La flecha negra. Robert Louis Stevenson

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La flecha negra - Robert Louis Stevenson

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pareció murmurar una oración.

      -¿Por qué hacéis eso? -preguntó Dick.

      -Rezo por su alma -respondió el otro con voz algo trémula.

      -¡Por el alma de una hechicera! -exclamó Dick-. Rezad, si ello os place. Después de todo, esa Juana de Arco era la mejor moza de toda Europa. El viejo Appleyard, el arquero, tuvo que huir de ella como del demonio. Sí, era una muchacha valiente.

      -Bien, master Richard -interrumpió Matcham-. Pero si tan poco apreciáis a las mujeres, no sois un hombre como los demás, pues Dios los creó a unos y a otras para que formaran parejas, e hizo brotar el amor en el mundo para esperanza del hombre y consuelo de la mujer.

      -¡Vaya, vaya! -exclamó Dick-. ¡Sois un niño de teta cuando así abogáis por las mujeres! Y si os imagináis que no soy un hombre de veras, bajad al camino y con los puños, con el sable o con el arco y la flecha, probaré mi hombría sobre vuestro cuerpo.

      -No, yo nada tengo de luchador -replicó Matcham con vehemencia-. No quise ofenderos. Todo fue una broma. Y si hablé de las mujeres es porque oí decir que ibais a casaros.

      -¡Casarme yo! -exclamó Dick-. Es la primera vez que oigo hablar de ello. ¿Y sabéis con quién he de casarme?

      -Con una muchacha llamada Joan Sedley -contestó Matcham, enrojeciendo-. Obra de sir Daniel, quien de ambas partes iba a sacar dinero. Por cierto que oí a la pobre muchacha lamentarse amargamente de semejante boda. Parece que ella opina como vos, o que no le gusta el novio.

      -¡Bien! Al fin y al cabo el matrimonio es como la muerte: para todos llega -murmuró Dick con resignación-. ¿Y decís que se lamentaba? Pues ahí tenéis una prueba del poco seso de esas muchachas! ¡Lamentarse antes de haberme visto! ¿Acaso me lamento yo? ¡En absoluto! Y si tuviera que casarme, lo haría sin derramar una lágrima. Pero si la conocéis, decidme: ¿cómo es ella? ¿Guapa o fea? ¿Simpática o antipática?

      -¿Y eso qué os importa? -replicó Matcham-. Si al fin habéis de casaros, ¿qué remedio os queda sino aceptar la boda? ¿Qué más da que sea guapa o fea? Eso son niñerías, y vos no sois ningún niño de pecho, master Richard. Sea como fuere, os casaréis sin derramar una lágrima.

      -Decís bien: nada me importa -repuso Shelton. -Veo que vuestra esposa tendrá un agradable marido. -Tendrá el que el cielo le haya deparado -replicó Dick-. Los habrá peores... y mejores también.

      -¡Pobre muchacha! -exclamó el otro.

      -¿Y por qué pobre? -inquirió Dick.

      -¡Qué desgracia tener que casarse con un hombre tan insensible! -respondió su compañero.

      -Realmente debo de ser muy insensible -murmuró Dick- desde el momento que ando yo a pie mientras vos cabalgáis en mi caballo.

      -Perdonadme, amigo Dick -suplicó Matcham-. Fue una broma lo que dije; sois el hombre más bondadoso de toda Inglaterra.

      -Dejaos de alabanzas -repuso Dick, turbado al ver el excesivo calor que ponía en sus expresiones su compañero-. En nada me habéis ofendido. Afortunadamente, no me enojo tan fácilmente.

      El viento que soplaba tras ellos trajo en aquel instante el bronco sonido de las trompetas de sir Daniel.

      -¡El toque de llamada! -exclamó Dick.

      -¡Ay de mí! ¡Han descubierto mi fuga, y no tengo caballo! -gimió Matcham, pálido como un muerto.

