Bogotá en la lógica de la Regeneración, 1886-1910. Adriana María Suárez Mayorga
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El acercamiento al eje electoral se realizará, por último, analizando algunas de las elecciones para concejales municipales verificadas en la capital del país desde las postrimerías del siglo XIX hasta la primera década del siglo XX. La tendencia del período consistió en que progresivamente la ciudadanía manifestó mayor interés por tomar parte en los comicios (fuera a través del sufragio u opinando sobre la jornada electoral), allende las denuncias elevadas acerca de las irregularidades cometidas por el oficialismo para acomodar los resultados en beneficio de su círculo político.41
La aserción precedente no desconoce que la contienda comicial fuera interrumpida con el desencadenamiento de la guerra o que frecuentemente se registrara un alto grado de abstención; por el contrario, lo que se quiere indicar es que poco a poco la intervención en las votaciones para cabildantes capitalinos se asumió como una forma lícita de hacer política y de sentar oposición.
Indefectiblemente, el cariz que adquirió esta confrontación legal estuvo estrechamente ligado al centralismo reinante: en su búsqueda por mantener la hegemonía, el poder central implementó un sistema clientelar que garantizaba su permanencia en el mando.42 No obstante, lo interesante del proceso es que, aunque la urbe fue víctima de ese clientelismo imperante, también se erigió en uno de los principales focos de resistencia a esa práctica: en determinados momentos de la Regeneración, los partidos políticos que se hallaban por fuera del poder comprendieron, aún sabiendo que iban a perder en las urnas, que las elecciones para regidores bogotanos eran un escenario idóneo para enfrentarse, legítimamente, al oficialismo.
Teniendo en cuenta lo anterior, tres son, fundamentalmente, las preguntas que en este texto se pretenden dilucidar: a) cómo fue concebido el municipio durante la Regeneración y qué incidencia tuvo esa concepción en el desarrollo urbano bogotano; b) qué debates se dieron entre los letrados colombianos de la época en relación con la administración local y qué significado alcanzaron en la conformación del Estado, y c) cómo se llevaron a cabo los comicios para concejales capitalinos en el lapso comprendido entre 1886 y 1910 y qué efecto tuvieron en el devenir político del país.43
La decisión de privilegiar dichas cuestiones remite a la lógica que caracterizó al período: pese a que el municipio fue para los regeneracionistas el espacio político por excelencia y pese a que el movimiento regenerador se preció de otorgarle a las localidades múltiples facultades para que pudieran gestionar por sí mismas todo lo concerniente al desarrollo local, la realidad es que esa vocación descentralizadora estuvo cimentada en un sistema de contrapesos que tenía como único propósito subordinar el ámbito distrital a los intereses del poder central.44 Tal proceder generó que Bogotá acabara instituyéndose, en concordancia con su condición de capital nacional, en el símbolo por antonomasia de la centralización político-administrativa ejercida por el Estado.45
La situación descrita estimuló rápidamente que a finales del siglo XIX se produjera el surgimiento de una correlación capital-país que paulatinamente adquirió dos dimensiones distintas: la regional, profesada desde las secciones que veían la ciudad como la personificación de la opresión y la corrupción estatal, y la local, enunciada desde la esfera bogotana como una crítica a los gobiernos regeneradores por erigir dicho paralelismo en un mecanismo de control sobre la administración municipal. Los defensores del orden, como historiográficamente se ha llamado a los regeneracionistas, incluso se encargaron de reforzar esa percepción porque les permitió justificar el carácter antimoderno de la nación que ellos pretendían erigir.
La explicación previa permite comprender por qué Bogotá fue definida durante los decenios en estudio como “el cerebro y corazón de la República” (Suárez Mayorga, 2015, p. 217): en virtud de esa simbolización de la capital como reflejo del país, la ciudad quedó subordinada al poder central (con los efectos que esto tuvo en el espacio local, al obstaculizar que emprendiera su proceso de modernización urbana) y además se ganó el resentimiento de las regiones. La paradoja que encerró este devenir radicó en que la urbe no solo no fue la principal beneficiaria de la esfera nacional, sino que adicionalmente debió lidiar con los problemas originados a nivel departamental, al convertirse, según se denunciaba en la época, en la imagen más acabada de la ideología regeneracionista.
Hay que agregar, sin embargo, que tanto en el Concejo de Bogotá como en los ámbitos desde los cuales se fraguaba la opinión pública (fundamentalmente la prensa y la academia), hubo quienes se opusieron enérgicamente a dicha lógica, accionar que a la larga generó que la lucha de los capitalinos por desligarse del vínculo indivisible que unía a la ciudad con el Gobierno obrara como un motor de las demandas que se esgrimieron durante la Regeneración en lo concerniente a la necesidad de reformar la normatividad que regía a la esfera distrital.
Interesa remarcar estos planteamientos porque las fuentes recopiladas demuestran que la sujeción a la que fue sometido el espacio local no fue fortuita, sino que se afincó en un principio nodal del accionar regenerador: el andamiaje institucional establecido en la Constitución de 1886 se asentó en la idea de Rafael Núñez de que el progreso moral (término entendido dentro de la estricta obediencia a la doctrina católica) era más importante que el progreso material, pues para el cartagenero la existencia del primero aseguraba tarde o temprano la consecución del segundo. Instituir “la estructura nacional íntegra sobre desnuda base de utilidad perecedera, a estilo de maquinaria destinada únicamente a cosas materiales” (Núñez, 1950, p. 57) era, a su modo de ver, conducir al país a un ambiente de anarquía e inestabilidad.46 “Muchas veces”, según lo expresaba, “la aparente riqueza material” era “origen de miseria” (Núñez, 1946, p. 179).47
Vale acotar, empero, que dicha conceptualización no era inédita, sino que hacía parte de una “matriz ideológica” que se propagó en Colombia “en la segunda mitad del siglo XIX”, caracterizada por criticar “el progreso en forma más integral” (Melo, 2008, p. 4). En la terminología de Melo (2008):
[Esa] crítica hace parte de una visión católica relativamente integral del mundo, que afirma que lo valioso para el hombre es la salvación y que la búsqueda de la felicidad en este mundo trae el pecado, [...] el demonio y la carne. Los valores espirituales son eternos, y no hay progreso en ellos, y es ingenuo buscar el progreso moral a través del avance de la organización de la sociedad. Transformar las instituciones es más bien un riesgo, porque amenaza la supervivencia de los valores católicos e hispánicos propios de la cultura nacional. La tradición, las costumbres y valores heredados son los que corresponden a nuestra manera de ser y deben ser defendidos. El progreso, la búsqueda de lo nuevo, las ideas extrañas y ajenas a la tradición, como el modernismo, el liberalismo, el protestantismo […] no constituyen un avance sino que son un cáncer que carcome la cultura y destruye el orden social. (pp. 4-5)
Finalmente, el último tópico que se estima relevante de examinar, en aras de encarar los tres interrogantes atrás enumerados, es cómo se comporta el ordenamiento municipal “en relación con la existencia de regímenes federales o unitarios”, sondeo que resulta crucial para determinar cuál es “su incidencia en el cumplimiento de los roles locales” (Clichevsky, 1990, p. 501).48
Indagar sobre este aspecto es fundamental para discurrir sobre el caso colombiano, porque permite dilucidar cómo estaban distribuidos los poderes en el sistema administrativo bogotano y cuál era el grado de intervención en el entorno distrital que la propia