Tuareg. Alberto Vazquez-Figueroa
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–¿Crees que debo consentir semejante ofensa? –inquirió con voz ronca–. ¿Crees que seguiría viviendo en paz conmigo mismo, tras haber permitido que asesinen a uno de mis huéspedes y se lleven a otro?
–¿Qué otra cosa podías hacer...? –protestó–. Te hubieran matado.
–Lo sé. Pero ahora puedo vengar la afrenta.
–¿Y qué obtendrás con ello?–inquirió el negro–. ¿Devolverás la vida al muerto?
–No. Pero les recordaré que no se puede ofender a un «imohag» impunemente. Esa es la diferencia entre los de tu raza y la mía, Suílem. Los «akli» admitís las ofensas y la opresión y os sentís satisfechos siendo esclavos.
Lo lleváis en la sangre, de padres a hijos, de generación en generación. Y siempre seréis esclavos. –Hizo una pausa y acarició pensativo el largo sable que había extraído del arcón donde guardaba sus más preciadas pertenencias–. Pero nosotros, los tuareg, somos una raza libre y guerrera, que se mantuvo así porque jamás consintió una humillación ni una afrenta.
–Agitó la cabeza–. Y no es hora de cambiar.
–Pero ellos son muchos –protestó–. Y poderosos.
–Es cierto –admitió el targuí–. Y así debe ser. Solo el cobarde se enfrenta a quien sabe más débil que él, porque la victoria jamás le ennoblecerá. Y solo el estúpido lucha por su igual, porque en ese caso tan solo un golpe de suerte decidirá la batalla. El «imohag», el auténtico guerrero de mi raza, debe enfrentarse siempre a quien sabe más poderoso, porque si la victoria le sonríe, su esfuerzo se verá mil veces compensado y podrá seguir su camino orgulloso de sí mismo.
–¿Y si te matan? ¿Qué será de nosotros?
–Si me matan, mi camello galopará directamente al Paraíso que Alá promete, porque escrito está que quien muere en una batalla justa tiene asegurada la Eternidad.
–Pero no has contestado a mi pregunta –insistió el negro–. ¿Qué será de nosotros? ¿De tus hijos, tu esposa, tu ganado y tus sirvientes?
Su gesto fue fatalista.
–¿Acaso he demostrado que puedo defenderlos? –inquirió–. Si consiento que maten a uno de mis huéspedes, ¿no tendré que consentir que violen y asesinen a mi familia? –Se inclinó y con un gesto firme le obligó a ponerse en pie. –Ve y prepara mi camello y mis armas –pidió–. Me iré al amanecer. Luego te ocuparás de levantar el campamento y llevar a mi familia lejos, al «guelta» del Huaila, allí donde murió mi primera esposa.
El amanecer llegó precedido por el viento.
Siempre el viento anunciaba el alba en la llanura y su ulular en la noche parecía convertirse en llanto amargo una hora antes de que el primer rayo de luz hiciera su aparición en el cielo, más allá de las rocosas laderas del Huaila.
Escuchó con los ojos abiertos, contemplando el techo de su «jaima» con sus rayas tan conocidas y creyó estar viendo los matojos corriendo sueltos sobre la arena y las rocas, siempre con prisa, siempre queriendo encontrar un lugar al que aferrarse, un hogar definitivo que les acogiese y les librase de aquel eterno vagar sin destino de un lado a otro de África.
Con la lechosa luz del alba, filtrada por millones de diminutos granos de polvo en suspensión, los matojos surgían de la nada como fantasmas que quisieran lanzarse sobre hombres y bestias, para perderse luego, tal como habían llegado, en la infinita nada del desierto sin fronteras.
«Debe existir una frontera en alguna parte. Estoy seguro...», había dicho con un tono de desesperada ansiedad, y ahora estaba muerto.
A Gacel nunca nadie le habló antes de fronteras porque nunca existieron entre los confines del Sáhara.
«¿Qué frontera detendría a la arena o al viento?»
Volvió el rostro hacia la noche y trató de comprender, pero no pudo.
Aquellos hombres no eran criminales, pero a uno lo habían enterrado, y al otro se lo habían llevado nadie sabía adónde. No se podía asesinar a nadie tan fríamente, por grande que fuera su delito.
Y menos aún, mientras dormía bajo la protección y el techo de un «inmouchar».
Algo extraño rodeaba aquella historia, pero Gacel no acertaba a averiguar qué, y tan solo una cosa quedaba clara: la más antigua ley del desierto se había quebrantado y eso era algo que un «imohag» no podía aceptar.
Recordó a la vieja Khaltoum y una mano helada, el miedo se le posó en la nuca. Luego bajó el rostro hacia los abiertos ojos de Laila que brillaban insomnes en la penumbra reflejando los últimos rescoldos de la hoguera y sintió pena por ella; por sus quince años mal cumplidos y lo vacías que quedarían sus noches cuando se fuera. Y también sintió pena de sí mismo; de lo vacías que quedarían sus noches cuando ella no estuviera a su lado.
Le acarició el cabello y advirtió que agradecía el gesto como un animal abriendo aún más sus grandes ojos de gacela asustada.
–¿Cuándo volverás? –musitó más como súplica que como pregunta.
Negó con la cabeza:
–No lo sé –admitió–. Cuando haya hecho justicia.
–¿Qué significaban esos hombres para ti...?
–Nada –confesó–. Nada hasta ayer. Pero no se trata de ellos. Se trata de mí mismo. Tú no lo entiendes.
Laila lo entendía, pero no protestó. Se limitó a apretujarse aún más contra él como buscando su fuerza o su calor, y extendió las manos en un último intento de retenerle cuando él se puso en pie y se encaminó a la salida.
Fuera, el viento continuaba llorando mansamente. Hacía frío y se arrebujó en su «jaique» mientras un temblor inevitable le ascendía por la espalda, nunca supo si por el frío o por el espantoso vacío de la noche que se abría ante él. Era como sumergirse en un mar de tinta negra, y apenas lo había hecho cuando Suílem surgió de las tinieblas y le tendió las riendas de «R.Orab».
–Suerte, amo –dijo, y desapareció como si no hubiera existido.
Obligó a la bestia a arrodillarse, trepó a su lomo, y con el talón la golpeó levemente en el cuello:
–¡Shiaaaaa...! –ordenó–. ¡Vamos! El animal lanzó un berrido malhumorado, se irguió pesadamente, y quedó muy quieto, sobre sus cuatro patas, de cara al viento, esperando.
El targuí le orientó hacia el noroeste y clavó de nuevo el talón con más ímpetu para que iniciara la marcha.
A la entrada de la «jaima» se recortó una sombra más densa que el resto de las sombras más oscuras. Los ojos de Laila brillaron nuevamente en la noche mientras jinete y montura desaparecían como empujados por el viento y los matojos.
Ese viento sollozaba cada vez con más fuerza, sabiendo que pronto la luz del sol vendría a calmarle.
Aún el día no era ni siquiera aquella penumbra lechosa que le permitía distinguir