      -¡Ánimo! -recomendó Dick-. Les lleváis una buena delantera y estamos cerca del embarcadero. ¡Por otra parte, me parece que quien se ha quedado aquí sin caballo soy yo!

      -¡Pobre de mí, me cogerán! -exclamó el fugitivo-. ¡Por amor de Dios, buen Dick, ayudadme, aunque sólo sea un poco!

      -Pero... ¿qué os pasa? -dijo Dick-. ¡Más de lo que os estoy ayudando! ¡Qué pena me da ver a un muchacho tan acobardado! ¡Escuchad, John Matcham, si es que os llamáis John Matcham; yo, Richard Shelton, pase lo que pase, suceda lo que suceda, os pondré a salvo en Holywood! ¡Que el cielo me confunda si falto a mi palabra! ¡Vamos, ánimo, señor Carapálida! El camino es ya aquí algo mejor. ¡Meted espuelas al caballo! ¡Al trote largo! ¡A escape! No os preocupéis por mí, que yo corro como un gamo.

      Marchando al trote largo, en tanto Dick corría sin esfuerzo a su lado, cruzaron el resto del pantano y llegaron a la orilla del río, junto a la choza del barquero.

      La Barca del Pantano

      Índice

      Era el río Till de ancho cauce y perezosa corriente de aguas fangosas, procedentes del pantano, que en esta parte de su curso se adentraba entre una veintena de islotes de cenagoso terreno cubierto de sauces.

      Sus aguas eras sucias, pero en aquella serena y brillante mañana todo parecía hermoso. El viento y los martinetes quebrábanlas en innumerables ondulaciones y, al reflejarse el cielo en la superficie, las matizaban con dispersos trozos de sonriente azul.

      Avanzaba el río en un recodo hasta encontrar el camino, y junto a la orilla parecía dormitar perezosamente la cabaña del barquero. Era de zarzo y arcilla, y sobre su tejado crecía verde hierba.

      Dick se dirigió hacia la puerta y la abrió. Dentro, sobre un sucio capote rojo, se hallaba tendido y tiritando el barquero, un hombretón consumido por las fiebres del país.

      -¡Hola, master Shelton! -saludó-. ¿Venís por la barca? ¡Malos tiempos corren! Tened cuidado, que anda por ahí una partida. Más os valiera dar media vuelta y volveros, intentando el paso por el puente.

      -Nada de eso; el tiempo vuela, Hugh, y tengo mucha prisa -repuso Dick.

      -Obstinado sois... -replicó el barquero, levantándose-. Si llegáis sano y salvo al Castillo del Foso, bien podréis decir que sois afortunado; pero, en fin, no hablemos más.

      Advirtiendo la presencia de Matcham, preguntó:

      -¿Quién es éste? -y se detuvo un momento en el umbral de la cabaña, mirándole con sorpresa.

      -Es master Matcham, un pariente mío -contestó Dick.

      -Buenos días, buen barquero -dijo Matcham, que acababa de desmontar y se acercaba conduciendo de la rienda al caballo-. Llevadme en la barca, os lo suplico. Tenemos muchísima prisa.

      El demacrado barquero siguió mirándole muy fijamente.

      -¡Por la misa! -exclamó al fin, y soltó una franca carcajada.

      Matcham se ruborizó hasta la raíz de los pelos y retrocedió un paso; en tanto, Dick, con expresión de violento enojo, puso su mano en el hombro del rústico y le gritó:

      -¡Vamos, grosero! ¡Cumple tu obligación y déjate de chanzas con tus superiores! Refunfuñando desató la barca el hombre y la empujó hacia las hondas aguas. Hizo meter el caballo en ella Dick y tras la cabalgadura entró Matcham.

      -Pequeño os hizo Dios -murmuró Hugh sonriendo-; acaso equivocaron el molde. No, master Shelton, no; yo soy de los vuestros -añadió, empuñando los remos-. Aunque no

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