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Me acerqué a la ventana, la abrí y me asomé. Allí estaban las dos alas del edificio, el jardín, los alrededores y el horizonte montañoso. Mis ojos pasaron por alto todos los objetos salvo las lejanas cimas azules. Quise traspasarlas, pues me pareció una cárcel todo lo que encerraban sus límites de roca y brezo. Seguí con la vista la blanca carretera que serpenteaba al pie de una montaña y desaparecía en un desfiladero. ¡Cómo me hubiera gustado seguirla más allá! Recordé que había viajado por esa misma carretera en un coche, recordé haber bajado por aquella colina en el crepúsculo. Pareció haber transcurrido una eternidad desde el día de mi llegada a Lowood, y jamás había salido desde entonces. Había pasado todas las vacaciones en la escuela porque la señora Reed nunca me llamó a Gateshead. Ni ella ni ningún miembro de su familia me había visitado jamás. No había tenido ningún contacto, ni por carta ni de palabra, con el mundo exterior. Todo lo que conocía de la vida eran las normas de la escuela, las obligaciones y hábitos de la escuela, las ideas, voces, caras, frases, costumbres, preferencias y antipatías de la escuela. Pensé que no era suficiente. En una tarde me cansé de la rutina de ocho años. Anhelaba la libertad, ansiaba la libertad, recé por conseguirla, pero parecía alejarse, llevada por el suave viento. Desistí e hice un ruego más modesto, por un cambio, un estímulo; pero también se disipó. «Por lo menos —grité desesperada—, ¡concédeme una nueva servidumbre!».
En ese punto, una campanada me llamó a cenar.
No pude reanudar el hilo de reflexiones hasta la hora de acostarme, y entonces una profesora que compartía conmigo la habitación me impidió volver al tema que me atraía tanto con su profuso charloteo. ¡Cómo deseaba que el sueño la hiciera callar! Pensé que si podía volver a las ideas que me habían llenado la mente al mirar por la ventana, se me ocurriría una solución para aliviarme.
Por fin roncaba la señorita Gryce, una galesa gruesa, cuyos problemas respiratorios siempre me habían parecido un fastidio. Pero esa noche oí con satisfacción las graves notas, que significaban que me libraba de interrupciones; renacieron inmediatamente mis pensamientos medio borrados.
«¡Una nueva servidumbre! Tiene posibilidades —me dije para mí, pues no hablé en voz alta—. Sé que las tiene, porque no parece demasiado atractivo. No se parece a palabras como Libertad, Emoción o Goce, que son palabras verdaderamente encantadoras, pero solo son sonidos para mí, tan huecos y fugaces que escucharlas es perder el tiempo. ¡Pero Servidumbre! Debe de ser viable. Cualquiera puede servir; yo he servido aquí durante ocho años, ahora solo quiero servir en otro lugar. ¿Conseguiré mi propósito? ¿Es factible? Sí, mi objetivo no es tan difícil, si tuviera un cerebro lo bastante activo para encontrar el medio de lograrlo».
Me incorporé en la cama con el fin de que se despejara mi cerebro. Hacía frío esa noche y me cubrí los hombros con un chal antes de ponerme a pensar de nuevo con todas mis fuerzas.
«¿Qué es lo que pretendo? Un nuevo puesto en una nueva casa, entre caras nuevas, y bajo circunstancias nuevas. Esto es lo que quiero, porque es inútil querer algo mejor. ¿Cómo hacen los demás para conseguir un puesto nuevo? Acuden a sus amigos, supongo; yo no los tengo. Hay muchos otros que no tienen amigos, que deben buscar sin ayuda y velar por sí mismos, ¿cómo se las arreglarán?».
No pude saberlo, no encontré respuestas, así que di orden a mi cerebro de que buscara una solución rápidamente. Se puso a funcionar cada vez más intensamente. Noté cómo latía el pulso de mis sienes, se esforzó caóticamente mi cerebro durante una hora, pero sin hallar resultados. Febril a causa de mis vanos intentos, me levanté y di vueltas por el cuarto, corrí la cortina, miré las estrellas, tirité de frío y me deslicé de nuevo en la cama.
