embargo, su hora llegó, al fin, en la forma de un pequeño hombre arrugado que escupía un mal inglés y decía numerosas y extrañas exclamaciones que Buck no entendía.
—Sacredam —exclamó al posar la mirada en Buck—. ¡Ese perro ser bravo! ¿Cuánto costa?
—Trescientos, y es un regalo —fue la rápida respuesta del hombre de la casaca roja—. Y al ser dinero del gobierno no tendrás ningún problema, ¿cierto, Perrault?
Perrault sonrió. Considerando que el precio de los perros estaba por las nubes debido a la inusitada demanda, no era una suma insensata para un espléndido ejemplar. El Gobierno de Canadá no perdería nada, ni sus despachos andarían más lentos. Perrault conocía a los perros y cuando vio a Buck se dio cuenta de que era uno en un millón, “uno en diez mil”, se dijo a sí mismo.
Buck vio que el dinero pasaba de una mano a otra y no se sorprendió cuando Curly, una tranquila terranova, y él se fueron con el arrugado hombrecillo. Esa fue la última vez que vio al hombre de la casaca roja, así como la última vez que él y Curly vieron Seattle desde la cubierta del Narwhal, lo último que vería de las cálidas tierras del sur. Perrault los llevó a él y a Curly a la bodega y los dejó bajo la supervisión de un gran hombre de cara morena llamado François. Perrault era francocanadiense y tenía la piel oscura, pero François era francocanadiense mestizo y tenía la piel aún más oscura. Eran una clase nueva de hombre