El fantasma de Canterville. Oscar Wilde
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La presente edición es traducción completa e íntegra del inglés de The Canterville Ghost. Complete Works of Oscar Wilde. London and Glasgow. Collins, 1948.
Segunda edición, octubre de 2019
Primera edición en Panamericana Editorial Ltda., febrero de 1996
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Editor
Panamericana Editorial Ltda.
Traducción
Mercedes Guhl Corpas
Ilustración y diseño
Manuela Correa Upegui
Fotografía Oscar Wilde
Napoleon Sarony, Wikimedia Commons
Oscar Wilde
Prólogo
Oscar Wilde siempre ha sido considerado un personaje excéntrico, y hasta escandaloso. Tanto su manera de vestir como sus comentarios tremendamente ingeniosos, y a veces descarados, lo convertían en el centro de atención de cualquier reunión. Esa excentricidad que los demás percibían era una especie de estrategia para escapar de la monotonía mojigata de su época. El mismo Wilde decía que si un hombre simplón y tonto puede disimular su simplicidad con buenos modales y seriedad, su ropa llamativa bien podía ser el disfraz de un hombre sabio.
Wilde nació en Dublín el 16 de octubre de 1854, en una familia no muy común. Su padre, un reconocido médico, también había publicado libros sobre la historia y la topografía de Irlanda. Su madre, quien conocía bien la literatura irlandesa, a mediados del siglo XIX escribió poemas nacionalistas que despertaron y apoyaron la rebeldía irlandesa contra el dominio inglés. La casa de los Wilde era también excéntrica. Según su propia madre era una casa donde a nadie le importaba la hora, y a veces las cortinas permanecían cerradas durante todo el día. Dublín también era un lugar especial, porque allí lo cosmopolita se mezclaba con lo folclórico.
En 1874 Wilde ingresó al Magdalen College, en Oxford, con una beca para estudios clásicos. Allí leyó a dos críticos de arte que serían fundamentales en su vida: John Ruskin y William Pater. Bajo su influencia comenzó a estructurar las ideas que luego expondría y defendería en sus obras y también en su vida.
En esta época la ciencia estaba en pleno auge. El positivismo y la teoría de la evolución de Darwin habían despertado el deseo de un arte totalmente apegado a la realidad, el realismo. La vida y la historia parecían haberse convertido en una carretera pavimentada por la que marchaba el progreso... el progreso científico que llevaría al avance tecnológico y social, a una especie de paraíso en la Tierra. Pero eso exigía masificar a los individuos de alguna manera, para poder manejarlos en conjunto y tomar decisiones sobre su bienestar. Los rígidos valores victorianos colaboraron bastante en este sentido, pues quienes los respetaban consideraban que los que no lo hacían eran incivilizados y bárbaros.
Los intelectuales y artistas, al no encajar dentro del «molde» victoriano, quedaron relegados al patio de atrás de la sociedad, y su influencia sobre esta se redujo. Fue entonces cuando surgieron tendencias artísticas y de pensamiento que buscaban recuperar algo del terreno perdido. Oscar Wilde forma parte de estas tendencias.
Al arte se le había asignado la tarea de comunicar un mensaje, con frecuencia moralizante. Wilde, junto con los artistas revolucionarios de la época, estaba en total desacuerdo. El arte no debía tener ninguna otra función que la de buscar y mostrar lo bello. El arte debía ser una especie de refugio donde los amantes de la belleza podían olvidarse de la gris y monótona vida cotidiana, que no toleraba la diversidad necesaria para encontrar la belleza. Para Wilde, solo si el artista logra superar la moral convencional, lo trivial y el consumismo, podrá producir algo de verdadero valor artístico.
Después de Oxford, Wilde se trasladó a Londres, donde comenzó a escribir poesía y a hacer periodismo cultural, lo que le dio renombre. Allí se convirtió en una especie de propagandista contra el estilo de vida victoriano.
Su excéntrico disfraz se volvió tema de caricaturas, y hasta Gilbert y Sullivan lo tomaron como modelo para crear uno de los personajes de la opereta Patience, la cual tuvo mucho éxito en los Estados Unidos. En 1882 recibió una invitación para dar una serie de conferencias por todo el país.
Tal vez Wilde se asombró mucho con su visita a los Estados Unidos. En la patria del progresismo y la industrialización, encontró muchos entusiastas seguidores de su teoría esteticista. Conoció a Walt Whitman, otro defensor de la belleza y las cosas simples, y seguramente en ese viaje recopiló el material para construir a la familia Otis de El fantasma de Canterville.
En 1884 se casó con Constance Lloyd y tuvo dos hijos, Cyril, en 1885, y Vyvyan, en 1886. Se dice que su casa y familia eran tan absolutamente perfectas que parecían más una obra de arte que algo real. Es posible que con el nacimiento de sus hijos se hubiera interesado en escribir cuentos de hadas. La literatura infantil y juvenil en esa época deliberadamente moralista, tal vez le hizo pensar que ese público, no tan marcado por los valores imperantes, estaba abierto a la percepción de la belleza.
En 1888 publica El príncipe feliz y otros cuentos, donde aparecieron El fantasma de Canterville, El gigante egoísta y El ruiseñor y la rosa. El fantasma de Canterville es un cuento bastante innovador. Hasta ese momento, dentro de la literatura, los niños solían ser unos pequeños adultos obedientes y buenos, o unos diablitos desalmados. En esta obra Wilde explora la posibilidad de hacer reír a su público joven con las travesuras más o menos inofensivas que los mellizos le hacen al fantasma. Con esto Wilde mata dos pájaros de un solo tiro: escribe un cuento de fantasmas con atmósfera sobrenatural, como los que abundaban en su época, pero que no solo asusta, sino también divierte.
Pero esa no es la única virtud del cuento. Cuando la familia Otis se traslada a vivir a Inglaterra se produce un choque cultural. El mismo Wilde nos cuenta de qué habla una típica familia estadounidense, mostrándonos sus creencias y prejuicios, comparándolos con el ambiente inglés. Lo novedoso, por lo general, es que siempre hay un bando triunfador y uno derrotado cuando se muestra un choque de este tipo. Si Wilde hubiera seguido la tradición, nos habría mostrado a los Otis como campechanos simplones, o a los Canterville como anticuados apegados a su historia.