Con la escuela hemos topado. José Luis Corzo Toral
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INTENCIÓN
«Con la iglesia hemos dado, Sancho», le dijo el ingenioso caballero don Quijote de La Mancha a su escudero, mientras buscaban el palacio y alcázar de Dulcinea.
«Ya lo veo –le respondió este– y plega a Dios
que no demos con nuestra sepultura…».
Aquello no era sino «la iglesia principal del pueblo» 1.
Así, la escuela, más que un «lugar privilegiado
para la promoción de la persona […] necesita una urgente autocrítica», dice el papa Francisco
no solo de las escuelas católicas 2.
Un doble enigma, tanto universal como cristiano, provocó estas páginas: ¿en serio valoran la sociedad y los políticos nuestro desarrollo personal durante la infancia, la adolescencia y la primera juventud, sobre todo en la escuela obligatoria? ¿Y por qué no se llega de una vez al tan cacareado Pacto Educativo serio y duradero? ¿Y a la Iglesia también le preocupan absolutamente todos o solo los suyos y en sus colegios? ¿Por qué la reciente asamblea vaticana sobre los jóvenes apenas habló de educación?
Y desde la ribera del socialismo, ¿por qué ocultar actitudes educativas hondas y libres, como las de Luis Gómez-Llorente? Quise editar hace cinco años los textos dispersos que publicó sobre Laicismo, religión, escuela, y aún duermen en mi estantería las galeradas de la editorial Trotta, con el prólogo de Victoria Camps, a punto de impresión (260 páginas). Lo impide su hija propietaria y le han ignorado u olvidado muchos que le escuchamos en público y en privado desde las dos orillas.
Si aquí miro de vez en cuando el panorama educativo desde el Evangelio, es porque sueño hace mucho con que un día lo podremos oír en la calle –y en la escuela– con su sonido laico original, no clerical. Seguro que nadie tiene su exclusiva 3.
En general hemos sobrecargado a la escuela con una tarea educativa que no es la suya propia y, ahora desanimados, la despreciamos. Si acaso, buscamos otros ámbitos de educación, desde el deporte y la informática hasta la «pastoral juvenil» de la Iglesia..., pero no es nada bueno olvidarse o arrinconar la escuela.
Hemos confundido dos cosas distintas: la educación, como desarrollo personal y progresivo, y la instrucción (en especial, la escolar obligatoria, casi de 0 a 16 años). Si antaño la instrucción fue cosa de pocos y asunto privado, hoy está en manos de todos los Estados del mundo, y, en países como España, también la Iglesia se siente implicada (por controlar aquí cerca de un 30 % de los centros educativos, concertados y no). Hay quien sostiene que «la controversia sobre la concertación es el principal escollo para alcanzar el ansiado Pacto Educativo» 4.
Mi asombro aumenta porque se supone –bien o mal– que la escuela es decisiva para la educación (casi tanto como la familia), y así ambas facetas se involucran y se mezclan. Razón de más para que el desarrollo personal de cada uno y, en concreto, en la escuela interese mucho a la sociedad, a sus gobiernos y también a la Iglesia. Pero, si fuera así, cuidarían más su funcionamiento y los programas en ayuda de la educación. Aunque los lectores atruenen mis oídos con respuestas optimistas al respecto, tengo hechos en contra.
Como ciudadano, veo el enorme fracaso escolar que suele desvelar el informe PISA y que nos recrimina la Unión Europea. Puede que no baje del 30 % del alumnado 5. Aparte que medir la escuela solo por su éxito académico –con vistas al mercado– o creer que su mayor desafío son las nuevas tecnologías o la elección entre pública o privada, es despreciarla. ¡Como si la escuela pública, igual para todos, no fuera una victoria social demasiado evidente que debemos mejorar cada día entre todos! (incluida la Iglesia, que tiene en ella el mayor número de bautizados).
