Jane Eyre. Charlotte Bronte

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de edad, con un sueldo de treinta libras al año. Se ruega a J. E. que envíe las referencias, el nombre, dirección y todos sus datos a: Señora Fairfax, Thornfield, cerca de Millcote, Condado de…».

      Estuve mucho tiempo examinando el documento; la letra era anticuada y un poco vacilante, como la de una anciana. Esta circunstancia era satisfactoria, ya que me había preocupado el secreto temor de que, al actuar por mi cuenta y sin consejos, me arriesgaba a hallarme en un apuro, y, por encima de todo, deseaba que el resultado de mis esfuerzos fuese respetable, correcto y en règle. Pensé que una señora mayor no era mal ingrediente del asunto que tenía entre manos. ¡La señora Fairfax! La veía vestida con un traje negro y un velo de viuda, quizás distante, pero amable, un modelo de respetabilidad inglesa. ¡Thornfield! Indudablemente era el nombre de su casa, un lugar primoroso y ordenado, estaba segura, aunque fracasaron mis esfuerzos por imaginar un plano de la propiedad. Millcote, Condado de…: repasé mis conocimientos del mapa de Inglaterra, y los vi, tanto el condado como el pueblo. El condado de… estaba a setenta millas más cerca de Londres que el lejano condado donde residía, lo que me parecía una recomendación. Ansiaba estar en un lugar lleno de vida y movimiento. Millcote era un pueblo industrial grande a orillas del río A…, seguramente un sitio de bastante actividad. Tanto mejor: por lo menos sería un cambio total, aunque no me atraía mucho la idea de las altas chimeneas con sus nubes de humo. «Pero —me dije— seguramente Thornfield estará alejado del pueblo».

      En aquel momento se hundió la base de la vela y se apagó la mecha.

      Al día siguiente había muchas cosas que organizar. Ya no podía guardar para mí mis planes, sino que debía comunicarlos para lograr mi propósito. Pedí entrevistarme con la directora y me recibió durante el recreo de mediodía. Le conté que tenía la posibilidad de conseguir un nuevo puesto con un sueldo dos veces mayor que el actual (en Lowood me pagaban solo quince libras al año). Le rogué que comunicara la noticia al señor Brocklehurst o a otros miembros del comité, para averiguar si me permitirían nombrarlos como referencias, y consintió, solícita, en hacer de intermediaria en el asunto. Al día siguiente, informó al señor Brocklehurst de la noticia, y este dijo que había que escribir a la señora Reed, puesto que era mi tutora natural. Se redactó una carta para esta señora, a la que contestó que yo podía hacer lo que me viniera en gana, ya que hacía tiempo había renunciado a interferir en mis asuntos. Esta carta pasó al comité y, finalmente, después de lo que me pareció una demora fastidiosa, se me dio permiso formal para mejorar mi situación si podía. También añadieron que, como siempre había tenido un buen comportamiento, tanto de alumna como de profesora, en Lowood, me entregarían inmediatamente un certificado, firmado por los inspectores de la institución, dando fe de mi buen carácter y aptitudes.

      Al cabo de una semana recibí este certificado, del que envié una copia a la señora Fairfax, y me llegó la contestación de esta señora, declarándose satisfecha y fijando una fecha quince días más tarde para que asumiera el puesto de institutriz en su casa.

      Me puse a hacer los preparativos enseguida y los quince días pasaron volando. No poseía mucha ropa, aunque sí suficiente para mis necesidades, y me bastó el último día para preparar mi baúl, el mismo que había traído de Gateshead ocho años atrás.

      Se ató el baúl con cuerdas y se le fijó una etiqueta. Media hora después, había de recogerlo un mensajero para llevarlo a Lowton, adonde yo misma iba a dirigirme al día siguiente de buena mañana para coger el coche. Había cepillado mi vestido de viaje de tela negra, y preparado mi sombrero, guantes y manguito. Busqué en todos los cajones por si me olvidaba de algún objeto y, no teniendo otra cosa que hacer, me senté e intenté descansar, pero no pude. Aunque había pasado todo el día de pie, no podía reposar ni un instante, por estar demasiado nerviosa. Se cerraba una fase de mi vida esa noche, y se abriría una nueva al día siguiente. Era imposible dormir en el intermedio: debía vigilar ansiosa el cumplimiento del cambio.

