Bogotá en la lógica de la Regeneración, 1886-1910. Adriana María Suárez Mayorga
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En la misma línea, asegurar que la Regeneración “abarcó el período entre 1869 y 1900” (López-Alves, 2003, p. 146) obliga a hacer un recorte que si bien es justificable para la primera fecha si —y solo si— se acude al discurso pronunciado ante el Congreso el 1º de febrero de 1869 por el presidente electo, el general liberal Santos Gutiérrez,5 difícilmente podría aceptarse para el otro extremo de la cronología propuesta: aunque el golpe de Estado perpetrado por José Manuel Marroquín el 31 de julio de 1900 encarnó un acontecimiento trascendental en la época, otorgarle el fin del movimiento regenerador sería desconocer que fue precisamente la intransigencia de este dignatario frente a la insurgencia liberal la que dio pie para que se produjera la pérdida de Panamá y la posterior llegada de Rafael Reyes al mando.6
Finalmente, la interpretación proporcionada por López-Alves (2003) en lo que incumbe a la configuración del Estado colombiano sugiere que el siglo XIX debe entenderse como un continuo que va de 1810 a 1900. Tal posición es errada, pues es tangible que las medidas adoptadas por la Regeneración no se pueden equiparar a las medidas liberales de mediados de siglo ni a las medidas de la etapa posindependentista. La lectura que se haga de la centuria decimonónica debe afincarse en la asunción —y este es uno de los postulados medulares del presente libro— de que cada etapa histórica representó un decurso particular que debe ser examinado en su especificidad; si bien existieron problemas transversales para toda la centuria decimonónica (el municipio como ordenamiento político-administrativo es uno de ellos), su resolución atendió al contexto del momento.
Interesa llamar la atención sobre estas cuestiones porque ponen de manifiesto que el dato histórico no es simplemente un dato, sino un testimonio de lo acaecido. Ignorarlo o tergiversarlo no es un asunto menor: únicamente conociendo las bases de la ideología regeneracionista es factible hablar de la génesis del movimiento.
Progreso, modernidad y modernización
Una segunda acotación que se debe hacer concierne a la forma en la que aquí se enuncian los términos modernidad y modernización: el argumento que en esta dirección se sostiene es que ambos deben entenderse a la luz de la noción de progreso que se impuso entre los letrados de la época en estudio, la cual lo concebía como un estadio ideal (tipificado por una sociedad justa, próspera, y democrática) al que se debía arribar.7
En 1900, Antonio José Uribe dio relieve a esta conceptualización en un editorial publicado en el periódico La Opinión, en el cual aseveró que el país vivía en el atraso a pesar de tener “muchas riquezas naturales, una juventud enérgica é inteligente, una numerosa clase social de gran cultura, un Ejército disciplinado, de valor incomparable, y una masa popular sufrida, en su mayor parte laboriosa” (U., 1900a, p. 101).8 A su juicio, todos estos elementos, “dirigidos con acierto”, podrían llevar a Colombia “á un grado de progreso en el cual nada tendría que envidiar á sus hermanos de la América española” (p. 101).
La alusión del diplomático antioqueño a que, dirigidos con acierto, esos atributos conducirían al país al grado de progreso que lo pondría a la par con las demás repúblicas hispanoamericanas no era un recurso retórico, sino un indicio palmario del enfrentamiento que por entonces había entre dos posturas antagónicas que convivieron durante la Regeneración y que causaron una serie de debates que son imprescindibles para entender adecuadamente dicha etapa:9 una, fue la postura preconizada por aquellos letrados que anhelaban ser espectadores de las transformaciones materiales que, desde su perspectiva, traerían consigo la prosperidad del territorio patrio, y la otra, fue la postura defendida por los regeneradores, quienes reivindicaban la ausencia de esos cambios con el fin de priorizar la exaltación de los valores sobre los cuales se edificaba la ideología regeneracionista (por ejemplo, la virtud y el perfeccionamiento moral).10 La persistencia del antagonismo entre ambas posiciones no solo marcó los decenios en estudio, sino que además sentó las bases del decurso histórico posterior.
