Jane Eyre. Charlotte Bronte
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En la tarde del día que presencié el castigo impartido por la señorita Scatcherd a su alumna Burns, deambulé sin compañía entre los bancos y mesas de grupos alegres de chicas, pero sin sentirme sola. Cuando pasaba por delante de las ventanas, de vez en cuando levantaba las persianas para mirar afuera, donde caía mucha nieve, tanta, que formaba montoncitos en las lunas inferiores, y, acercando el oído al cristal, podía distinguir del alegre alboroto de dentro el aullido desconsolado del viento en el exterior.
Con toda probabilidad, de haberme separado recientemente de una buena casa y de unos padres bondadosos, esta habría sido la hora en que más los hubiera echado de menos. El viento me habría entristecido y el oscuro caos habría perturbado mi tranquilidad. Pero siendo otro mi caso, me proporcionaron ambas cosas una extraña emoción y, sintiéndome temeraria y febril, hubiera deseado que el viento aullase más fuertemente, que se incrementase la oscuridad y que la confusión se convirtiese en clamor.
Saltando por encima de los bancos y deslizándome por debajo de las mesas, me aproximé a una de las chimeneas, donde encontré a Burns, arrodillada junto al guardafuegos alto de alambre y absorta en la lectura de un libro a la débil luz de las brasas.
—¿Todavía estás con Rasselas? —le pregunté al acercarme.
—Sí —dijo—, y acabo de terminarlo.
Cinco minutos más tarde, lo cerró, con mucho gusto por mi parte. «Ahora —pensé—, quizás consiga hacerla hablar». Me senté a su lado en el suelo.
—¿Cuál es tu nombre de pila?
—Helen.
—¿Vienes de lejos?
—Del norte, cerca de la frontera con Escocia.
—¿Volverás alguna vez?
—Espero que sí, pero nadie puede saber seguro lo que pasará en el futuro.
—Debes de tener ganas de abandonar Lowood.
—No, ¿por qué? Me enviaron aquí para educarme, y sería inútil marcharme antes de lograr ese objetivo.
—Pero esa profesora, la señorita Scatcherd, te trata con tanta crueldad.
—¿Crueldad? ¡En absoluto! Es muy estricta, y le disgustan mis defectos.
—Si yo estuviera en tu lugar, la odiaría. Me resistiría a sus castigos. Si me pegara con la vara, la arrancaría de sus manos y la rompería delante de sus narices.
—Probablemente no lo harías, pero si lo hicieras, el señor Brocklehurst te expulsaría de la escuela, y eso apenaría mucho a tu familia. Es mucho mejor aguantar con paciencia un dolor que solo tú sientes que precipitarte a hacer algo cuyas consecuencias afectarían a toda tu familia. Además, la Biblia nos enseña a devolver bien por mal.
—Pero parece vergonzoso que te azoten y te manden estar de pie en el centro de una habitación llena de personas, a ti, que eres tan mayor. Yo soy mucho más pequeña, y no lo soportaría.
—Sin embargo, sería tu obligación soportarlo, si no puedes evitarlo. Es tonto decir que no puedes soportar lo que te depara el destino.
La escuché admirada. No podía comprender esta doctrina de aguantarlo todo, y menos aún comprendía o compartía su indulgencia hacia su castigadora. De todas maneras, pensé que Helen Burns veía las cosas desde un prisma invisible a mis ojos. Sospeché que ella tenía razón y yo no. Pero no quise ahondar en el asunto, y, como Félix[2], lo aplacé hasta un momento más propicio.
—Dices que tienes defectos, Helen. ¿Cuáles? A mí me pareces muy buena.
—Entonces aprende de mí y no juzgues por las apariencias. Como dijo la señorita Scatcherd, soy negligente. Soy incapaz de mantener ordenadas las cosas, soy descuidada, se me olvidan las normas, leo en vez de aprender las lecciones y no tengo método. A veces digo, como tú, que no puedo soportar que me sometan a reglas sistemáticas. Todo esto es una provocación para la señorita Scatcherd, que es ordenada, puntual y meticulosa por naturaleza.
—Y malhumorada y cruel —añadí, pero ella calló y no dio muestras de admitirlo.
—¿La señorita Temple te trata con tanta severidad como la señorita Scatcherd?
Al oír pronunciar el nombre de la señorita Temple, se asomó una sonrisa en su rostro serio.
—La señorita Temple es toda bondad. Le duele ser severa con cualquiera, incluso con las peores alumnas de la escuela. Ella percibe mis errores y me informa de ellos con dulzura, y si hago algo digno de alabanza, me elogia generosamente. Es una gran muestra de mi naturaleza desastrosa que ni sus amonestaciones tan suaves y racionales me influyen suficientemente para corregir mis defectos. Y sus elogios, aunque los tengo en gran estima, tampoco me estimulan para ser siempre cuidadosa y previsora.
—Eso sí que es curioso —dije—; es tan fácil ser cuidadosa.
—Para ti sin duda lo es. Te observaba en clase esta mañana y vi que ponías mucha atención. No te distraías mientras la señorita Miller explicaba la lección y te hacía preguntas. Yo, en cambio, me distraigo continuamente. Cuando debería escuchar a la señorita Scatcherd y poner atención a todo lo que dice, a menudo ni siquiera la oigo, sino que caigo en una especie de ensoñación. A veces creo estar en Northumberland y me parece que los ruidos que me rodean son los del burbujeo de un arroyo que pasa por Deepden, cerca de casa. Luego, cuando me toca responder, tienen que despertarme, y como no he oído lo que se ha dicho, sino mi arroyo imaginario, no tengo respuesta.
—Sin embargo, ¡qué bien respondiste esta tarde!
—Fue por pura casualidad, pues el tema sobre el que leíamos me interesaba. Esta tarde, en lugar de soñar con Deepden, me preguntaba cómo un hombre con tantos deseos de hacer el bien pudo actuar tan injusta e indiscretamente como algunas veces lo hizo Carlos I. Pensé que era una lástima que, con toda su integridad y rectitud, no pudiera ver más allá de las prerrogativas de la corona. ¡Ojalá hubiera podido ver más allá para darse cuenta del cariz del llamado espíritu de la época! No obstante, me gusta Carlos I, lo respeto y lo compadezco, pobre rey asesinado. Sus enemigos fueron peores, ya que derramaron sangre que no tenían derecho a derramar. ¿Cómo se atrevieron a asesinarlo?
Helen hablaba para sí, pues se había olvidado de que no la entendía, de que era casi ignorante del tema del que hablaba. La hice regresar a mi nivel.
—¿Y también se te va el santo al cielo cuando es la señorita Temple quien da la lección?
—No, la verdad es que no muchas veces, porque la señorita Temple suele decir cosas más nuevas que mis propias reflexiones. Me resulta especialmente agradable el lenguaje que utiliza, y la información que comunica a menudo es exactamente lo que yo quiero saber.
—Entonces, ¿con la señorita Temple eres buena?
—Sí, de manera pasiva. No me esfuerzo, sino que sigo mis inclinaciones. La bondad de ese tipo no tiene mérito.
—Sí que tiene mérito. Eres buena con los que son buenos contigo. Yo no aspiro a más. Si la gente fuera siempre