El Secreto Del Relojero. Jack Benton
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу El Secreto Del Relojero - Jack Benton страница 5
—¿Es usted amigo del viejo Birch? —dijo Bunce de repente.
—¿Qué?
Bunce le mostró un sobre dañado por el agua.
—El Viejo Birch. Amos.
Slim frunció el ceño, preguntándose si Bunce estaba hablando en algún dialecto de la zona. Luego, con una pizca de frustración, el hombre repitió:
—Amos Birch. El hombre que fabricó este reloj. Vivía en Trelee, cerca de Bodmin Moor. Tenía una granja. En sus primeros tiempos, solía vender sus relojes aquí mismo, en el mercado de Tavistock, antes de hacerse famoso. ¿Era amigo suyo?
—Sí, un amigo.
—Bueno, pues supongo que esto le pertenece. —El hombre sacudió el sobre como para recordar a Slim su existencia.
Slim lo tomó, sintiendo de inmediato la delicadeza antigua del papel junto a su humedad. Si tratara de abrirlo, el sobre se desmenuzaría en sus manos y cualquier mensaje que contuviera se perdería.
—Ah, ahí es donde estaba —dijo, lanzando una sonrisa poco convencida al tendero—. Lo estaba buscando.
—Sin duda, Mr…
—Hardy. John Hardy, pero la gente me llama Slim.
—No voy a preguntarle por qué.
—No lo haga. La historia no merece la pena.
Bunce volvió a suspirar. Dio la vuelta al reloj una vez más.
—Está sin terminar —dijo, confirmando lo que ya había supuesto Slim—. ¿Supongo que su amigo Birch se lo dio como un regalo? No podría haberlo vendido en estas condiciones, un hombre con su reputación.
—Parece que lo conocía bien.
—Amigos de la escuela. Amos era dos años mayor, pero no había muchos chicos por los alrededores. Todos nos conocíamos.
—Supongo que eso son las comunidades pequeñas para ustedes.
—Usted no es de aquí, ¿verdad, Mr. Hardy?
Slim siempre había pensado que hablaba con un acento neutro, pero eso le hacía un forastero donde se esperaba que uno tuviera un acento del suroeste del país.
—De Lancashire —dijo—. Pero he estado mucho tiempo en el extranjero.
—¿Militar?
—¿Cómo lo sabe?
—Por sus ojos —dijo Bunce—. Veo fantasmas en ellos.
Slim dio un paso atrás. Una película de recuerdos indeseados empezó a parpadear, lo que le hizo sacudir la cabeza para apagarla.
—¿Usted también fue militar?
—En las Falklands. Cuanto menos hablemos de ello, mejor.
Slim asintió. Al menos tenían algo en común.
—Bueno, supongo que ya le he hecho perder demasiado tiempo…
—Podría conseguir unos cientos por él —dijo Bunce, dándole de golpe el reloj—. Tal vez un poco más si lo subasta. Hay coleccionistas de relojes de Amos Birch, aunque sean pocos. No está acabado y tiene algunos arañazos, pero sigue siendo un reloj original de Amos Birch. Solía tener demanda. Amos fue un artesano antes de que la artesanía estuviera de moda.
—¿Solía?
Bunce frunció el ceño y Slim sintió que los ojos del hombre diseccionaban cada hilo de sus mentiras.
—El interés por Amos Birch se desvaneció después de que desapareciera.
—¿Después de que…?
—¿Verdad que usted sabe, Mr. Hardy, que su amigo ha estado desaparecido desde hace más de veinte años?
5
El Crown & Lion, el pub solitario que se encontraba en el mismo límite de Penleven, con una ristra de árboles separándolo de la propiedad más cercana de casas como un vecino maldito nunca había sido más atractivo. Desde la única parada de autobús, Slim no podía más que pasar por delante de él para llegar a su alojamiento y aunque había comido frecuentemente en su desangelado comedor con tentaciones de un alcohol que habría borrado en un abrir y cerrar de los ojos de un bizco local los últimos tres meses de rehabilitación, esa noche sentía demasiado la antigua tensión, la nerviosa inquietud que siempre le había empujado al abismo. La gente decía que una vez que se es un alcohólico, siempre se es un alcohólico y aunque Slim tenía la esperanza de que algún día podría disfrutar tranquilamente de alguna cerveza ocasional, esos días libres de demonios, de control y conformidad quedaban muy lejos. Echó una única mirada nostálgica a las luces de la ventana del pub, avivó el paso y pasó aprisa por delante.
El albergue estaba en silencio cuando volvió, pero, a través de una puerta cerrada, llegaba el sonido apagado de un televisor con el volumen bajo. Slim abrió la puerta y vio a Mrs. Greyson dormida en su butaca delante de una estufa eléctrica. El mando del televisor descansaba a su lado sobre el brazo de la butaca, como si hubiera tenido la previsión de bajar el sonido antes de quedarse dormida.
Slim subió las escaleras. Puso el reloj sobre la cama y volvió a salir. A menos de un kilómetro siguiendo la carretera, fuera de la única tienda del pueblo, Slim encontró una cabina.
Llamó a un amigo en Lancashire. Kay Skelton era un experto en lingüística y traducción a quien Slim conocía desde sus tiempos en el ejército y con quien había trabajado antes. Slim le habló de la vieja carta encontrada dentro del reloj.
—Tengo que saber qué hay escrito en ella, si es que hay algo —dijo Slim.
—Envíamela por correo urgente —dijo Kay—. Yo no puedo hacer nada, pero tengo un amigo que puede ayudar.
Después de la llamada, Slim se sorprendió al ver que la tienda seguía abierta, aunque eran casi las seis y cuarto.
—Estoy cerrando —fue la seca bienvenida de la tendera, una mujer mayor con una cara tan agria que Slim dudó de si podría sonreír si lo intentara.
—Solo será un minuto —dijo Slim.
—¡Ah, eso es lo que dicen todos! —dijo con una mueca y una risa sarcástica que hizo que Slim dudara sobre si estaba haciendo una broma o mostrándose desagradable.
Después de comprar un sobre, Slim averiguó que, sí, la tienda también funcionaba como oficina local de correos, pero, aunque, sí, podía hacer envíos urgentes, había que pagar un suplemento por envíos fuera de horario.
—¿Trelee está lejos de aquí? —preguntó, mientras la tendera, no muy sutilmente, le acompañaba hasta la puerta.
—¿Para qué