Tuareg. Alberto Vazquez-Figueroa
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Evocó la extraña sensación que recorrió su cuerpo cuando su espada penetró blandamente, casi sin esfuerzo, en el vientre de Mubarrak, y le pareció estar escuchando aún el ronco estertor que escapó de su garganta en ese instante. Al retirar el brazo fue como si se llevara prendida en la punta de su «takuba» la vida de su enemigo, y tuvo miedo de la posibilidad de tener que emplear alguna otra vez la espada contra alguien. Pero recordó después el seco restallar del estampido que mató a su huésped dormido, y le consoló la idea de que no podía existir perdón para los culpables de semejante crimen.
Acababa de descubrir que, si amarga resultaba la injusticia, igualmente amargo resultaba tratar de corregirla, porque matar a Mubarrak no le había proporcionado placer alguno, y sí una profunda y desalentadora sensación de vacío. Como el viejo Suílem aseguraba, la venganza no devolvía los muertos a la vida.
Se preguntó luego por qué había sido siempre tan importante para los tuareg aquella ley no escrita de la hospitalidad, que se anteponía a todas las otras leyes, incluso las coránicas, y trató de hacerse una idea de cómo sería el desierto si el viajero no tuviera la absoluta seguridad de que, allí adonde llegara sería bien recibido, ayudado y respetado.
Contaban las leyendas que en cierta ocasión dos hombres se odiaban de tal modo, que uno de ellos, el más débil, se presentó de improviso en la «jaima» de su enemigo solicitando hospitalidad. Celoso de la tradición, el targuí aceptó a su huésped, le brindó su protección y al cabo de los meses, cansado de soportarlo y darle de comer, le aseguró que podía marcharse en paz porque jamás atentaría contra su vida. Desde entonces, y de eso hacía al parecer muchísimos años, aquélla se había convertido en una práctica habitual entre los tuareg que solventaban de ese modo sus diferencias y ponían así fin a sus rencillas.
¿Cómo hubiera reaccionado él mismo, si Mubarrak hubiera acudido a su campamento a pedir hospitalidad tratando de hacerse perdonar la falta cometida?
No podía saberlo, pero, probablemente, hubiera reaccionado como el targuí de la leyenda, pues hubiera resultado ilógico cometer un delito por castigar a alguien que había cometido exactamente ese mismo delito.
Cuando los aviones a reacción surcaban los altísimos cielos del desierto, y los camiones transitaban por las pistas más conocidas empujando a su raza a los más recónditos rincones de la llanura, no resultaba fácil augurar cuánto tiempo subsistiría aún esa raza en esa llanura, pero para Gacel resultaba claro que, mientras uno solo de ellos sobreviviese sobre las arenas, las infinitas planicies sin vida, o los pedregales sin horizontes de la «hamada», la ley de la hospitalidad debería continuar siendo sagrada, pues, de lo contrario, ningún viajero se arriesgaría jamás a cruzar el desierto.
El delito de Mubarrak no admitía disculpa y él, Gacel Sayah, se encargaría de hacer comprender a aquellos otros que no eran tuareg, que, en el Sáhara, las leyes y las costumbres de su raza debían continuar respetándose, porque eran leyes y costumbres adaptadas al medio, sin las cuales no existía posibilidad alguna de supervivencia.
Llegó el viento y con él llegó el día. Hienas y chacales comprendieron que perdían sus escasas posibilidades de hacerse con algún trozo de antílope y se alejaron gruñendo y lamentándose hacia sus oscuras madrigueras, a las que regresaban ya todos los habitantes de la noche: el «fenec» de largas orejas, la rata del desierto, la serpiente, la liebre y el zorro. Cuando el sol comenzara a calentar estarían durmiendo, conservando sus fuerzas hasta que las sombras de la noche hicieran nuevamente soportable la vida en la más desolada región del planeta, porque allí, al contrario del resto del mundo, la actividad tenía lugar de noche y el descanso de día.
Únicamente el hombre, pese a los siglos, no había logrado adaptarse por completo a la noche, y fue por ello por lo que, con la primera claridad, Gacel buscó a su camello que ramoneaba a poco más de un kilómetro de distancia, lo tomó del ronzal, y reinició, sin prisas, su marcha hacia el oeste.
El puesto militar de Adoras ocupaba un oasis en forma de triángulo –poco más de un centenar de palmeras y cuatro pozos–, en el corazón mismo de un extensísimo río de dunas, por lo que podía considerarse un auténtico milagro de supervivencia amenazado constantemente por la arena que lo cercaba protegiéndolo del viento, pero convirtiéndolo, por ello mismo, en una especie de horno que en los mediodías alcanzaba a menudo los sesenta grados centígrados.
Las tres docenas de soldados que componían la guarnición, pasaban la mitad de su vida maldiciendo su suerte a la sombra de las palmeras, y la otra mitad paleando arena en un desesperado esfuerzo por hacerla retroceder y mantener libre la estrecha pista de tierra que les permitía comunicarse con el mundo exterior, recibiendo provisiones y correspondencia una vez cada dos meses.
Desde que treinta años atrás, a un coronel enloquecido se le ocurrió la absurda idea de que el ejército debía controlar aquellos cuatro pozos, que eran, por otra parte, los únicos existentes en casi cien kilómetros a la redonda, Adoras se había convertido en el «destino maldito», tanto para las tropas coloniales primero, como para las nativas en la actualidad, y de las tumbas que se alzaban al extremo del palmeral, nueve se debían «a muerte natural» y seis al suicidio de quienes no habían soportado la idea de sobrevivir en semejante infierno.
Cuando un tribunal dudaba entre enviar a un reo al paredón, condenarlo a prisión perpetua, o conmutarle la pena por quince años de servicio obligatorio en Adoras, tenía plena conciencia de lo que hacía, por más que dicho reo considerase en un principio que con la conmutación habían querido favorecerle.
Para el capitán Kaleb-el-Fasi, comandante en jefe de la guarnición y autoridad suprema en una región tan extensa como media Italia, pero en la que no vivían más allá de ochocientas personas, los siete años que llevaba en Adoras constituían el castigo por haber asesinado a un joven teniente que amenazó con descubrir las irregularidades de las cuentas del regimiento en su destino anterior. Condenado a muerte, su tío, el famoso general Obeid-el-Fasi, héroe de la independencia, había conseguido, gracias a que había sido uno de sus ayudantes y hombre de confianza durante la guerra de Liberación, que se le permitiera rehabilitarse al frente de un destacamento al que no se podía enviar a ningún otro militar de carrera que no se encontrase en parecidas circunstancias.
Tres años antes, y basándose únicamente en los expedientes que obraban en su poder, el capitán Kaleb había llegado a la conclusión de que los componentes de su regimiento sumaban más de una veintena de muertes, quince violaciones, sesenta atracos a mano armada, y un incontable número de robos, estafas, deserciones y delitos de menor cuantía, por lo que, para dominar a semejante «tropa» había tenido que echar mano a toda su experiencia, astucia y violencia. El respeto que infundía, tan solo era superado por el que imponía su hombre de confianza: el sargento mayor, Malik-el-Haideri, un hombre delgado, diminuto y aparentemente endeble y enfermizo, pero tan cruel, astuto y valiente, que había logrado controlar a semejante pandilla de bestias, sobreviviendo a cinco intentos de asesinato y dos duelos a cuchillo.
Malik era la «muerte natural» más normal en Adoras, y dos de los suicidados se volaron los sesos por no seguir sufriéndolo.
Ahora, sentado en la cumbre de la más alta duna que dominaba el oasis por el este, una vieja «ghourds» de más de cien metros de altura, dorada por el tiempo