El resplandor artificial. Marina Porcelli
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Índice
porque la vida sólo es posible al resplandor artificial de los azules de metileno, de los verdes de sulfato de cobre, de los amarillos de ácido pícrico.
Roberto Arlt, “Aguafuertes porteñas”
Esa noche llamó Tamara
porque éramos jóvenes y estábamos borrachos y teníamos
veinte años y nunca moriríamos.
Thomas Wolfe
–Pero si no fue así –Fani tomó de un trago lo que le quedaba de cerveza y alzando el vaso vacío, le hizo señas al mozo–. Otra de litro, corazón –dijo y volvió a mirarme–. No te acordás. Me llamó a las tres de la mañana porque se despertó de golpe a mitad de la noche, y me contó que mientras buscaba el velador, metió la mano en el cenicero.
Sentadas en El imaginario –uno de esos bares modernosos, decía Fani, con pinturas súbitas en las paredes y recitales de público escaso, en el sótano–, íbamos por la segunda cerveza cuando empezamos a discutir sobre la última vez que ella habló con Tamara. El diálogo, por supuesto, yo lo conocía de memoria, Fani me lo había contado mil veces en estos siete años, y sin embargo esta noche, al acotar que no sólo fue eso, que también estaba su miedo, o su tristeza, ella había vuelto a plantearlo, como si únicamente así, repitiéndolo, pudiéramos entender por qué se había matado. No era extraño al fin de cuentas, ya que desde la tarde, al escuchar la voz siempre un poco ronca de Fani, diciendo que hoy los chicos se quedan con la abuela, y nosotras sí o sí nos vemos a la una en El imaginario, supe que después de varias cervezas alguna de las dos acabaría por nombrarla. Y hasta pensé, incluso, mientras buscaba a mi amiga con cara de alemana y peinado caótico, entre las mesas desbordadas de ruido y de humo de cigarrillo, en que fue una noche parecida cuando me encontré con Tamara, a solas, por última vez. Ella se mató una madrugada, y su cuerpo había quedado colgando de uno de los tirantes del techo, oscilando apenas, ajeno y desgarrado como un trapo. Su muerte había sido una especie de fin de la adolescencia, las caminatas nocturnas en las que nos quedábamos silenciosas mientras ella tocaba la armónica se derrumbaron de golpe con el estupor de la noticia de una mañana. Sin embargo ahora, Fani y yo sabíamos que aún quedaban cosas sin contar, y tal vez por eso volvíamos a vernos, tal vez por eso, seguíamos tomando y hablando y buscando esa alegría que ya no teníamos.
–Evidentemente, se nos confunden los recuerdos –dije–. Pensaba en la tarde esa de frío en que se encontró con los chicos en la calle.
–A vos se te confunden –Fani peleaba por abrir un paquete de cigarrillos. Encendió uno, me lo pasó–, yo me lo acuerdo clarísimo. Eran las tres menos cuarto cuando me llamó. Ese es tu problema, cariño –explicó, chasqueando los dedos–, te creés que tenés buena memoria y no hacés más que distorsionar la realidad. Qué tarde de frío.
Con todo, era bueno que se filtrara la vieja Fani, la que yo llamaba así y no por el nombre absurdo de Fabricia, la que todavía contestaba con la voz un poco ronca y era capaz de absorber, sin inmutarse, cantidades industriales de cerveza. La que, aunque se quedara conmigo despierta hasta el amanecer, podía rodearse de escobas y pañales y críos, y se preocupaba por tener la cena lista a las nueve de la noche. Tan sólida como una matrona desde los trece años, aún estaba dispuesta a amonestar a cualquiera, como siempre lo había hecho con Tamara –sentada en un banco del colegio, junto a ella–, porque la otra, la muchacha con aire de huérfana, prefería la poética de los bares roñosos, fumaba cigarrillos negros, le dolían los oídos todo el tiempo y se emborrachaba antes de los exámenes. Claro que en esa época, nuestras borracheras eran, más bien, económicas. Unos pocos vasos alcanzaban para que las dos –Tamara y yo– estuviéramos diciendo estupideces ante la mirada intranquila de Fani.
–Tenés que darte cuenta –siguió Fani–, la clave del asunto está en su sentido del humor. Ella que me llama y yo, con demasiado sueño para escucharla, le respondo que qué bien. Y que me dejara de romper las pelotas a la madrugada.
–Entonces le cortaste el teléfono –interrumpí; y así, sin estar convencida del todo, necesitaba ahora que ella me entendiera–; ya lo sabemos, Tamara hablaba de los trenes en la oscuridad, le daba impresión tirar las flores a la basura, iba a la escuela con el piyama debajo de la campera, y eso no era más que su sentido del humor. Bastante siniestro, en el fondo. Reconocelo, Fani, le pasaba lo otro, también.
–Sí. No. No sé –lánguidamente, había ido rozando con la uña un lado de la botella–, termino la cerveza y voy al baño –anunció.
Un muchacho de pelo revuelto se acercó a nuestra mesa. Nos hizo un gesto con el cigarrillo en los labios. Fani levantó los ojos, le alcanzó el encendedor, y el muchacho, antes de irse, sacudió la cabeza.
–Conmigo no hablaba de esas cosas –dijo ella.
–Parece que empezamos a confesarnos –respondí.
–No seas imbécil. Lo que me irrita, sabés, es no entender cuándo dejó de estar bien, por ejemplo.
Necesitábamos ordenar las ideas. Y yo necesitaba, además, encontrar alguna causa, pensar por qué una de esas últimas noches –¿perversamente, quizá?–, Tamara me había buscado para emborracharnos.
–Empecemos de nuevo –dije–. La historia trivial de una adolescente que, caminando por la tarde helada del Abasto, días antes de su suicidio, encuentra a unos chicos en la calle.
–No sigas –Fani hizo una pausa–, callate.
Pero yo necesitaba continuar. Armar otro principio.
–Así los encuentra, ella muerta de frío y los chicos rotosos sentados