La piedra filosofal de los Evangelios a los tratados alquímicos. Omraam Mikhaël Aïvanhov
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Omraam Mikhaël Aïvanhov
La piedra filosofal
de los Evangelios a los tratados alquímicos
Izvor 241-Es
ISBN 978-84-933298-8-4
Traducción del francés
Título original:
LA PIERRE PHILOSOPHALE
des Evangiles aux traités alchimiques
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I
SOBRE LA INTERPRETACIÓN DE LAS ESCRITURAS
1 - “La letra mata y el espíritu vivifica”
Cuando tengo que aclararos un punto importante de la vida espiritual, me apoyo muy a menudo en la Biblia, en los Evangelios sobre todo, lo habéis constatado. Pero, al hacerlo, me doy cuenta de que algunos están pensando: “¿Pero por qué da tanta importancia a lo que está escrito en estos pobres Evangelios? Se ha demostrado tantas veces que fueron amañados, falsificados, mutilados ¡y que incluso contienen contradicciones! ¿Cómo sigue basando su enseñanza en estos textos?” Pensar así es la prueba de que no me han comprendido bien. Yo no doy un valor absoluto a la letra de los Evangelios, pero me sirven de punto de partida para reencontrar las verdades eternas enseñadas por Jesús.
Os daré una imagen.
El cielo estrellado es una de las maravillas más grandes de la naturaleza. Pero hay diferentes maneras de mirar las estrellas. Podemos coger un mapa del cielo y un libro de astronomía que exponga en detalle todo lo que se sabe sobre los astros y los planetas: su nombre, las distancias que los separan, las diferentes materias que los componen, cómo nacen, viven y mueren, a qué leyes físicas obedece el sistema solar, etc. Ciertamente esto es muy útil y muy interesante para nuestra comprensión del universo, pero ¿qué aportará todo esto a nuestra alma y a nuestro espíritu?
He leído libros de astronomía, he escuchado a astrónomos presentar sus investigaciones y, a menudo, me he quedado muy impresionado. ¡Pero qué diferencia con las experiencias que pude hacer contemplando el cielo estrellado sin otra preocupación que la de fundirme en esta inmensidad! La paz, que poco a poco me invadía, me elevaba; mi único deseo era despegarme de la tierra, trasladarme muy lejos en el espacio para entrar en relación con las entidades espirituales cuyas manifestaciones físicas son los astros. En esas regiones dónde había sido proyectado, sentía que no había nada más importante que unirme al Espíritu cósmico, dejarme penetrar por él para llegar a la verdadera comprensión de las cosas, una comprensión que impregnaba todas mis células.1
A veces podemos sentirnos perdidos ante la inmensidad y el esplendor del cielo. Pero perderse en la contemplación del cielo no es el objetivo, hay que ir más allá. Porque el cielo estrellado es también un libro, un libro que no sólo se dirige a nuestro intelecto. El saber que nos da se imprime en nosotros y puede transformar nuestra vida. Éste es el verdadero saber: nos iluminamos con una luz que nos sobrepasa, y esta luz alimenta nuestros pensamientos, nuestros sentimientos, nuestros actos.
Los astrónomos observan el cielo nocturno, pero la mayoría de ellos se limitan a su realidad material. No saben que existen inteligencias que pueblan estos cuerpos celestes y que trabajan sobre ellos; todo se resume en leyes mecánicas y, así, su alma y su espíritu no ganan gran cosa con este tipo de estudios. Se parecen a los alpinistas que escalan una cima con la única meta de hacer proezas deportivas, de estudiar la naturaleza de las rocas o las variaciones atmosféricas: se olvidan de mirar la montaña, de comulgar con su belleza, con su pureza, con su poder.
