Jane Eyre. Charlotte Bronte
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Bien pudo decir Salomón: «Mejor es comer hierbas con quienes nos aman que un buey con quienes nos odian».
No habría cambiado Lowood, con todas sus privaciones, por Gateshead, con sus lujos cotidianos.
Capítulo IX
Pero las privaciones, o, mejor dicho, las penalidades de Lowood disminuyeron. Se acercaba la primavera; de hecho, ya había llegado. Desaparecieron las escarchas invernales, se derritieron las nieves y se suavizaron los vientos cortantes. Mis maltrechos pies, torturados e hinchados por el viento gélido de enero, empezaron a curarse con los suaves aires de abril. Las noches y las mañanas dejaron de helarnos la sangre en las venas con sus temperaturas canadienses. Ya era soportable la hora de recreo que pasábamos en el jardín. A veces, en los días soleados, era incluso agradable y acogedor, y los arriates marrones se cubrieron de un verdor que aumentaba día a día, y nos hacía pensar que la esperanza se paseaba por allí durante las noches, dejando las huellas cada vez más alegres de sus pasos cada mañana. Se asomaban flores entre las hojas: campanillas, alazores, prímulas moradas y pensamientos dorados. Los jueves por la tarde, cuando teníamos medio día de fiesta, dábamos paseos y encontrábamos flores más bonitas aún en los bordes de los caminos, bajo los setos.
Descubrí también que existía un gran placer, un goce sin más límites que el horizonte, fuera de los altos muros de nuestro jardín. Este placer consistía en un panorama de nobles cimas rodeando un gran valle, rico en sombras y verdor, con un límpido arroyo, lleno de oscuras piedras y remolinos centelleantes. ¡Qué diferente era esta escena vista bajo el cielo plomizo de invierno, endurecida por la escarcha y amortajada por la nieve, cuando las brumas mortecinas flotaban al impulso del viento por los picos amoratados, y bajaban por los prados hasta mezclarse con la helada niebla del arroyo! Este era un torrente turbio y furibundo entonces, que hendía con su rugido el aire bajo la lluvia o el granizo y destrozaba el bosque de sus orillas, que ostentaba solo filas y filas de esqueletos.
Abril dio paso a mayo, un mayo alegre y sereno, lleno de días de cielos azules, un sol apacible y suaves brisas del oeste o del sur. La vegetación maduraba vigorosamente; los grandes esqueletos de olmos, fresnos y robles recobraron su vitalidad majestuosa; brotó una profusión de plantas silvestres en los recovecos, infinitas variedades de musgo llenaron los huecos, y el sol parecía reflejarse en la exuberancia de las belloritas amarillas, cuyo destello vi iluminar los rincones más oscuros con su maravilloso lustre. Disfruté plenamente de todo esto a menudo, sin vigilancia y casi sola; pero esta inusitada libertad y este goce tenían un motivo, que ahora me corresponde relatar.
¿No parece este un lugar agradable para vivir, con las colinas y bosques alrededor y el arroyo en medio? Desde luego era agradable, pero distaba mucho de ser sano.
La cañada donde yacía Lowood era una trampa de niebla y de pestilencia que, con la llegada de la primavera, engendró una epidemia de tifus, que invadió las aulas y los dormitorios de nuestro orfanato, convirtiendo la escuela en hospital.
El hambre y los resfriados mal curados habían predispuesto a la mayoría de las muchachas para el contagio. Cuarenta y cinco de las ochenta alumnas cayeron enfermas a la vez. Las clases se abandonaron y las normas se relajaron. A las pocas que estábamos bien nos permitían hacer lo que quisiéramos, ya que la enfermera insistía en que necesitábamos mucho ejercicio para mantenemos sanas, y aunque no hubiera sido así, nadie tenía tiempo libre para vigilarnos o controlarnos. Las pacientes recibían toda la atención de la señorita Temple, que pasaba todo su tiempo en la enfermería, saliendo solo para dormir unas cuantas horas por la noche. Las profesoras estaban ocupadas haciendo las maletas y demás preparativos para la partida de las chicas afortunadas que tenían familias y amigos dispuestos a alejarlas del foco de infección. Muchas, ya enfermas, volvieron a sus casas para morir; otras murieron en la escuela y fueron enterradas discreta y rápidamente, puesto que la naturaleza del mal desaconsejaba cualquier demora.
