Narcosis. Francisco Garófalo

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Narcosis - Francisco Garófalo

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imaginándome que sería de su vida, de su suerte, de su destino. ¿Dónde estará?

      Me incorporé a los diez minutos y corrí a buscar a Carla, pero la tía que ya se había enterado del asunto, me cerró el paso, me tomó por mi brazo y a la fuerza me llevó a mi habitación. Una vez que estuvimos ahí me propinó una tremenda golpiza que me impidió dormir toda la noche.

      VI

      Al siguiente día me llevaron a un internado con el pretexto, según ellos, de mi educación. No era eso. Era una buena forma para deshacerse de mí y al mismo tiempo alejarme de Carla, e impedir que el esposo de mi tía se enterara del secreto.

      Me subieron a una camioneta color negro.

      Levanté la mirada a su ventana. Tal vez ella estaba detrás de ese vidrio negro mirando mi partida entre lágrimas, despidiéndose desde lejos.

      Sentía que me amaba. Tal vez simples ilusiones, sueños despiertos, esperanzas. Una esperanza que necesitaba para mantenerme con vida. Una vida que ya la veía perdida, pero ella era la ilusión, la razón de estar con vida, de volver a verla algún día y besar sus labios otra vez.

      Llegamos al internado y no era nada agradable, paredes manchadas, piso deteriorado, un ambiente de tensión que se respiraba en el aire, mallas de cuatro metros y muchos guardias como si hubiesen sido necesarios, dando la apariencia de la cárcel que en realidad era. Una prisión para mis aspiraciones, el encierro de mi alma, de mis sueños, de mi vida, de mi amor.

      Nos recibió la directora, una mujer muy entrada en años. Se llamaba Josefina. Era muy amargada, mala, nunca se casó y por lo tanto no tuvo hijos. No me quisieron recibir porque yo aún no tenía mi cédula de identidad, pues yo nunca había sido inscrito en el registro civil. Ante la sociedad no tenía un nombre ni apelativo. Mi tía le dio un dinero y le dijo: Llámelo Lorenzo. Y la anciana aceptó.

      Sabemos que así se resuelven siempre los problemas. Esos estados problemáticos. El dinero es el rey de la humanidad. De esa humanidad enferma que piensa que el dinero lo resuelve todo. Compra muchas cosas, pero jamás comprará la felicidad, la verdadera felicidad. El dinero es poder y lo estaba demostrando.

      Una vez dentro del internado doña Josefina me predicó un gran sermón que parecía que nunca iría a terminar. Yo fingí prestar atención. Me leyó las reglas de su institución, pero también las he olvidado.

      Me dieron el uniforme y estaba listo para mi primer día de clases con la profesora de cultura física.

      La profesora Rosa era la más joven de las maestras, tenía apenas 17 años; con sus piernas largas, su cabello negro, sus ojos color miel y con una cara angelical. Me recibió con una enorme sonrisa y me abrazó como si me hubiera conocido.

      Las clases pasaron de lo más normal, hasta llegue a sentirme a gusto. En la noche mis compañeros se pusieron de acuerdo para darme la bienvenida. Eso imaginé.

      Llegué a la habitación y todos me rodearon. Tuve miedo, pensé que me irían a golpear, pero no, solo me abrazaron, no dijeron ni una sola palabra y se fueron a sus camas. Me sentí bien. Pensé que al fin había encontrado un buen lugar para vivir. No fue así. Las cosas iban a cambiar.

      VII

      A la media noche me despertaron con puñetazos, me desvistieron y me hicieron bañar con agua helada.

      Todos se reían y me decían bienvenido al infierno.

      En esa institución existía un grupo de alumnos formado por diez compañeros que ordenaban a todos los demás. Su cabecilla era un niño llamado Sebastián y su segundo al mando era Marcos Maldonado.

      Pasé años soportando golpizas de media noche y no existía nadie que me hubiese defendido.

      Una vez acudí a la directora, pero Sebastián era hijo de un empresario exitoso y muy amigo de doña Josefina, eso me dijeron. Por poco me golpea por levantar el supuesto falso testimonio.

      —Solo tengo una regla —me dijo—. Nunca mientas porque si lo haces me encargaré de corregir ese mal hábito.

      Lo dijo mientras me mostraba un boyero.

      En las noches no me dejaban dormir. Me golpeaban y se burlaban de mí.

      Solo un niño miraba desde un rincón. Un niño que al parecer no le interesaba involucrarse en semejante problema. Un niño aislado de todos, tal vez con problemas psicológicos, un niño que conocí y volví a ver.

      Éramos niños, pero parecíamos adultos. Sin responsabilidades y llenos de odio. Un odio que te consume y te quema por dentro y que solo lo puede saciar la venganza.

      Tuve que buscar otro lugar para descansar.

      Necesitaba huir de la pandilla de Sebastián.

      Encontré descanso en el baño. Se convirtió en mi refugio.

      VIII

      Cumplí diez años y comprendí que las cosas debían cambiar. No estaba dispuesto a seguir siendo el monigote que aguantaba todo con resignación. No quería seguir siendo la burla de todos los mediocres que me rodeaban.

      Tenía que hacer algo para que todos me empezaran a respetar.

      Tomé una de mis pastillas que me había recetado el médico de la institución.

      La verdad estas pastillas me ayudaban a relajarme y a sentirme más seguro en mis decisiones. No recuerdo bien el nombre, pero sí que me ayudaban.

      Preparé todo para mi venganza.

      Fui a la cocina sin que nadie se percatara.

      Los cocineros habían abandonado el lugar.

      Después del aseo tomaban dos horas de descanso. Lo sabía. Los había estudiado.

      Era mi oportunidad.

      Tomé el cuchillo, lo llevé a mi cuarto y lo escondí debajo de mi almohada.

      Estaba listo para matar a Sebastián. Lo tenía todo planeado. Cuando él se hubiese ido a su cama yo le clavaría el cuchillo en su pecho.

      Me fui al baño y esperé.

      Estaba nervioso, no sabía si tendría el valor para hacerlo.

      Sentía mucho odio, nunca había matado, ni siquiera a un animal. El valor estaba desapareciendo, pero lo debía hacer. Tomé otra pastilla para tranquilizarme.

      Dieron las doce de la noche y subí a la habitación procurando no hacer ruido.

      Abrí aquella puerta que nunca tenía seguro, quiso rechinar y no lo permití; di un paso evitando tropezar con el casillero, me acerqué a la cama de Sebastián; estaba profundamente dormido, alce mi mano para clavarle el cuchillo, pero no tuve el valor, no pude hacerlo, esos ataques repentinos que te dan de moral no me lo permitía o tal vez el miedo a lo que podría pasar.

      No

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