Jane Eyre. Charlotte Bronte

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Jane Eyre - Charlotte Bronte

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igual que con él, y Sophie también. Ella se va a alegrar, pues aquí no la entiende nadie. La señora Fairfax solo habla inglés. Sophie es mi niñera, vino conmigo en un gran barco con una chimenea humeante, ¡cómo humeaba! y me mareé, y Sophie también, y el señor Rochester también. El señor Rochester se tumbó en un sofá en una bonita habitación que llamaban salón, y Sophie y yo teníamos camas en otro sitio. Por poco me caí de la mía, parecía una repisa. Y mademoiselle, ¿cómo se llama usted?

      —Eyre, Jane Eyre.

      —¿Eir? Vaya, no sé pronunciarlo. Bueno, pues, nuestro barco se detuvo por la mañana, antes del amanecer, en una gran ciudad, una ciudad enorme, con casas oscuras y toda llena de humo, no se parecía nada a la preciosa ciudad de donde yo venía, y el señor Rochester me llevó a tierra en brazos por una tabla, y nos siguió Sophie, y nos subimos todos a un carruaje que nos transportó a una casa preciosa, más grande que esta, que se llamaba hotel. Estuvimos casi una semana allí; Sophie y yo nos íbamos todos los días de paseo por un sitio verde muy grande todo lleno de árboles, que se llamaba el Parque. Y había muchos niños además de mí, y un estanque con aves maravillosas a las que daba migas.

      —¿Puede usted entenderla cuando habla así de rápido? —preguntó la señora Fairfax.

      La entendía muy bien, acostumbrada al habla fluida de madame Pierrot.

      —Me complacería —prosiguió la buena señora— que le hiciera usted un par de preguntas sobre sus padres. Me pregunto si los recuerda.

      —Adèle —pregunté— ¿con quién vivías en esa ciudad limpia de la que has hablado?

      —Hace mucho tiempo, vivía con mamá, pero ya está con la Virgen. Mamá me enseñaba a bailar y a cantar y recitar versos. Venían muchos caballeros y señoras a ver a mamá, y yo bailaba para ellos y me sentaba en sus regazos y les cantaba, me gustaba mucho. ¿Quiere usted que le cante ahora?

      Como había terminado de desayunar, le di permiso para dar una muestra de sus habilidades. Se bajó de la silla y vino a sentarse en mis rodillas. Luego, juntando las manos recatadamente, sacudiéndose los rizos y alzando los ojos al techo, empezó a cantar una canción de alguna ópera. Era la canción de una señora abandonada, que, lamentando la perfidia de su amante, hace acopio de orgullo y pide a su doncella que la vista con sus mejores joyas y galas, decidida a enfrentarse con el traidor en un baile y demostrarle, con su comportamiento alegre, lo poco que la ha afectado su abandono.

      El tema no parecía muy adecuado para una cantante tan joven, pero supongo que la gracia de la exhibición estribaba en oír las palabras de amor y celos cantadas con los gorjeos de una niña. Esta gracia era de muy mal gusto, o, por lo menos, así me lo pareció a mí.

      Adèle cantó su cancioncita bastante afinada con la inocencia de su edad. Una vez terminada, se bajó de mi regazo de un salto y dijo:

      —Ahora, mademoiselle, le recitaré un poco de poesía.

      Adoptando una pose adecuada, comenzó a recitar La Ligue des Rats, fable de La Fontaine. Se puso a recitar la pieza poniendo mucho cuidado en la puntuación y la entonación, con voz flexible y gestos apropiados, muy poco en consonancia con su edad, que demostraban que la habían aleccionado con mucho esmero.

      —¿Fue tu madre quien te enseñó esa pieza? —le pregunté.

      —Sí, y ella solía decirlo de esta manera: «Qu’avez vous donc? lui dit un de ces rats; parlez!»[7]. Me hacía levantar la mano para recordarme que alzara la voz para marcar la interrogación. ¿Quiere que baile algo para usted?

      —No, ya es suficiente. Pero, después de irse tu mamá con la santísima Virgen, como tú dices, ¿con quién vivías?

