La llamada de lo salvaje. Jack London

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La llamada de lo salvaje - Jack London

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Jamás tenía suficiente y sufría de constantes retortijones causados por el hambre. Los otros perros, en cambio, pues pesaban menos y estaban acostumbrados a aquella vida, recibían solo cuatrocientos cincuenta gramos de pescado, lo cual les era suficiente para mantenerse en forma.

      Rápidamente dejó de ser el perro exigente que era en su vida anterior. Al ser un comensal refinado, se encontró con que sus compañeros, que acababan primero, llegaban a robarle su ración sin que pudiera defenderla, pues mientras peleaba con uno o dos, la ración desaparecía en el gaznate de los otros. Para remediar esto, comía más rápido que los demás, incluso lo acuciaba tanto el hambre que pronto aprendió a quitarles a otros. Veía y aprendía. Cuando vio a Pike —uno de los perros nuevos y un malicioso y astuto ladrón— robar una tajada de tocino mientras Perrault daba la espalda a su plato por un segundo, él mejoró el acto al día siguiente, yéndose con todo el tocino. Se armó un gran escándalo, pero nadie sospechó de él; fue Dub, un torpe ladrón al que habían cogido antes con las manos en la masa, quien recibió el castigo por el robo que había cometido Buck.

      Aquel primer robo fue muestra de que Buck podría sobrevivir en el hostil ambiente de las tierras del norte. Demostró, además, su capacidad de adaptación y de acoplarse a las condiciones cambiantes, de no ser así habría sufrido una terrible y rápida muerte. Marcó, asimismo, el menosprecio o, aún más, el quiebre de sus principios morales, que no le servían ahora para nada en la despiadada lucha por sobrevivir. Eso estaba bien antes, en las tierras del sur, donde reinaba la ley del amor y la camaradería, donde se respetaba la propiedad privada y los sentimientos; pero en el norte, donde prevalecía la ley del garrote y el colmillo, quien tuviera en consideración tales cosas era un tonto y jamás podría salir adelante, por lo que había visto hasta ahora.

      No era que Buck razonara de este modo. Simplemente hacía lo necesario para encajar e inconscientemente trataba de acomodarse al nuevo estilo de vida. Ningún día, sin importar cuáles fueran las probabilidades, rehuyó una pelea. Pero el garrote del hombre de la casaca roja le había inculcado a las malas un código más básico y salvaje. Como un perro civilizado habría podido morir por un precepto moral, defendiendo la fusta del juez Miller, por ejemplo, pero el vuelco a su lado más salvaje evidenciaba su habilidad para rehuir la moralidad con tal de salvar su pellejo. No robaba porque le causara placer hacerlo, sino por el clamor de su estómago. No robaba abiertamente, lo hacía de forma sigilosa y astuta, por el respeto que le tenía al garrote y al colmillo. En resumen, sus actos eran la salida más sencilla a las circunstancias que enfrentaba.

      Su evolución —o retroceso— fue rápido. Sus músculos se volvieron fuertes como el hierro y se hizo insensible a las penas comunes. Desarrolló una economía tanto interna como externa. Podía comer cualquier cosa, sin importar si era repugnante o si le generaba indigestión; una vez consumida, los jugos estomacales extraían hasta la última partícula nutritiva, que su sangre transportaba rápidamente a los lugares más recónditos de su cuerpo, donde se convertía en tejido fuerte y resistente. Su vista y olfato se agudizaron, al igual que su oído, que desarrolló tal agudeza que aún dormido escuchaba el sonido más leve y sabía si debía ponerse alerta o no. Aprendió a desprender con los dientes el hielo acumulado entre sus dedos. Cuando tenía sed, rompía el hielo con sus patas delanteras para sacar y beber agua. Su habilidad más sobresaliente era saber desde dónde soplaría el viento antes de que llegara. Aun cuando no soplara una pequeña brisa, siempre cavaba su agujero para dormir hacia sotavento, de forma que siempre quedaba resguardado.

      Y no solo aprendía por experiencia: sus instintos, por tanto tiempo apagados, se manifestaban de nuevo. Se despojó de la domesticación que venía de generaciones atrás. De forma vaga recordaba el tiempo de los orígenes de su raza, la época en que los perros salvajes andaban en manada por los bosques vírgenes y cazaban su propia comida. No le costó mucho aprender a pelear y a causar heridas profundas con una súbita mordida de lobo, tal como lo hacían sus olvidados ancestros. Estos despertaron en él sus instintos y todos los hábitos ancestrales. Todo llegó a él sin gran esfuerzo ni asombro, como si siempre hubiera estado dentro de él. Y cuando en las noches frías y serenas apuntaba su hocico hacia el cielo y aullaba como un lobo, eran sus ancestros, muertos y convertidos en polvo, quienes apuntaban sus hocicos hacia el cielo y aullaban a través de los siglos por medio de él. Y la cadencia con que Buck expresaba su desazón eran sus cadencias, como suyo era el significado que para ellos tenían la quietud, el frío y la oscuridad. Como muestra de que la vida es un juego de marionetas, el canto ancestral surgía en su interior y se volvió de nuevo suyo, y todo sucedió porque unos hombres habían encontrado un metal amarillo en el norte, y porque a Manuel, el ayudante de jardinero, no le alcanzaba el salario para sostener a su mujer y a sus pequeñas réplicas.

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