      —Señorita —me dijo una criada en el pasillo, donde erraba como alma en pena—, abajo hay una persona que quiere verla.

      «Será el mensajero, sin duda», pensé, y me apresuré a bajar sin hacer preguntas. Cuando, camino de la cocina, pasé por el cuarto de estar de las profesoras, cuya puerta estaba entreabierta, alguien salió apresuradamente.

      —¡Es ella, estoy segura! ¡La habría reconocido en cualquier sitio! —gritó la persona que se puso ante mí y me cogió de la mano, deteniéndome.

      Miré y vi a una mujer vestida como una criada bien arreglada, una matrona, aunque todavía joven, guapa y vivaz, con el cabello y los ojos negros.

      —Bueno, ¿quién soy? —preguntó con una voz y una sonrisa que reconocí a medias—. ¿No me habrá olvidado, señorita Jane?

      Inmediatamente la abracé y besé extasiada. «¡Bessie, Bessie, Bessie!» fue lo único que dije, haciéndola reír y llorar a la vez. Entramos ambas en la sala, donde, junto a la chimenea, se encontraba un niño de tres años, con traje de pantalón de cuadros escoceses.

      —Es mi hijo —dijo Bessie enseguida.

      —Entonces, ¿estás casada, Bessie?

      —Sí, desde hace casi cinco años, con Robert Leaven, el cochero, y además de este, que se llama Bobby, tengo una niña a la que he puesto Jane.

      —¿Y no vives en Gateshead?

      —Vivo en la portería, ya que se ha marchado el antiguo portero.

      —Bueno, ¿cómo están todos? Cuéntamelo todo, Bessie. Pero siéntate primero, y tú, Bobby, siéntate aquí en mis rodillas, ¿quieres? —pero prefirió acercarse tímidamente a su madre.

      —No se ha hecho muy alta, señorita Jane, ni muy gruesa —prosiguió la señora Leaven—. Supongo que no le han dado demasiado bien de comer en la escuela. La señorita Eliza le saca la cabeza y los hombros, y la señorita Georgiana le dobla en anchura.

      —Georgiana será guapa, ¿verdad, Bessie?

      —Mucho. Se fue a Londres el invierno pasado con su madre y la admiró todo el mundo y se enamoró de ella un joven lord, pero la familia de él se opuso al matrimonio, y ¿qué le parece? él y la señorita Georgiana trataron de escaparse, pero los encontraron y los detuvieron. Fue la otra señorita Reed la que los descubrió. Creo que le tenía envidia. Ahora ella y su hermana se llevan como el perro y el gato, siempre están riñendo.

      —¿Y qué hay de John Reed?

      —Bueno, no le va tan bien como quisiera su madre. Estuvo en la universidad pero le… dieron calabazas, creo que se dice. Entonces sus tíos querían que fuese abogado, que estudiase leyes, pero es un joven tan disipado que no sacarán nada de él, me parece.

      —¿Qué aspecto tiene?

      —Es muy alto. Algunos dicen que es bien parecido, pero tiene unos labios tan gruesos…

      —¿Y la señora Reed?

      —La señora está robusta y tiene buen aspecto, pero creo que está muy inquieta, no la complace el comportamiento del señorito John, que gasta grandes cantidades de dinero.

      —¿Ella te ha mandado aquí, Bessie?

      —Desde luego que no. Pero hace mucho que yo tenía ganas de verla y cuando me enteré de que había llegado una carta suya, y de que se marchaba a otra parte del país, decidí ponerme en camino para verla antes de que se alejara.

      —Me temo que te he decepcionado, Bessie —dije

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