Sois dioses. Omraam Mikhaël Aïvanhov
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Omraam Mikhaël Aïvanhov
“Sois dioses”
Salmos 82: 6
Evangelio de san Juan 10: 34
Traducción del francés
ISBN 978-84-935717-4-0
Título original:
“VOUS ÊTES DES DIEUX”
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Parte I - “Sois dioses”
1
“Sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto”
El ser humano es débil, miserable, pecador... Esto es lo que desde hace siglos la Iglesia repite sin cesar a los cristianos. El pecado original, la falta cometida por sus primeros padres les ha condenado definitivamente a una vida de tinieblas, de errores y de miserias. El hombre es concebido en el pecado, nace en el pecado, y no puede escapar a esta condición pecadora... Pues bien, debo deciros que subrayando y fomentando en las criaturas semejante idea, se debilita en ellas la esperanza y el deseo de desprenderse de sus limitaciones. Los humanos deben rechazar estas concepciones que les mantienen demasiado abajo, en sus debilidades. El hombre es pecador, es malo, de acuerdo, pero no está escrito en ninguna parte que deba seguir siéndolo durante toda la eternidad. Diréis: “¿Y el pecado original? ¡Ningún ser humano puede escapar a las consecuencias del pecado original!” Pero ¿dónde habéis leído semejante cosa? ¡Desde luego no habrá sido en los Evangelios! ¿Habló Jesús, acaso, del pecado original? No. Y no sólo no habló de él, sino que pronunció estas palabras increíbles: “Sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto...” Así pues, ¿cómo unos seres disminuidos podrían realizar este ideal de perfección divina?
Al afirmar la realidad de un Dios único, Moisés aportó algo fundamental para la conciencia religiosa, e incluso, de una forma más amplia, para la comprensión del hombre y del universo. Pero este Dios era un amo implacable, un fuego devorador: los humanos no eran, ante Él, más que criaturas temerosas y temblorosas, esclavos obligados a aplicar sus mandamientos bajo pena de ser aniquilados. Después vino Jesús y enseñó que este Dios único es un Padre cuyos hijos somos nosotros. Se ha acortado, por tanto, la distancia que nos separa de Él: estamos unidos a Él por lazos familiares. Todo ha cambiado. Y, en realidad, ¿dónde está este cambio? En la conciencia. Pero ¿cuántos cristianos han comprendido, verdaderamente, lo que significa ser hijos de Dios? ¿Cómo se imaginan a su Padre Celestial? Como un anciano con una larga barba ocupado en observarles y anotar sus buenas y sus malas acciones, o bien, como un buen hombre indulgente sobre cuyas rodillas van a subirse para tirarle de la barba y de los pelos... Aunque desde hace siglos repiten: “Padre nuestro, que estás en los Cielos”,1 los cristianos todavía no han profundizado suficientemente todas las consecuencias de esta filiación divina. Si el hombre es hijo de Dios, es que es de la misma naturaleza que Él (un hijo no puede ser de naturaleza distinta a la de su padre) y por tanto debe abstenerse ya de invocar el pecado original para explicar el lamentable estado en el que se encuentra... ¡y en el que, según parece, debería permanecer obligatoriamente!
Diréis que esta idea de un pecado original a causa del cual Adán y Eva, nuestros primeros padres, fueron expulsados del Paraíso, se encuentra en el Antiguo Testamento, y que no es una invención de la Iglesia. Sí, y este castigo fue acompañado de palabras terribles que Dios dirigió a Adán: “El suelo será maldito a causa de ti. A fuerza de trabajo sacarás de él tu alimento todos los días de tu vida, y te producirá espinas y abrojos, y comerás la hierba de los campos. Ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra de la que has salido, porque polvo eres y al polvo volverás.” Después, Dios puso en la entrada del jardín a unos ángeles armados con una espada flamígera para prohibir en lo sucesivo la entrada en él.
