Narcosis. Francisco Garófalo

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Narcosis - Francisco Garófalo

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la mañana siguiente la señora que realizaba la limpieza encontró el cuchillo en mi cama e informo la novedad a la directora.

      La directora en cuanto se enteró me mandó a llamar.

      Entré a su despacho y ella ya estaba lista con un boyero hecho de cuero de vaca.

      No me preguntó qué hacía el cuchillo en mi cama ni tampoco me dejó hablar, empezó a golpearme y lo hizo tan fuerte que fui a parar a la enfermería del internado.

      Yo odiaba a la directora, pero después de esa golpiza la quería hasta matar, aunque me hizo un favor después de todo, en la enfermería por fin descansé del grupo de Sebastián y pude dormir en una cama, con cobija y una almohada a la que besé imaginando que era Carla.

      Al quinto día me dieron de alta.

      Me vestí con el uniforme, cogí mi mochila y salí rumbo al salón de clases, pero no había nadie en el lugar, las sillas no fueron desacomodadas, había papeles en el piso y daba la impresión que nadie había entrado ahí. Salí del salón a buscar a mis compañeros y los encontré en los dormitorios.

      —¿Qué pasa? Pregunte a la profesora Rosa que lloriqueaba.

      —Alguien mató a Sebastián ¡Alguien lo mató!

      —La noticia no me impresionó mucho pues yo lo odiaba y también los demás compañeros.

      —Ven acá Lorenzo —dijo la directora que se había dado cuenta de mi presencia y que yo sonreía.

      Me acerqué a ella y me llevó a jalones a su despacho.

      —Tú mataste a Sebastián, ¿verdad?

      —No, yo no lo hice— le respondí.

      El cuchillo de la cocina estaba clavado en el pecho de Sebastián y como yo lo había tomado hace cinco días atrás, tenía toda la razón de pensar que yo le había arrebatado la vida.

      —Eres un asesino —dijo.

      —Yo no lo maté.

      —¿Entonces quién lo hizo?

      —No lo sé, ¡cómo podría saberlo!

      —Tú tenías el cuchillo. Para qué lo llevaste.

      No respondí.

      —Respóndeme. Si no me respondes te volveré a golpear.

      No respondí.

      No me golpeó, pero me encerró en un cuarto que ella llamaba de castigo, para los niños incorregibles, para los niños rebeldes como yo. No sé qué pasaba afuera ni lo quería saber. El miedo me invadió; el estar solo en ese cuarto oscuro, la oscuridad me aterraba, no me gustaba el encierro, creo que sufro de claustrofobia. Tal vez esa sea la razón de no haber podido matar a Sebastián.

      Alguien abrió la puerta y la claridad no me permitió ver de quién se trataba, y cuando lo pude hacer la vi, era la directora, estaba parada, tomando una taza de café y me miraba fijamente.

      —¿Qué voy hacer contigo, Lorenzo?

      Dijo mientras daba un sorbo a su café.

      —Eres demasiado problemático y no estoy dispuesta a soportarte más, no tienes a nadie y yo no te voy a seguir cuidando.

      Dio otro sorbo mientras me veía fijamente a los ojos. Era una mirada llena de soledad, amargura y rencor acumulado por dentro.

      —Eres un niño problema. Nadie te quiere. Eres un estorbo para la sociedad.

      Esas palabras me lastimaron, me humillaron y lo peor de todo, era verdad.

      —Pero ahora recuerdo que sí tienes a alguien.

      Y se detuvo. Soltó su tasa de café y se cayó al piso.

      No entendí qué pasaba, no sabía qué hacer, estaba desmayada o muerta, no deseaba averiguarlo. Salí corriendo del lugar sin entender que le sucedió a la directora. Nadie iba a creer mi versión.

      Corrí por todos lados buscando alguna reja por donde salir, no tenía oportunidades de escape. Estaba desesperado, me imaginaba encerrado en una cárcel por algo que no cometí. Mi cabeza daba vueltas, sentí mareos, náuseas no encontraba una salida, no sabía qué hacer, escuché unos pasos que se acercaban hacia mí con mucha rapidez, no dudé y corrí para no ser visto, no sabía dónde esconderme y ahí estaba, frente a mí, el ataúd de mi compañero, esa quizá era mi única esperanza de escape.

      No había otra forma de salir de ese lugar.

      Recordé unas palabras de la directora.

      De aquí solo pueden salir muertos.

      IX

      Los pasos se acercaban y decidí ocupar el puesto de Sebastián. No era algo agradable, pero si la directora tenía razón, entonces saldría como un muerto.

      Saqué el cuerpo de Sebastián lo más rápido que pude, lo coloqué debajo del escritorio donde pasaban los maestros y yo ocupé su lugar dejando el miedo con él.

      La profesora Rosa llegó al lugar, pero no alcanzó a verme.

      Se acercó al ataúd.

      Los padres de mi compañero terminaban de hacer los trámites para llevar el cuerpo de su hijo y darle el último adiós.

      Como eran gente de dinero todo fue tan rápido. No hubo inconvenientes.

      Solo quedaba la amenaza de cerrar el lugar por lo sucedido.

      La profesora Rosa empezó a caminar hacia el ataúd, con la intención de ver una vez más a su alumno y despedirse de él, darle el último adiós. Bien podía hacerlo después, ¿cuál era el afán de acercarse? ¿Acaso alcanzo a verme?

      Me asusté.

      La maestra continuaba caminando hacia mí, me iba a descubrir.

      Estaba cerca del ataúd, alzó su mano para levantar la tapa, pero no la abrió, más bien la aseguró.

      —Estamos listo señor, cuando usted ordene—interrumpieron los sirvientes del padre de Sebastián.

      —Muy bien, vámonos —ordenó.

      Cargaron la caja, y la profesora Rosa se alejó para dar espacio a los hombres.

      Pusieron la caja en un vehículo y arrancaron rumbo a su mansión.

      Yo me encontraba feliz y al mismo tiempo preocupado. Iba a ser libre, pero a dónde iría. A buscar a Carla, pero ¿A dónde? Ni siquiera sabía si aún seguía con sus padres o si la familia se había mudado a otra ciudad.

      Llegamos al destino, me bajaron, me pusieron en un cuarto y me dejaron solo. En ese momento quise abrir la caja, pero no se abría, empujé y nada. Comencé a desesperarme y las ideas pasaban por mi

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