Como cristiano, he acabado por dudar del interés de mi Iglesia por la educación de todos: por fin sus escuelas católicas pudieron volver a ser verdaderamente públicas y gratuitas, gracias al «concierto» facilitado por un Gobierno socialista (Felipe González en 1986). De hecho, nada impide que un servicio público lo realicen también los particulares –y no solo un Estado «estatalista»– para enriquecer el pluralismo y la variedad social. Eso sí, sometidos todos a las reglas comunes que garanticen el servicio; en este caso, la instrucción básica y de calidad a la que todos tienen derecho. Pero poco a poco la escuela concertada se va cobijando en otro supuesto derecho –y servicio– muy escabroso: ofrecer a ciertos padres una escuela a su gusto ideológico, más que religioso. No parece que los fundadores de religiosas y religiosos de la enseñanza pensaran en los papás más que en los niños. Pero tanta elección al alcance de todos no hay quien la garantice –y menos gratis–. Basta con asegurar a los padres que nadie colonizará ideológicamente a sus hijos, pues solo ellos tienen derecho –obligación más bien– de que «reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones» (en casa, en las escuelas, en las iglesias, etc.).
Ya me hizo escarmentar el difícil parto del Concilio Vaticano II sobre la educación, que a punto estuvo de acabar en un aborto: aquel breve documento se había concebido en defensa de las escuelas católicas y necesitó mucha autocrítica conciliar hasta centrarse en la gravísima importancia de la educación universal 6. Algo similar ha sucedido en el reciente Sínodo vaticano sobre los jóvenes (2018), donde los estudios escolares apenas se mencionan, y tuvo que rectificar el propio papa.
También, cuando me incorporé de profesor en 1990 al prestigioso y progresista Instituto Superior de Pastoral (Universidad Pontificia de Salamanca en Madrid), noté que ni educación ni escuela eran allí muy relevantes. Como si la Iglesia sintiera fracasar su modelo de transmisión familiar e infantil de la fe y quisiera sustituirlo por la conversión de adultos 7. Pero ella no puede ignorar que la fe es un misterioso don divino –no un logro humano–, necesitado, eso sí, de un mínimo de madurez personal (educación) para arraigar. De nuevo me parece que, si la Iglesia solo valora la escuela como plataforma para evangelizar, en el fondo la usa y la desprecia. ¿Tan deteriorada la ve? Soy un escolapio y ninguna otra cosa he querido ser tanto desde mi juventud, pero ahora casi viejo contemplo atónito el derrumbe europeo de mi Orden por falta de vocaciones a la enseñanza. ¿Es posible que la Iglesia no quisiera más que suplir al Estado en tiempos de carestía y, ahora que hay abundancia, se dedique a competir con él? ¿Ya no nos queda más sal ni luz ni levadura?
Todos estos hechos me hicieron cultivar casi en solitario la «teología de la educación» [TE], que algunos adivinarán en estas páginas. Sirve para entender la relación entre lo educativo y la fe en el Evangelio, y cuándo desaparece y deja de existir. Lo explicaré en un doble capítulo aposta, porque aquí escribo para quien sea laico, es decir, para quien respete la autonomía de algo tan secular como la educación.
En cualquier caso, quiero aclarar enseguida que estas páginas no nacen de un lamento condenatorio de los jóvenes, ¡una calamidad desnortada!, etc. De ninguna manera. Estos chicos son hijos nuestros, de sus padres y abuelos y de un tiempo pasado –que rara vez fue mejor–, pero, sobre todo, son hijos de su futuro, que yo no pienso juzgar y que afrontarán ellos y no yo. La mejor intención de este libro es unirme al grito universal de que ¡la educación es un tesoro extraordinario de la humanidad! 8 Un gran tesoro social más aún que individual, que funcionaría también sin las escuelas (que, además, a veces se lo apropian indebidamente). Pero por eso la escuela se merece la ayuda de todos, ¡hasta de los maestros y profesores!, sin miedo a quien les paga o les exige. Y hasta la ayuda de la Iglesia ¡y de los políticos!
Aquí no ofrezco teorías y leyes para reformar la escuela ni para educar de otra manera. Paulo Freire, el pedagogo más significativo –a mi juicio– del siglo XX, nos enseñó que «nadie educa a nadie, ni siquiera a sí mismo; nos educamos juntos». Si subrayo