¿Acaso significa esto que la humanidad ha sido rechazada definitivamente? No, esta concepción del castigo divino infligido a los humanos a causa de la desobediencia de sus primeros padres, corresponde a la imagen del Dios implacable y vengador del Antiguo Testamento. Al enseñar que Dios es un Padre, Jesús no sólo nos llevó a una mejor comprensión de la Divinidad, sino que también hizo evolucionar nuestra concepción del hombre y de su predestinación. Incluso aunque no habló claramente del pecado original, trató de esta cuestión en la parábola del hijo pródigo mostrando que el hijo que se había alejado de la casa paterna, podía también volver a ella; si comprendía la falta que había cometido, su padre le acogería, y no sólo le acogería, sino que daría un banquete para festejar su retorno y le reintegraría en su dignidad primordial.
Todos aquéllos que no tienen conciencia de su dignidad de hijos de Dios, se exponen a toda clase de desórdenes y desesperanzas porque nunca encontrarán lo que buscan en lo más profundo de sí mismos. ¿Cómo el ser humano puede realmente desarrollarse si deja de lado lo que es su verdadera naturaleza, su naturaleza divina con la cual debe identificarse? Esto es lo que Jesús reveló diciendo: “Mi Padre y yo somos uno...”
Sé que vais a replicar: “Sí, pero Jesús no es lo mismo que nosotros. Él es verdaderamente el hijo de Dios, mientras que nosotros...” Pues bien, escuchad lo que al respecto debo deciros. Si la Iglesia ha querido hacer de Jesús el equivalente de Dios mismo, la segunda persona de la Trinidad, Cristo, es decir un principio cósmico, poniendo así entre él y los hombres una distancia infinita, es asunto suyo, pero ha cometido ahí un gran error, y este error ha tenido consecuencias deplorables.2 Jesús, en cambio, nunca dijo semejante cosa, nunca pretendió ser de una esencia diferente a la de los otros hombres. Cuando dijo que era el hijo de Dios, no fue para subrayar que era, por naturaleza, superior al resto del género humano. Al contrario, al proclamarse hijo de Dios, subrayó también la naturaleza divina de todos los hombres, porque ¿qué significarían, si no, estas palabras del Sermón de la Montaña: “Sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto”, y también: “El que crea en mí hará las obras que yo hago, e incluso más grandes que yo”? Sólo que, para interpretarlas correctamente, hay que empezar por admitir la realidad de la reencarnación. (Parte IV, cap. 2)
Si Jesús dijo que nosotros podemos hacer las mismas obras que él, es porque somos de la misma naturaleza, de la misma esencia que él. ¿Por qué no tienen en cuenta los cristianos este aspecto de su enseñanza? En primer lugar, porque son perezosos; no quieren hacer ningún esfuerzo para caminar tras las huellas de Jesús. Dicen: “Puesto que era el hijo de Dios, era perfecto, y no hay pues que extrañarse de que haya manifestado un saber, unas virtudes y unos poderes excepcionales. Mientras que nosotros, pobres desgraciados pecadores, es normal que seamos débiles, egoístas y malos, y por tanto, seguiremos siéndolo.” No, no, no es normal, nosotros somos hijos de Dios exactamente igual que Jesús era hijo de Dios. La única diferencia es que Jesús era consciente de su naturaleza y de su predestinación divinas, y había trabajado ya en este sentido en sus reencarnaciones anteriores. Llegó a la tierra con unas posibilidades inmensas y con una idea muy clara de su misión, pero también él tuvo que hacer un gran trabajo interior, resistir a las tentaciones, ayunar, rezar. ¿Habéis leído un poquito los Evangelios?... ¿Por qué tuvo que esperar hasta los treinta años para recibir el Espíritu Santo? ¿Y por qué el diablo trató de tentarle?
Con sus palabras, con su vida, Jesús no cesó de subrayar su filiación divina que es también la nuestra. Mientras no tomemos conciencia de ello, no podremos saber quiénes somos ni podremos tampoco manifestarnos como seres verdaderamente libres. Sí, porque la peor de las esclavitudes que podemos infligir al hombre, es la de mantenerle en la ignorancia, en la inconsciencia de su dignidad de hijo de Dios. Precisamente Jesús fue crucificado porque quiso revelar esta gran verdad a la multitud. Porque revelar que todo hombre es hijo