Bogotá en la lógica de la Regeneración, 1886-1910. Adriana María Suárez Mayorga

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Bogotá en la lógica de la Regeneración, 1886-1910 - Adriana María Suárez Mayorga

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de la naturaleza antimoderna del régimen. No en vano, la inferencia que sacó de su paso por la capital durante el primer mandato de Rafael Núñez sugirió que los males intrínsecos a las “expresiones de progreso material” (Solari, 2001, p. 82) únicamente podían resolverse “desde arriba”, es decir, desde lo que él consideraba “un sector legítimo en el ejercicio de la dirección” (Terán, 2008, p. 60).

      La apuesta de Miguel Cané por dejar el destino del territorio argentino en manos de “una minoría dirigente” capaz de “constru[ir] una sociedad”, que se “autolegitima[ba] en el linaje, el saber y la virtud” (Terán 2008, p. 60), encontró en “el liberalismo conservador que conoció en Colombia” su asidero, llegando incluso a proponer como “diseño final de su perfil político” un “liberalismo templado”, que se resumía en la premisa de que “'los verdaderos y únicos principios de gobierno consist[ían] en armonizar el orden con la libertad'” (p. 65).

      La paradoja que revistió este proceso fue, empero, que la aspiración canesiana de reconstruir la nación argentina sobre ese vínculo armónico para contrarrestar la decadencia propia del “materialismo reinante” (Solari, 2001, p. 81) se concretó en una patria que no era la suya y abrazó unas singularidades que posiblemente nunca imaginó: a diferencia de lo que Miguel Cané buscaba, el programa político implementado por la Regeneración no se enfocó en atenuar los efectos de las transformaciones acaecidas en el territorio colombiano, sino en impedir que el país transitara durante el período en estudio por la experiencia y la conciencia de la modernidad.

       La dicotomía interior-exterior

      La primera impresión que el mencionado diplomático recibió de Bogotá fue “más curiosa que desagradable” pues, convencido de que “a centenares de leguas del mar” era imposible encontrar “un centro humano de primer orden”, arribó a la urbe “con el ánimo hecho a todos los contrastes, á todas las aberraciones imaginables” (Cané, 2005, p. 179). A medida que “el carruaje avanzaba con dificultad” por los linderos de “la plazuela de San Victorino”, puerta de entrada por el occidente, el “cuadro” (p. 179) que acaparó su atención fue el de “una atmósfera pesada y de equívoco perfume” (p. 180), compuesta por un nutrido grupo de indios (entre los cuales había un número considerable de mujeres) que impedían el paso de su coche. El paisaje que contempló correspondía a un día de mercado, momento en el que los “agricultores de la Sabana, de la tierra caliente y de los pequeños valles” circundantes, iban a vender “sus productos” a la ciudad (p. 180).

      Después de escuchar las explicaciones dadas por los capitalinos frente a esta percepción primigenia, la sensación de Miguel Cané cambió: pronto se halló “transportado a la España del tiempo de Cervantes” en donde primaban “las casas bajas y de tejas”, con “balcones de madera”, similares a los que podían apreciarse, dentro del territorio rioplatense, en suelo cordobés (Cané, 2005, p. 181). El frente de esas residencias estaba presidido por “puertas enormes” que daban paso a “calles estrechas y rectas, como las de todas las ciudades americanas” (p. 181), por donde circulaba un “arroyo” que bajaba de la montaña causando un “ruido monótono, triste y adormecedor” (p. 182).

      La función principal de ese “caño” era transportar los desperdicios de los habitantes, pero en su recorrido obstaculizaba el tráfico, contaminaba con olores putrefactos el ambiente e incitaba la formación de focos de infección, ya que cuando el agua cesaba de correr los residuos domésticos se aglomeraban sin que “la acción municipal, deslumbrante en su eterna ausencia” (Cané, 2005, p. 182), tomara algún interés por remediarlo.