      —Con madame Frédéric y su marido. Ella cuidaba de mí, pero no es pariente mía. Creo que es pobre, porque su casa no era tan bonita como la de mamá. No pasé mucho tiempo allí, porque el señor Rochester me preguntó si quería venir a vivir con él a Inglaterra y dije que sí. Es que conozco al señor Rochester más tiempo que a madame Frédéric y siempre se ha portado bien conmigo y me ha comprado bonitos vestidos y juguetes. Pero ha faltado a su palabra, ya que me ha traído a Inglaterra pero él ha vuelto allí ahora y nunca lo veo.

      Después de desayunar, Adèle y yo nos retiramos a la biblioteca que, según parece, el señor Rochester había dado instrucciones que utilizáramos como aula. La mayoría de los libros estaban bajo llave tras unas puertas de cristal, pero había una estantería abierta que contenía todo lo que pudiera hacer falta para los trabajos elementales, además de varios tomos de literatura ligera, poesía, biografias, libros de viaje, alguna novela romántica, y algunos más. Supongo que él había considerado que una institutriz no necesitaría más para su uso personal, y, de hecho, eran más que suficientes de momento. Comparados con las lecturas exiguas que había conseguido juntar en Lowood, parecían ofrecerme copioso esparcimiento e información. También había un piano nuevo bien afinado, un caballete y dos globos terráqueos.

      Mi alumna resultó ser bastante dócil aunque poco aplicada, por no estar acostumbrada a ninguna clase de tarea constante. Pensé que sería poco aconsejable constreñirla demasiado al principio, así que, después de hablar largo rato con ella y hacer que aprendiera un poco, a mediodía la dejé regresar con su niñera, y yo decidí ocuparme hasta la hora de cenar en hacer unos bocetos para usarlos con ella.

      Cuando subía la escalera para recoger mi carpeta y mis lápices, me llamó la señora Fairfax:

      —Ya han acabado las clases de la mañana, supongo —se hallaba en una habitación cuyas puertas plegables estaban abiertas, adonde me dirigí cuando me habló. Era un aposento grande y elegante, con sillas y cortinas de color morado, una alfombra turca, paredes recubiertas de paneles de nogal, un gran ventanal con vidriera y un techo alto bellamente tallado. La señora Fairfax estaba quitando el polvo de unos magníficos jarrones de espato morado que se encontraban sobre el aparador.

      —¡Qué habitación tan bella! —exclamé al mirar alrededor, ya que nunca antes había visto nada tan impresionante.

      —Sí, es el comedor. Acabo de abrir la ventana para dejar paso al aire y al sol, porque todo se pone terriblemente húmedo en las habitaciones que se utilizan poco. Aquel salón parece una cripta.

      Y señaló un gran arco enfrente de la ventana, que, igual que esta, llevaba unas cortinas teñidas de morado recogidas con cintas. Subiendo por dos anchos peldaños, me asomé y creí estar en un lugar encantado, por el esplendor de lo que vieron mis ojos inexpertos. No obstante, solo se trataba de un salón muy bonito con un camarín dentro, todo cubierto de blancas alfombras, que daban la impresión de estar esparcidas de guirnaldas de flores; los techos estaban decorados con molduras de uvas y hojas de parra, que contrastaban fuertemente con los sofás y otomanas carmesí y los adornos de cristal de Bohemia de la repisa de la chimenea de mármol de Paros, que también eran rojos como el rubí; entre las ventanas, grandes espejos reflejaban esta mezcla de nieve y fuego.

      —¡Qué ordenadas mantiene usted estas habitaciones, señora Fairfax! —dije—. Sin polvo ni fundas en los muebles; si no fuera por el aire frío, se diría que están habitadas.

      —Lo que ocurre, señorita Eyre, es que, aunque las visitas del señor Rochester son infrecuentes, son siempre repentinas e inesperadas, y como he visto que le molesta encontrarlo todo envuelto y que su llegada produzca un revuelo de actividad, he pensado que es mejor tener las habitaciones siempre dispuestas.

      —¿Es un hombre exigente y escrupuloso el señor Rochester?

      —No

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