El espíritu de la filosofía medieval. Étienne Gilson

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El espíritu de la filosofía medieval - Étienne Gilson Pensamiento Actual

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analice atentamente su contenido; pero ¿a qué se debe que esas ideas de origen puramente racional sean exactamente las mismas, en lo esencial, que las que el cristianismo había enseñado, en nombre de la fe y de la revelación, durante dieciséis siglos? Esta concordancia, sugestiva en sí misma, lo es aún más si se coteja el caso de Descartes con todos los casos análogos que le rodean.

      ¿Qué debería ser, en efecto, una filosofía cristiana digna de ese nombre? Primero y ante todo la exaltación de la gloria y del poder de Dios. Él es el Ser y el Eficaz, en el sentido de que todo cuanto es no es sino por Él y que todo cuanto se hace lo hace Él. ¿Qué son, al contrario, el aristotelismo y el tomismo? Son filosofías de la naturaleza, es decir, sistemas en los cuales se supone que existen formas substanciales, o naturalezas, que son como entidades dotadas de eficacia y productoras de todos los efectos que atribuimos a la actividad de los cuerpos. Es muy natural que una filosofía pagana, como la de Aristóteles, atribuya a los seres finitos esa substancia, esa independencia y esa eficacia. Es también natural que haga depender de la existencia y de la acción de los cuerpos sobre nuestra alma el conocimiento que de ella tenemos. Pero un cristiano debiera estar mejor inspirado. Sabiendo que causar es crear, y que crear es la operación propia del ser divino, santo Tomás hubiera debido negar la existencia de las naturalezas o de las formas substanciales; relacionar a Dios solo toda la eficacia y, por la misma razón, situar en él tanto el origen de nuestros conocimientos cuanto el de nuestros actos. En una palabra: Malebranche mantiene la verdad del ocasionalismo y de la visión en Dios como piezas esenciales de una filosofía verdaderamente cristiana y fundada en la idea de la omnipotencia.

      No es posible predicar mejor, con su causa y razón. Si eso es lo que nos reserva la nueva fe por fin liberada del folklore de la Biblia cristiana, la Universidad de Yale bien hubiera podido substituir por una lectura pública de san Juan y de san Pablo las D. H. Terry Lectures; y si, como cree Mr. W. P. Montague, el nuevo Dios difiere del antiguo en que afirma la vida en vez de negarla, nos vemos constreñidos a preguntamos qué sentido puede haber conservado la noción de cristianismo en el espíritu de nuestros contemporáneos. En realidad, la nueva religión de Mr. Montague es un caso bastante bonito de folklore bíblico complicado con folklore griego; toma por ideas filosóficas nuevas ciertos vagos recuerdos del Evangelio, leído en la infancia y que algo en él se rehúsa a olvidarlo sin que se dé cuenta de ello.

      Hay, pues, algunas razones históricas para poner en duda la separación radical de la filosofía y de la religión en los siglos posteriores a la Edad Media; en todo caso es muy justo preguntarse si la metafísica clásica no se ha nutrido de la substancia de la revelación cristiana mucho más profundamente de lo que se dice. Plantear la cuestión en esta forma, es sencillamente plantear en otro terreno el mismo problema de la filosofía cristiana. Si por la revelación cristiana se han introducido ideas filosóficas en la filosofía pura; si algo de la Biblia y del Evangelio ha pasado a la metafísica; en una palabra: si no es posible concebir que los sistemas de Descartes, de Malebranche o de Leibniz hubieran podido constituirse tales cuales son si la influencia de la religión cristiana no hubiese obrado en ellos, es infinitamente probable que la noción de filosofía cristiana tiene un sentido, porque la influencia del cristianismo sobre la filosofía es una realidad.

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