El alma de los muertos. Alfonso Hernandez-Cata
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—¿Te acuerdas cuando reñí con un chico rubio por ti? —Y animado por el éxito de su memoria, iba encadenando los recuerdos con asombrosa precisión—. ¿Y cuando te examinaste de solfeo y confundiste un silencio por un becuadro?... ¿Te acuerdas?
Ella, viendo pasar por la conversación, exenta de exaltaciones, de Lucio toda la sarta de pequeños incidentes, cuyos recuerdos decían ecuánime lucidez mental, miraba sonriendo a la madre, procurando leer en sus ojos, gozándose en suponerla víctima de un temor excesivo, diciéndose para justificar sus pensamientos: «El mucho cariño... Tal vez los años...».
A principios de junio, el tiempo tuvo una alteración regresiva. Del norte soplaron vientos fríos, y de nuevo, como en las mañanas invernales, se hizo el agua hielo en las junturas de las piedras. Lucio hubo de levantarse bien entrado el día, de renunciar a las escenas geórgicas del establo, donde la mansedumbre de los ojos bovinos parecía interrogar por aquel que acariciaba el cobrizo testuz, mientras el tesoro de las ubres desbordábase en el jarro coronado de espuma humeante y blanca.
Aquella mañana, cuando la hermana fue a llevarle el desayuno, él no estaba despierto como de costumbre. Tuvo que llamarle blandamente:
—Lucio... Lucio.
Tardó bastante tiempo en despertar.
—¡Perezoso, despierta!... Lucio...
Luego de abrir los ojos, incorporose para preguntar a la hermana:
—¿Hace mucho rato que estás?... ¿Cuándo viniste?
—Acabo de entrar ahora... ¿No has descansado bien?
—¿Te han visto?... ¿Te ha conocido alguien al venir?
—Pero ¡qué dices!
—¡Oh, sí lo supieran..., sí supieran que habías llegado...!
Ella vio en el fondo de sus ojos dos llamas siniestras, y quiso huir; pero él, felino y rápido, saltó del lecho. Fuese hacia ella, y mientras le desgarraba los vestidos, oprimiole con su boca la boca, sin dejarla gritar.
—¡Lucio!... ¡Suéltame!... ¡Qué horror, qué horror!
Lucharon largo tiempo. Ella se defendía desesperadamente, dándose cuenta de la probable monstruosidad. Él, multiplicando sus ataques, combábase sobre ella, frenético. En la estancia solo se oían las respiraciones jadeantes; por el suelo esparcíanse los jirones de tela; en la carne, las manos imprimían hondas huellas moradas.
Hubo un momento en el cual todo el cuerpo de la hermana sintió el contacto del cuerpo de Lucio, en tanto se ensangrentaban sus labios bajo los labios del sátiro.
Entonces, inconsciente ya, le atenazó el cuello para repelerle.
Aún lucharon algunos segundos.
Ella apretaba con fuerza, con todas sus fuerzas, hasta que pudo comprender que ya solo ella oprimía... Pero, luego, sus gritos resonaron afuera clamorosos y trágicos.
Y el polvo que levantó el cadáver de Lucio al batirse contra el suelo se hizo luminoso en un rayo de sol.
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