Diferentes razones tiene la muerte. María Elvira Bermúdez

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Diferentes razones tiene la muerte - María Elvira Bermúdez Vindictas

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      —Pero hermana, ¡por Dios! Pobre Abel, si a veces toma...

      —A veces... ¡Hum!... Todos los días.

       —Pues aunque así fuera. Bastante hace el pobre con mantenernos. Que tome sus copitas, al fin y al cabo es hombre.

      —Y a lo mejor no se limita a tomar. Quién sabe si tenga algún lío.

      Y sin dar tiempo a Trini de asombrarse o de protestar, añadió Cuca:

      —¿No te has fijado en la carta que le llegó hoy?

      —¿Cuál carta?

      —¡Ay, hermana, tú siempre estás en la luna!

      Se dirigió Cuca a la salita modestamente amueblada con un ajuar de Viena y bejuco, adornada con imágenes religiosas, flores de papel y tres esferas azules. Tomó de la mesilla un sobre alargado color violeta y se lo mostró a Trini, quien se había apresurado a seguirla. Le dijo:

       —Fíjate, es de una mujer.

       —¿Y cómo sabes? —interrogó cándidamente Trini.

      Cuca movió la cabeza con impaciencia, arrebató la carta a su hermana, la sacudió delante de sus narices y puesto el índice alargado e inquieto sobre la carta, explicó:

      —Porque apesta a perfume y por estas letras elegantes.

      —¿Son letras elegantes?

      —Éstas, tonta —exclamó Cuca y le señaló un monograma.

      —¡Ah! ¿Qué dice ahí?

       —Son iniciales, parece una G y una L y luego una R o no sé qué. Ha de ser el nombre de una mujer elegante y rica. A lo mejor, casada.

      —¡Dios nos favorezca! —se escandalizó Trini—. No digas barbaridades.

      Cuca no quiso perder su tiempo en transmitir a su ingenua hermana toda la ciencia de la vida que ella había adquirido leyendo novelas y asistiendo al cine. Para ella, Abelito era un mustio, y mientras él hacía sabe Dios qué cosas, siempre las había tenido a ellas encerradas, aun en la época en que eran jóvenes y guapas. Cuca no ponía en duda que ella había sido muy guapa, y culpaba a su hermano de haberla privado de oportunidades para contraer matrimonio. Trini, por el contrario, se conformaba con la voluntad de Dios y, por lo demás, quería entrañablemente a su hermano.

      —Oye, hermana —susurró Cuca—, ¿y si no le diéramos la carta a Abelito? Mira, a lo mejor es cosa mala y es nuestro deber impedirla.

      Cuca se proponía leer a hurtadillas la carta. En su vida monótona cualquier incidente adquiría las proporciones de un suceso y una incontenible curiosidad la invadía; curiosidad que presumía fundadamente no sería satisfecha si la carta llegaba a manos de su hermano.

      Trini, por su parte, comenzaba a debatirse en un dilema para ella terrible: el respeto hacia su hermano le ordenaba no inmiscuirse en sus asuntos, pero el temor de que le sobreviniera algún mal le aconsejaba apartar aquella misteriosa misiva de su camino.

      Por fortuna, o por desgracia, el azar resolvió el problema. El ruido de una llave en la cerradura sobresaltó a las hermanas. Abel, al entrar, notó la confusión de Cuca y de Trini, y les preguntó bruscamente:

      —¿Qué les pasa?

      Trini, azorada, no acertó a responder. Cuca no logró esconder la carta a tiempo, comprendió que no tendría más remedio que entregarla porque ya su hermano la había notado y respondió de mala gana:

      —Nada, nos asustaste.

      —¿Qué es eso que tienes en la mano? —interrogó Abel.

      —Una carta para ti —contestó Cuca.

      Se la entregó y espió en el rostro de Abel la impresión que la misiva había de causarle.

      Cuando la tuvo en sus manos y hubo leído el sobrescrito, Abel Fernández palideció ligeramente. Se disponía a abrirla, pero al darse cuenta de la actitud insolentemente curiosa de sus hermanas, la guardó en el bolsillo de su saco y se dirigió a su cuarto.

      —¿No vienes a comer? —preguntó Trini tímidamente.

      —No tengo hambre —gritó más que respondió Abel, y dando un fuerte portazo se encerró en su recámara.

      Pobre y descolorida recámara, era aquella más semejante a un cuarto de hotel que a una alcoba hogareña. Únicamente en pequeños óleos y acuarelas colgados de cualquiera manera en la pared, poseía una nota personal.

      Arrojó el maltratado sombrero en la cama y se apresuró a abrir la carta, no sin haberla acercado antes fervorosamente a su nariz y quizá también a sus labios. Leyó:

      Estimado Abel:

      Espero que no me guardará usted demasiado rencor y que no me habrá olvidado por completo. De que yo lo recuerdo a usted con afecto, a pesar de todo, es prueba la presente, por medio de la cual lo invito a pasar un fin de semana en mi quinta de Coyoacán en compañía de otras personas de mi amistad.

      Lo espero a usted el viernes próximo a las diecinueve horas.

      Afectuosamente,

      Georgina Llorente, viuda de Prado.

      Se encaminó con paso inseguro a su ropero, tardó algunos segundos en hallar la llave para abrirlo y al fin extrajo de debajo de unos viejos pantalones una botella de tequila. La destapó, bebió un buen trago, la colocó en el buró sin taparla y volvió a leer la carta. Por tres veces más, se entregó a la doble ocupación de ingerir vino y de leer el mensaje perfumado. Por fin, tras colocarla suavemente bajo la almohada de funda raída pero limpísima, Abel se recostó y se puso a pensar.

      Y yo no te he de olvidar

      porque no puedo,

      mejor me muero

      que dejarte de amar.

      Las palabras de la vieja canción martillaban su cerebro, pero no con la estridencia de las vocecillas que hacía apenas una hora la revivieran en su memoria, sino con la dulzura y viveza con que las oyó por primera vez hacía seis años.

      Imposibilitado por su precaria situación económica y atado por el deber hacia sus hermanas, no se había casado. Allá en Morelia quedó la novia esperando inútilmente su regreso. Él la olvidaba en medio de mercenarios amoríos. En dos ocasiones su vida amorosa ascendió de las vulgares parrandas a la categoría de romance y aventura. Fueron las respectivas heroínas, una compañera de trabajo que terminó por asustarse ante la perspectiva de penuria entre dos cuñadas solteronas, y una señora casada que aplicaba la ley del Talión a su marido. Pero en todos esos casos permaneció fundamentalmente indiferente. Creíase invulnerable a los arrebatos de la pasión. Pero un día, conoció a Georgina.

      Fue un encuentro casual. Abel vivía uno de sus días buenos y caminaba al atardecer por Madero. Delante de él vio a Georgina. Era ésta una mujer ya madura, pero guapa y llamativa. Vestía con una elegancia sin ostentación que a los ojos

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