La contemplación del cielo estrellado, lo mismo que la ascensión de una cima, debería dar a los humanos la solución a todos sus problemas, porque les abre las puertas de su cielo interior. El que se acostumbra a mirar las estrellas con amor, meditando en la armonía cósmica, en estas luces que vienen desde tan lejos en el espacio y en el tiempo, recorre con el pensamiento las regiones espirituales que están también en él. Pues bien, sabedlo, así es como yo leo los Libros sagrados, y en particular la Biblia, como si me acercase a un cielo cuyos astros iluminan e impregnan toda mi vida.
La Biblia ha jugado un papel inmenso en la formación del espíritu humano. Ha sido leída y releída, ha sido traducida a todas las lenguas del mundo; se dice incluso que es el libro del que se han impreso el mayor número de ejemplares. Muchos de los que la poseen no la leen, o muy poco, pero la conservan como una especie de talismán; y muchos de los que la leen confiesan que no comprenden demasiado estos textos y que a veces se sienten desanimados.
Durante siglos, los cristianos han leído la Biblia, sencillamente, sin hacerse preguntas. En algunas casas no había otros libros. Incluso muchos aprendieron a leer con la Biblia e hicieron de ella su alimento cotidiano. Pero actualmente se diría que este texto se vuelve cada vez más ajeno a las mentalidades contemporáneas. ¡Cuántos, católicos, protestantes, ortodoxos, me han confiado que, a pesar de sus esfuerzos, esta lectura no les aporta gran cosa! Entonces, ¿qué comprendían los lectores de épocas antiguas que ya no comprenden los hombres y las mujeres de hoy?
Algunos dicen que se comprende la Biblia a fuerza de leerla y de releerla, y también que hay que prepararse para esta lectura con la oración y el ayuno... Otros aconsejan estudiar los escritos de los comentaristas. Estos consejos contienen sin duda algo de positivo, pero la verdadera respuesta no está ahí. E incluso, en muchos casos, los exégetas que se han puesto a estudiar la Biblia desde el punto de vista científico han disminuido su virtud. Su trabajo de análisis ha hecho aparecer, sobre todo, errores de copia, lagunas, contradicciones y, en vez de encontrar la inspiración y la luz, no han hecho sino acumular materiales para discusiones y controversias sin fin. Los métodos científicos son siempre útiles, desde luego, pero según los campos en que se apliquen, su eficacia es desigual, y los misterios del alma se les escapan, sólo sirven para estudiar una ínfima parte de la realidad.
Sin duda es interesante preguntarse en qué época fue escrita tal o cual parte del Antiguo o del Nuevo Testamento, si tuvo uno o varios autores, examinar su vocabulario y compararlo con el de las lenguas vecinas. Pero este enfoque que consiste en analizar, indagar, disecar, a menudo no deja detrás suyo más que polvo y ceniza. La comprensión de los Libros sagrados, cualesquiera que sean, los Vedas, el Zend-Avesta, el Corán, exige otra forma de disciplina.
La primera regla es ponerse en estado de receptividad, para dar a las imágenes, a las sensaciones suscitadas por la lectura, la posibilidad de llevar a cabo un trabajo sobre el subconsciente. De esta manera, cuanto más leáis la Biblia, más sentiréis que una claridad se instala dentro de vosotros. Si no, sólo conseguiréis alejaros del sentido. Acabaréis incluso adoptando una actitud de indiferencia y de escepticismo, como si todo eso no mereciese más que un poco de curiosidad. Diréis que siempre es interesante descubrir de lo que es capaz el cerebro humano, porque los que inventaron a Dios, el alma, el espíritu y los otros mundos, dieron buena prueba de originalidad e imaginación. Pero con semejante punto de vista no alimentaréis vuestra vida interior.
Todo lo que dicen los Libros sagrados es exacto, quizá no exacto según los criterios del intelecto, que se limita siempre a la letra de los textos, pero sí exacto para el alma y para el espíritu. Éste es el sentido de las palabras de san Pablo en la Segunda Epístola a los Corintios: “La letra mata y el espíritu vivifica...”
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