La Reina de los Caribes. Emilio Salgari

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La Reina de los Caribes - Emilio Salgari

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sus ojos se cubrían con un velo de sangre.

      -¡Carmaux!… ¡Van Stiller!.. . ¡Ayuda!… Murmuró con voz desfallecida.

      Se llevó una mano al pecho, y la retiró bañada en sangre.

      Retrocedió hasta la puerta, contra la cual se apoyó. La cabeza le daba vueltas, sentía sordo zumbido en los oídos.

      -¡Carmaux!… -murmuró por última vez.

      Le pareció oír pasos precipitados, después, la voz de sus fieles corsarios, y, por fin, abrirse una puerta. Vio confusamente una sombra delante de él, y le pareció que unos brazos le cogían. Luego… ya no vio nada.

      Cuando volvió en sí no se encontraba en la calle donde había librado tan sangriento combate. Estaba tendido en un cómodo lecho adornado con cortinas de seda azul bordadas de oro, y blanquísimas sábanas adornadas con ricas puntillas. Un rostro gentil estaba inclinado sobre él, acechando sus más pequeños movimientos. Lo reconoció enseguida.

      -¡Yara! -exclamó.

      La joven india se enderezó rápidamente. Los grandes y dulces ojos de aquella criatura estaban aún húmedos de llanto.

      -¿Qué haces aquí, muchacha? -le preguntó el Corsario-. ¿Quién me trajo a esta estancia? ¿Y mis hombres, dónde están?

      -¡No os mováis, señor -dijo la joven.

      -¡Dime dónde están mis hombres! -repitió el Corsario-. ¡Oigo fragor de armas en la calle!

      -Vuestros hombres están aquí, pero…

      -¡Continúa! -dijo el Corsario, viéndola vacilar-. ¡No los veo!

      -Defienden la escalera, señor.

      -¿Por qué?

      -¿Habéis olvidado a los españoles?

      -¡Ah!… ¡Es cierto!… ¿Están aquí los españoles?

      -Han cercado la casa, señor -repuso angustiada la joven.

      -¡Mil truenos! ¡Y yo en el lecho!…

      El Corsario hizo ademán de levantarse; mas le retuvo un agudo dolor.

      -¡Estoy herido! -exclamó-.

      ¡Ah!… ¡Ahora recuerdo!…

      Sólo entonces se dio cuenta de que tenía el pecho vendado y las manos llenas de sangre.

      No obstante su valor, palideció.

      -Yara, ¿qué ha ocurrido después que me hirieron?

      -Os hice traer aquí por dos pajes de mi señor y por Colima-repuso la joven india.

      -¿Quién me ha vendado?

      -Yo y uno de vuestros hombres.

      -He recibido dos estocadas, ¿no es cierto?

      -Sí, dos, una acaso grave, y otra más dolorosa que peligrosa.

      -Sin embargo, no me siento débil.

      Hemos detenido pronto la sangre.

      -¿Y mis hombres, han vuelto todos?

      - Sí, señor. Uno de ellos tenía muchos rasguños, y al negro le brotaba sangre de un brazo.

      ¿Por qué no están aquí?

      -Los dos blancos vigilan la escalera; el negro está de guardia en el pasaje secreto.

      -¿Hay muchos enemigos en los alrededores?

      -Lo ignoro, señor.

      -¡Gracias por tu afecto y por tu cura, valiente muchacha! -dijo el Corsario pasando la mano por la cabeza de la joven-. ¡El Corsario Negro no te olvidará!

      -Entonces, ¿me vengará? -exclamó la india, mientras un siniestro fulgor animaba sus ojos.

      -¿Qué quieres decir?

      En aquel instante se oyó un tiro de mosquete, y la voz de Carmaux que gritaba: -¡Cuidado! ¡Hay una bomba detrás de la puerta!

      El Corsario Negro, viendo su espada apoyada en una silla próxima, la cogió haciendo de nuevo ademán de levantarse.

      La joven le detuvo ciñéndole con ambos brazos.

      -¡No, mi señor -gritó-, os mataríais!

      -¡Déjame!

      -¡No, capitán; no os moveréis del lecho! -dijo entrando Carmaux-. Los españoles no nos han cogido aún.

      -¡Ah! ¿Eres tú? -dijo el Corsario-. Sois todos valientes, ya lo sé; pero sois pocos para defenderos de un ataque general.

      -¿Y vuestras heridas? ¡Estáis inválido, capitán!

      -Me parece que aún podría sostenerme, Carmaux. ¿Las has visto?

      -Sí, capitán. Os han dado una estocada soberbia un poco debajo del corazón. Si el acero no llega a tropezar con una costilla, os atraviesa.

      -¡No es grave!

      -Es cierto -repuso Carmaux-. Yo creo que dentro de unos doce días podréis volver a dar estocadas de nuevo.

      -¡Doce días! ¡Estáis loco, Carmaux!

      -Tenéis que cerrar dos agujeros. Un poco más abajo os han hecho otro ojal mucho menos profundo que el primero, pero más doloroso.

      - ¿Y vosotros, habéis pegado mucho? -preguntó el Corsario.

      -Una media docena de hombres, a cambio de unos rasguños. Creíamos que nos habíais seguido y por eso continuamos la carga, creyendo abrirnos paso. Cuando vimos que os habíais quedado atrás, tratamos de volver sobre nuestros pasos.

      -¿Cómo habéis sabido que estaba aquí?

      -Nos lo avisó esta valiente muchacha.

      -¿Y ahora?

      - Estamos sitiados, capitán.

      -¿Son muchos los enemigos?

      -La obscuridad no me ha permitido aún apreciar su número -dijo Carmaux; pero estoy convencido de que son muchos.

      -¿De modo que nuestra situación es muy grave?

      - No lo niego, capitán; tanto más, cuanto que debemos defendernos dentro de la casa. Los españoles pueden entrar valiéndose del pasaje secreto.

      -El peligro mayor está precisamente en ese pasaje -dijo la joven india-. D. Pablo tiene la llave de la puerta de hierro.

      -¡Bah! ¡Si fuese necesario nos dejaríamos hacer astillas antes que entraran aquí!

      -No

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