Inscrito en este horizonte, un interrogante que hasta ahora no se ha mirado con detenimiento, para los años que van de 1886 hasta 1910, es hasta dónde los procesos de transformación que la historiografía colombiana ha identificado acudiendo a esa noción de progreso se inscriben dentro de la “idea de modernidad” (Gorelik, 2014, p. 8).11 Tal como lo plantea Adrián Gorelik (2014), no se “trata, entonces, de definir un comienzo ontológico” de la misma, “sino de situar en la historia el momento” en que esos cambios “fueron interpretados como modernos, a la vez que fueron coloreados por esa interpretación, dotándolos de una dinámica” que incide “en las representaciones” (p. 7). La “espiral” que resulta de esa ida y vuelta es justamente lo que dicho autor llama modernidad (p. 7).12
Las pesquisas más relevantes en la materia señalan que esa la idea de modernidad supone la confluencia de la conciencia y la experiencia de un mundo que transmuta; en otras palabras, la “conciencia de tiempo específico, es decir, la de tiempo histórico, lineal e irreversible”, que camina “irresistiblemente hacia adelante” (Calinescu, 1991, p. 23), debe estar acompañada de las “transformaciones sociales y materiales” (Gorelik, 2014, p. 8) que cristalizan esos signos de cambio en la realidad. Y este último proceso es precisamente el que se conoce como modernización.13
La pertinencia de la definición anterior reside en que permite vislumbrar por qué la ciudad moderna se erige en “el sitio por antonomasia” de dicha metamorfosis, pues al identificarla con la noción “de progreso (o con sus costos)” (Gorelik, 2014, p. 8) se convierte en un instrumento inmejorable para arribar a ese estadio ideal de desarrollo.
Hablar de ciudad moderna implica, por consiguiente, hablar de un momento histórico en el que se da la confluencia de un proceso de modernización urbana con el nacimiento de una variedad de “valores y visiones” (Berman, 1991, p. 2) que daban cuenta de esas transformaciones. La experiencia del cambio, reflejada en las alteraciones físicas que sufre el espacio urbano, tales como la ruptura de los patrones tradicionales de asentamiento, la variación en el uso de ciertas áreas, la creación de barrios obreros, la dotación de servicios domiciliarios, etc., se une así a las representaciones surgidas de esos cambios, dándole de esta forma origen a esa ciudad moderna.14
Hay que hacer énfasis en este punto porque una dificultad persistente en las investigaciones que se enfocan en el espacio urbano bogotano de fines de la centuria decimonónica hasta mediados del siglo XX es la utilización indiscriminada de los conceptos ciudad moderna, modernización y modernidad, sin atender a las particularidades de cada uno de ellos. Lo que en esta dirección se quiere subrayar es que para comenzar a reflexionar adecuadamente sobre la materia es indispensable comprender que “la idea de ‘ciudad moderna’” nace de una “idea de modernidad” que, tal cual ha sido definida por los especialistas en el tema, “combina una experiencia histórica con una conciencia histórica” (Gorelik, 2014, p. 8).
La traducción de estos planteamientos al período en estudio constriñe a proponer una tesis central del libro: si bien no se puede negar que la actitud exhibida en estos años por algunos letrados colombianos anunciaba de modo incipiente (al exigirle al Gobierno que se pusieran en marcha los adelantos que requería el país para progresar) esa conciencia de tiempo específico de la que habla Matei Calinescu, lo cierto es que todavía no estaban dadas las condiciones para que en ese momento confluyeran, “en relación necesaria, las transformaciones sociales y materiales con las representaciones culturales que buscaban comprenderlas, criticarlas o guiarlas” (Gorelik, 2014, p. 8). Todavía no se había producido el cambio estructural requerido para que se juntaran,