      Un asunto que lo sorprendió fue que “la municipalidad” atendiera las tareas de “limpieza e higiene pública” con “un desprendimiento deplorable”, incluso a pesar de que “los vecinos” pagaban un alto impuesto de aseo que, en su concepto, bastaba para mantener a la capital en “inmejorable condición higiénica” (Cané, 2005, p. 182).59

      La glosa que hacía a la mala administración municipal estaba estrechamente vinculada en su pensamiento a la reminiscencia del pasado hispánico que, según él, pululaba por todos los rincones: la ausencia de paseos urbanos, la austeridad de las pocas plazas que poseía el entramado, la inexistencia (con excepción del altozano)60 de sitios de reunión, la presencia de un damero reducido que en vez de extenderse a medida que iba creciendo la población, se densificaba provocando con ello problemas serios de salubridad, eran, desde su perspectiva, signos palpables de ese legado colonial.61

      El panorama descrito se agudizaba aún más al constatar las pésimas condiciones habitacionales tanto de “la gente baja”, tipificadas en la proliferación de “cuartos estrechos” en donde dormían “cinco o seis personas por tierra” (Cané, 2005, p. 186), como de los extranjeros que llegaban a Bogotá de manera “transitoria”, pues los hoteles no solo eran lamentables a causa de que la ciudad no era “punto de tránsito para ninguna parte”, sino también porque el número de viajeros que arribaban a ella no era lo suficientemente alto para que fuera posible sostener “un buen establecimiento de ese género” (p. 211).

      Las deficiencias urbanísticas que por entonces exhibía la capital nacional fueron contrapuestas por el diplomático argentino a la intimidad de los hogares de la élite en los cuales, a su modo de ver, el desenvolvimiento intelectual de la sociedad denotaba su superioridad incontestable:

      Llegaba al frente de una casa, de pobre y triste aspecto, en una calle mal empedrada, por cuyo centro corre el eterno caño; salvado el umbral, ¡qué transformación! Miraba aquel mobiliario lujoso, los espesos tapices, el piano de cola Ehrard [sic] o Chickering y sobre todo los inmensos espejos, de lujosos marcos dorados, que tapizaban las paredes, y pensaba en el camino de Honda a Bogotá, en los indios portadores, en la carga abandonada en la montaña, bajo la intemperie y la lluvia, en los golpes á que estaban expuestos todos esos objetos tan frágiles. (Cané, 2005, p. 197)

      Los notables atributos que ostentaban los bogotanos compensaban, en su narración, el atraso imperante que exteriorizaba el país: al observar a la “sociedad culta, inteligente” e “instruida” (Cané, 2005, p. 210) de la capital, él llegó a afirmar:

      Colombia se ha refugiado en las alturas, huyendo de la penosa vida de las costas, indemnizándose, por una cultura intelectual incomparable, de la falta completa de progresos materiales. Es, por cierto, curioso llegar sobre una mula, por sendas primitivas en la montaña, durmiendo en posadas de la Edad Media, a una ciudad de refinado gusto literario, de exquisita civilidad social y donde se habla de los últimos progresos de la ciencia como en el seno de una academia europea. No se figuran por cierto en España, cuando sus hombres de letras más distinguidos aplauden sin reserva los grandes trabajos de un [Miguel Antonio] Caro o de un [Rufino José] Cuervo, que sus autores viven en la región del cóndor, en las entrañas de la América, a veces, y por largos días, sin comunicación con el mundo civilizado […].

      Pero ¡cómo se allanan las dificultades materiales de la vida en el seno de aquella cultura simpática y hospitalaria! (Cané, 2005, pp. 210-211)62

      Las descripciones efectuadas por Martín García Mérou (1989) con respecto a la urbe coincidían igualmente en remarcar esa diferencia entre el hogar y la calle. El planteo con el que inauguraba su relato sugería que solamente estando en el “interior” de la ciudad se podía distinguir su talante de “capital de una Nación” (p. 106), pues la imagen que de inmediato se quedaba en la mente del forastero al entrar a ella era la de una “turbamulta abigarrada y compacta” (pp. 106-107) conformada por una “baja población indígena, doblegada por la [pobreza]” (p. 107).63

      El “espectáculo de la miseria”, término que él usaba para definir el pauperismo de la ciudad decimonónica, lo impresionó de tal modo que dedicó unas cuantas líneas a detallar la condición de los mendigos que, arrastrándose

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