Un hada buena debió de depositar la solución sobre la almohada en mi ausencia porque, al tumbarme, acudió del modo más natural a mi mente: «Los que buscan empleo se anuncian; debes poner un anuncio en el Herald del condado de…».
«¿Cómo? Si yo no sé nada de anuncios».
Las respuestas acudían ahora rápida y fluidamente:
«Debes enviar el anuncio y el dinero para pagarlo en una carta dirigida al editor del Herald; debes echarla al correo en Lowton a la primera oportunidad. Las respuestas deben ir dirigidas a J. E. en la estafeta de correos. Puedes ir a preguntar si ha llegado alguna una semana después de mandar tu carta, y si es así, actuar en consecuencia».
Repasé dos o tres veces mi plan y lo asimilé mentalmente hasta plasmar claramente su forma. Sintiéndome satisfecha, me dormí.
Al despuntar el alba, me levanté. Tenía el anuncio escrito y metido en un sobre con la dirección puesta antes de que sonara la campana para levantarse. Ponía:
«Una joven con experiencia en la enseñanza (¿acaso no llevaba dos años de profesora?) desea encontrar un puesto con una familia con hijos menores de catorce años (pensé que, al tener yo apenas dieciocho, era mejor no encargarme de la instrucción de alumnos más cerca de mi propia edad). Está cualificada para enseñar las disciplinas normales de la educación inglesa, además de francés, dibujo y música (en aquel entonces, lector, esta ahora corta lista de talentos hubiera sido bastante completa). Dirigirse a J. E., Estafeta de Correos, Lowton, Condado de…».
Permaneció encerrado todo el día en mi cajón este documento. Después de la merienda, pedí permiso a la nueva directora para ir a Lowton, con la excusa de realizar algunos pequeños recados para mí y una o dos compañeras. Me lo concedió y me marché. Eran unas dos millas de paseo y llovía, pero las tardes aún eran largas. Visité una o dos tiendas, deslicé la carta en el buzón y regresé bajo una fuerte lluvia con la ropa empapada, pero con el corazón ligero.
La semana siguiente se me hizo larga, pero por fin acabó, como todas las cosas bajo el sol, y me encontré una vez más camino de Lowton al final de un día agradable de otoño. Por cierto, era un camino pintoresco, que pasaba junto al arroyo y por los bonitos recovecos de la cañada. Pero ese día pensaba más en las cartas que pudieran estar esperando en el pueblo al que me dirigía que en los encantos de los prados y las aguas.
Mi supuesto propósito en esta ocasión era hacerme medir los pies para encargar un par de zapatos, por lo que primero atendí ese asunto y, una vez realizado, crucé la calle apacible y limpia desde la zapatería a la oficina de correos. Cuidaba de esta una anciana con anteojos en la nariz y mitones negros en las manos.
—¿Hay cartas para J. E.? —pregunté.
Me miró fijamente por encima de sus anteojos, después abrió un cajón entre cuyo contenido hurgó largo rato, tanto, que empezaron a disiparse mis esperanzas. Por fin, habiendo sostenido ante sus ojos un documento durante casi cinco minutos, me lo pasó por encima del mostrador, acompañando su acción de otra mirada curiosa y desconfiada: era para J. E.
—¿Solo hay una? —pregunté.
—No hay más —dijo. La guardé en el bolsillo y me encaminé a casa. No podía abrirla, puesto que eran ya las siete y media y el reglamento exigía que estuviera de vuelta a las ocho.
Me esperaban varias tareas a mi regreso: vigilé a las chicas durante la hora de estudio; luego me tocó leer las oraciones y acompañarlas a la cama, y después cené con las demás profesoras. Incluso cuando por fin nos retiramos a dormir, la ineludible señorita Gryce era aún mi compañera. Nos quedaba un corto cabo de vela en la palmatoria y temía que siguiera hablando hasta agotarlo. Afortunadamente, la cena pesada que había comido tuvo un efecto soporífero sobre ella, y antes de terminar de desvestirme, ya roncaba. Quedaba una pulgada de vela; saqué la carta y rompí el sello, que llevaba la inicial F; el contenido era breve.
«Si