Bogotá en la lógica de la Regeneración, 1886-1910. Adriana María Suárez Mayorga
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Tras realizar las aclaraciones de tipo teórico-conceptual, es preciso aludir de modo sucinto al sustrato historiográfico del que se nutre esta investigación. Una primera observación a efectuar es que, aunque en las últimas décadas se ha propagado la idea de que “el espacio local constituye una unidad analítica peculiar” (Ternavasio, 1992, p. 56) que posee una validez indiscutible dentro de la historia política para examinar el proceso de conformación de los Estados nacionales, la anuencia a este precepto no ha estimulado con la misma diligencia en todos los países del continente americano la iniciación de pesquisas sobre el tema.16
Tal vacío historiográfico se debe a las dificultades que se presentan para encontrar fuentes que permitan analizar a profundidad la [esfera municipal], así como a las singularidades del medio andino que, buena parte de las veces, se acentúan en el territorio [colombiano. Consecuencia] de lo anterior es que los investigadores han tenido que recurrir a formular planteamientos de tipo general que, o se encuentran a la espera de ser corroborados, precisados o refutados, en investigaciones posteriores, o no son pertinentes al revisar el problema desde la escala local. (Suárez Mayorga, 2018, p. 778)17
Más que abordar en detalle las diferentes fuentes secundarias consultadas, lo que se pretende en este apartado es enunciar algunas precisiones acerca de la manera en la que en la esfera latinoamericana se ha estudiado el papel cumplido por la administración local en el transcurso del siglo XIX. Con frecuencia, el acercamiento a este problema se ha presentado esclareciendo cuál fue el accionar de los cabildos luego de la declaración de emancipación del imperio español y qué modificaciones se dieron con la sanción de la Constitución de Cádiz, en aras de explicar la continuidad o la ruptura que sufrieron algunas instituciones coloniales.18
La predilección por aproximarse de este modo a dicha cuestión ha generado un cierto auge de la perspectiva constitucionalista, la cual se afinca en la idea de que, después de las guerras independentistas, el municipio se convirtió en la “célula política básica detentadora de soberanía” y las “comunidades locales” se erigieron “en fuentes de derechos políticos” (Irurozqui Victoriano, 2004, p. 24).
Lo sucedido en el territorio neogranadino es diciente a la luz de esta conceptualización: pese a que tan pronto se dio la ruptura con la Metrópoli se promulgaron actas de independencia y textos constitucionalistas (testimonio de lo cual es la Constitución de Cundinamarca del 4 de abril de 1811), ninguno de esos documentos estableció un ordenamiento administrativo basado en el ámbito local. Solo a partir de la promulgación de la carta magna gaditana, se reivindicó al municipio como pieza esencial del engranaje gubernamental.19
La característica fundamental de la Constitución Política de la Monarquía Española, aprobada el 19 de marzo de 1812 y jurada en los territorios americanos meses después, fue en efecto, la regulación “en materia de organización territorial del poder” de un “Estado unitario descentralizado” (Salvador Crespo, 2012, p. 11), situación que generó que la discusión sobre los artículos relativos a los municipios y a las provincias se estructurara alrededor de la preservación de la autonomía local y la función de las localidades como órganos de representación popular.20
“El gobierno interior de los pueblos” quedó allí establecido mediante la creación de “ayuntamientos” (Constitución de Cádiz, 1813, p. 101) en “aquellos lugares de población inferior a mil almas y cuyas circunstancias particulares, agrícolas o industriales lo aconsejasen” (Salvador Crespo, 2012, p. 31).21 Las atribuciones que se les otorgaron quedaron circunscritas a: desempeñar “la policía de salubridad y comodidad”; “auxiliar al alcalde” en todo lo que perteneciera a “la seguridad de las personas”, los “bienes de los vecinos” y la “conservación del orden público”; administrar e invertir “los caudales de propios y arbitrios conforme á las leyes y reglamentos”; recaudar y repartir “las contribuciones”, remitiéndolas a la “tesorería respectiva”; “cuidar de todas las escuelas de primeras letras” y demás instituciones “de educación” que se pagaran “de los fondos del común”; velar por “los hospitales, hospicios, casas de expósitos” y el resto de “establecimientos de beneficencia”, bajo las reglas que se prescribieran; vigilar la “construcción y reparación de los caminos, calzadas, puentes y cárceles, de los montes y plantíos del común, y de todas las obras públicas de necesidad, utilidad y ornato”; “formar las Ordenanzas municipales” y “presentarlas á las Cortes para su aprobación por medio de la diputación provincial”, y “promover la agricultura, la industria y el comercio [según] la localidad y circunstancias de los pueblos”, así como todo aquello que les fuera “útil y beneficioso” (Constitución de Cádiz, 1813, pp. 104-105).22
Los ayuntamientos adquirieron gracias a las competencias reseñadas “algunas características descentralizadoras y democráticas”, en la medida en que se reconoció que “los vecinos de los pueblos” eran las únicas personas que conocían “los medios de promover sus propios intereses” y que no había “nadie mejor que ellos” para adoptar las prescripciones oportunas en el instante en que fuera preciso “el esfuerzo reunido de alguno o de muchos individuos” (Salvador Crespo, 2012, p. 23).
Empero, si bien existió esa voluntad de permitir que los municipios se encargaran de dirigir su propio rumbo, es tangible que los constitucionalistas no estaban pensando en avalar la total autonomía municipal, razón por la cual en la norma se ordenó “la inspección de la Diputación Provincial” y “la imposición del jefe político como presidente de la corporación” (Salvador Crespo, 2012, p. 24).23 El corolario de lo anterior fue que el ayuntamiento se erigió en un ente en el que sus miembros debían ser
elegidos por los vecinos en razón de la eficacia, pero donde [era] oportuno el control de una autoridad política legitimada por la voluntad nacional. De este modo, el régimen municipal de la Constitución de 1812 [pretendió] un municipio que recupe[rara] la tradición nacional, pero en realidad condu[jo] a una institución sometida al poder ejecutivo. (Salvador Crespo, 2012, p. 24)
La dualidad que encarnó esta situación ocasionó que en el transcurso del siglo XIX los municipios lograran constituirse en “un poder que limitaba la capacidad de injerencia del Estado en las sociedades locales”, suscitando en consecuencia numerosos choques entre ambos “formatos representativos” en torno a la “pervivencia de las libertades territoriales y corporativas” (Irurozqui Victoriano, 2004, p. 24).
En términos de gobernabilidad republicana, ello provocó un continuo riesgo en dos sentidos: a) de disgregación del territorio, porque las discrepancias con las comunidades fueron un sustrato fértil para el surgimiento de movimientos secesionistas, y b) de debilitamiento del gobierno central, pues a medida que la esfera municipal fue adquiriendo mayor injerencia, los distintos regímenes instaurados se vieron en la necesidad, o bien de concertar las medidas a adoptar, o bien de restringir, por medio del uso del fuerza o de la implementación de disposiciones de tipo autoritario e incluso dictatorial, las atribuciones del ámbito local.
La tendencia que se percibió a lo largo del siglo XIX fue a aumentar paulatinamente el control sobre las localidades, lo cual estimuló que, desde la prensa u otros organismos de deliberación, se empezara a debatir cuál era el verdadero significado de las dicotomías Estado nacional-autonomía municipal, centralización-descentralización y ciudadano-vecino. Lejos de ser una problemática coyuntural, la preocupación por estas cuestiones no solo se extendió hasta la centuria siguiente, sino que además denotó una ampliación de la discusión a otros asuntos, que fue congruente con la complejidad que adquirió el sistema político.
Importa hacer hincapié en esto último