Jane Eyre. Charlotte Bronte

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Jane Eyre - Charlotte Bronte

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brindado tan cordialmente antes de ganármela. Mi cama estaba libre de inquietudes aquella noche y mi cuarto de miedos. Cansada y contenta a la vez, me dormí profundamente enseguida y, cuando me desperté, ya era de día.

      La luz del sol reluciendo entre las alegres cortinas azules de quimón daba a mi cuarto un aspecto animado e iluminaba las paredes empapeladas y el suelo alfombrado, tan diferentes de las desnudas tablas y el yeso manchado de Lowood que me llenó de gozo contemplarlos. Las cosas externas tienen un gran efecto en los jóvenes: pensé que empezaba una fase más bella de mi vida, llena de flores y placeres, además de espinas y trabajos. Despertados por el cambio de escena y la nueva esfera de esperanzas, mis sentidos estaban alterados. Me es imposible definir qué es lo que esperaba, pero sé que era algo placentero, quizás no para ese día ni ese mes, sino para un momento indefinido del futuro.

      Me levanté y me vestí cuidadosamente, porque así lo exigía mi naturaleza, aunque con ropa sencilla, pues no poseía ninguna prenda que no estuviera hecha con absoluta simplicidad. No solía descuidar mi apariencia ni desatender la impresión que podía causar. Al contrario, siempre quise tener el mejor aspecto posible para suplir mi falta de belleza. Algunas veces lamentaba no ser más agraciada y hubiera querido tener mejillas sonrosadas, una nariz correcta y una boca de piñón. Hubiera querido ser alta, elegante y desarrollada de proporciones. Pensé que era una desgracia ser tan pequeña, pálida y con rasgos tan marcados e irregulares. ¿Por qué tenía estas aspiraciones y pesares? Era difícil saberlo, ni yo misma lo sabía, pero había una razón lógica, y natural también. Sin embargo, una vez cepillado y recogido el cabello muy tirante, puesto el traje negro (el cual, aunque de estilo espartano, por lo menos me ajustaba perfectamente), y colocado el cuello limpio, pensé que tenía un aspecto lo suficientemente respetable como para presentarme ante la señora Fairfax y para que mi nueva alumna no me recibiera con antipatía. Después de abrir la ventana y dejar ordenadas las cosas del tocador, salí del cuarto.

      Crucé la larga galería alfombrada, bajé por los peldaños resbaladizos de roble hasta llegar al vestíbulo, donde me detuve un momento. Miré algunos cuadros que colgaban en la pared (recuerdo que uno representaba un hombre adusto con coraza y otro una señora con el cabello empolvado y un collar de perlas), una lámpara de bronce que pendía del techo, un gran reloj con caja de roble extrañamente tallado, negro como el ébano por los años y los pulimentos. Todo me parecía muy elegante e impresionante, pero yo estaba poco acostumbrada al lujo. Estaba abierta la puerta principal acristalada y crucé el umbral. Era una espléndida mañana de otoño: el sol brillaba sereno sobre los bosquecillos ocres y los campos aún verdes. Alejándome por el césped, volví la cabeza para ver la fachada de la mansión. Tenía tres plantas de proporciones no enormes, pero sí considerables; era una casa solariega, no la mansión de un noble, y las almenas le daban un aspecto pintoresco. Su fachada gris destacaba sobre una grajera, cuyos moradores volaban por encima del césped hasta un gran prado, separado del terreno de la casa por una valla hundida, y donde un conjunto de enormes espinos nudosos y anchos como robles explicaban la etimología del nombre de la casa[5]. Más lejos había unas colinas, no tan altas como las de Lowood ni tan escarpadas, por lo que no parecían una barrera separándonos del mundo de los vivos. Pero eran unas colinas silenciosas y solitarias, que parecían dotar a Thornfield de un aislamiento que no esperaba hallar tan cerca del bullicioso pueblo de Millcote. Una aldea, cuyos tejados se entremezclaban con los árboles, yacía en la ladera de una de estas colinas, y más cerca de Thornfield se encontraba la iglesia parroquial, cuya torre daba a una loma que estaba entre la casa y la entrada.