Así, mientras la enfermedad se había instalado en Lowood y la muerte lo visitaba a menudo, mientras convivían la tristeza y el miedo entre sus muros, mientras las habitaciones y los pasillos estaban invadidos por los olores hospitalarios de las drogas y los sahumerios que pugnaban por vencer los efluvios de mortandad, ese mayo soleado brillaba sin nubes sobre las hermosas colinas y los bellos bosques del exterior. El jardín también relucía de flores; las malvarrosas habían brotado altas como árboles; las azucenas habían germinado, los tulipanes y las rosas florecían; los macizos reventaban de estátice rosa y margaritas de color carmesí; la eglantina despedía su aroma a especias y manzanas por la mañana y por la noche. Y todos estos tesoros fragantes no tenían más cometido para la mayoría de las internas de Lowood que proporcionar de vez en cuando un ramo de flores para sus ataúdes.
Pero yo y las otras chicas sanas disfrutábamos plenamente de las bellezas del lugar y de la estación. Nos permitían deambular como gitanas por el bosque desde la mañana hasta la noche. Hacíamos lo que se nos antojaba e íbamos adonde queríamos, y teníamos una vida mejor también. El señor Brocklehurst y su familia no se acercaban a Lowood en esas fechas, por lo que nos libramos de su intervención en los asuntos domésticos. La cocinera malhumorada se había marchado, espantada por el miedo a contagiarse; su sucesora, antes matrona del dispensario de Lowton, no conocía las costumbres de su nuevo hogar y nos alimentaba con relativa liberalidad. Además, había menos que alimentar, ya que las enfermas comían poco. Nos llenaba más los cuencos del desayuno y, cuando no tenía tiempo de preparar un almuerzo formal, lo que ocurría con frecuencia, nos daba un gran trozo de pudin o una gruesa rebanada de pan con queso, y nos lo llevábamos al bosque, donde cada una comía opíparamente donde más le gustase.
Mi lugar preferido era una roca ancha y lisa que se erguía blanca y seca en el centro del arroyo, a la que solo se accedía vadeando el agua, hazaña que yo realizaba descalza. La roca era lo bastante amplia para acomodar sin estrecheces a otra chica y a mí; ella era mi compañera predilecta en aquel entonces, una tal Mary Ann Wilson, un personaje perspicaz y observador, cuya compañía me deleitaba, en parte porque era ingeniosa y original, y en parte porque tenía una manera de ser que hacía que me sintiera cómoda. Unos cuantos años mayor que yo, sabía más del mundo y me contaba muchas cosas que me gustaba oír. Gratificaba mi curiosidad y era tolerante con mis defectos, permitiéndome dar rienda suelta a mi charloteo. Tenía el don de la narrativa y yo el del análisis; a ella le gustaba dar información y a mí preguntar, por lo que nos llevábamos maravillosamente y sacábamos mucho placer, si bien poco provecho, de nuestra compañía mutua.
Mientras tanto, ¿dónde estaba Helen Burns? ¿Por qué no pasaba yo estos días de libertad con ella? ¿La había olvidado, o era tan voluble que me había cansado de la pureza de su compañía? Es indudable que esta Mary Ann Wilson era inferior a mi primera amiga, ya que solo me contaba historias divertidas y se entregaba conmigo al chismorreo picante y mordaz que me complacía. En cambio, Helen, si la he retratado fielmente, estaba cualificada para dar a los que teníamos el privilegio de tratarla un ejemplo de cosas más elevadas.
Así es, lector. Yo sabía esto, y aunque soy un ser imperfecto, con muchos defectos y pocas cualidades que me rediman, nunca me cansé de Helen Burns, ni dejé de abrigar hacia ella un sentimiento