      Todavía disfrutaba de la vista apacible y el aire agradable, todavía escuchaba encantada los graznidos de los grajos, todavía observaba la fachada amplia y vetusta, pensando que era un lugar muy grande para ser la morada de una señora tan pequeña como la señora Fairfax, cuando esa misma señora apareció en la puerta.

      —¿Qué, ya de paseo? —dijo—. Veo que es usted madrugadora —me aproximé a ella y me recibió con un beso afable y un apretón de manos.

      —¿Qué le parece Thornfield? —preguntó, y le contesté que me gustaba mucho.

      —Sí —dijo—, es un lugar bonito, pero me temo que vaya a echarse a perder si al señor Rochester no le da por venir a habitarlo permanentemente, o, por lo menos, visitarlo más a menudo. Las grandes casas y buenas propiedades necesitan la presencia del amo.

      —¡El señor Rochester! —exclamé—. ¿Quién es?

      —El dueño de Thornfield —respondió en voz baja—. ¿No sabía usted que se llamaba Rochester?

      Por supuesto que no lo sabía; nunca había oído hablar de él. Pero a la anciana su existencia le parecía un hecho universalmente difundido, que todos deberíamos conocer por instinto.

      —Yo creía —proseguí— que Thornfield le pertenecía a usted.

      —¿A mí? ¡Válgame Dios, qué idea! ¿A mí? Si solo soy el ama de llaves, la administradora. Es cierto que soy pariente lejana de los Rochester por parte de la madre, es decir, mi marido lo era. Era clérigo, párroco de Hay, la aldea de la colina, y la iglesia de la entrada era suya. La madre del actual señor Rochester era una Fairfax, prima segunda de mi marido, pero jamás alardeo del parentesco; no me importa nada, me considero simplemente un ama de llaves normal; mi señor se comporta correctamente, y no espero más.

      —¿Y la niña, mi alumna?

      —Es pupila del señor Rochester, y él me encargó que le buscase una institutriz. Pretende que se eduque en el condado de…, según tengo entendido. Aquí viene, con su bonne, como llama a su niñera —así se explicaba el enigma: esta viuda afable y bondadosa no era ninguna dama, sino una empleada como yo. No la apreciaba menos por ello; al contrario, me alegré más aún. La igualdad entre ella y yo era real y no el resultado de su condescendencia. Tanto mejor; mi situación era mucho más libre por ello.

      Mientras meditaba sobre este descubrimiento, vino corriendo por el césped una niña, seguida por su cuidadora. Observé a mi alumna, que al principio no pareció fijarse en mí. Era muy pequeña, quizás de siete u ocho años, esbelta, pálida, con facciones pequeñas y una cascada de rizos que le llegaba hasta la cintura.

      —Buenos días, señorita Adèle —dijo la señora Fairfax—. Venga a saludar a la señora que va a ser su profesora y a hacer de usted una mujer inteligente.

      Se acercó y dijo a su niñera, señalándome:

      —C’est là ma gouvernante?

      —Mais oui, certainement[6] —contestó esta.

      —¿Son extranjeras? —pregunté, sorprendida al oírlas hablar en francés.

      —La niñera es extranjera, y Adèle nació en la Europa continental, de donde no salió hasta hace seis meses, creo. Cuando vino, no hablaba ni una palabra de inglés, pero ahora se las arregla para hablarlo un poco, aunque no la entiendo porque lo mezcla con el francés. Pero estoy segura de que usted la entenderá muy bien.

      Afortunadamente, había tenido la ocasión de que me enseñara el francés una señora francesa, y como me había empeñado en conversar con madame Pierrot siempre que podía, y además, durante los últimos siete años, me había dedicado a aprender de memoria un pasaje en francés cada día, esmerando el acento e imitando en lo posible la pronunciación de mi profesora, había adquirido cierto dominio del idioma, por lo que era probable que no tuviera problemas con mademoiselle Adèle. Esta se aproximó para darme la mano cuando supo que era su institutriz. Al acompañarla a la casa para desayunar, le dirigí algunas frases en francés, a las que respondió brevemente al principio. Pero cuando nos hallábamos ya sentadas a la mesa, tras examinarme durante unos diez minutos

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