Política y movimientos sociales en Chile. Antecedentes y proyecciones del estallido social de Octubre de 2019. Varios autores
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Para que quede claro, esta serie de afirmaciones proviene de la constatación empírica, no de cómo yo creo que debieran ser las cosas. Tampoco debe ser leída como una sugerencia de que se acepte la corrupción o la necesidad de pasar por tiempos violentos y de radicalización para que tengamos partidos fuertes. Nadie pretende volver a un pasado no democrático y en que primaba el cohecho y la corruptela generalizada para poder reconstituir partidos políticos funcionales para la democracia. ¿Para qué nos sirve conocer aquellas regularidades empíricas entonces? Nos sirve para entender que muchas características partidarias que hoy parece deseable emular fueron gestadas y tienen su raíz en condiciones históricas que nos resultarían invivibles. En otras palabras, ni todo lo bueno va junto, ni haciendo las cosas bien hoy generaremos necesariamente procesos virtuosos en el futuro. En definitiva, está en los jóvenes de hoy refundar la política. El desafío es lograr dicha refundación, logrando al mismo tiempo maximizar los ideales de representación y legitimidad democrática. ¿Puede, en este contexto y dadas las características que ha asumido recientemente la movilización social, lograrse una articulación entre partidos políticos y actores sociales? La próxima sección concluye analizando esta posibilidad con base en la experiencia comparativa.
Partidos y movimientos sociales
La experiencia comparativa reciente sugiere, en mi opinión, la presencia de tres vías posibles de articulación entre fenómenos de movilización social y vehículos electorales. Un primer modelo lo constituye la formación de nuevos partidos por parte de liderazgos surgidos de la movilización social. El MAS en Bolivia, surgido de la movilización cocalera e indígena a principios de los 2000; Podemos en España, vinculado al movimiento de los indignados y al 15-M de 2011; y algunos referentes del Frente Amplio chileno (Revolución Democrática, Movimiento Autonomista, etc.) surgidos en torno a liderazgos fraguados en las movilizaciones estudiantiles de 2011, constituyen tres ejemplos posibles de este tipo de articulación.
Este tipo de articulación enfrenta desafíos fundamentales. Por un lado, la clásica tensión entre objetivos estratégicos y tácticos se manifiesta en torno al debate respecto a la necesidad o no de insertarse en una arena institucional que parte significativa del movimiento vilifica. Esa misma tensión se pone de manifiesto al discutir políticas de alianzas con otras fuerzas políticas con el objetivo de la acumulación de fuerzas en el ámbito electoral, así como también en la tensión entre los objetivos del movimiento (usualmente maximalistas y acotados a ámbitos de la realidad acotados) y los objetivos de un nuevo referente partidario que debe tomar posición y reconocer dilemas entre múltiples objetivos de política pública. Por otro lado, también se produce usualmente una disputa por el liderazgo partidario en torno al acceso a cargos electivos. Aunque natural a la política tradicional, dicha disputa acarrea mayor conflictividad en el contexto de movimientos sociales que en la actualidad, y en muchos casos privilegian la horizontalidad y procesos deliberativos y participativos de toma de decisiones. El MAS constituye tal vez el caso más exitoso (al menos en términos de perdurabilidad) de este tipo de articulación. No obstante, posee características que distancian al movimiento original y al nuevo partido de otras manifestaciones de este tipo de articulación como Podemos o los partidos surgidos del movimiento estudiantil en Chile. Muy sintéticamente, el MAS posee un liderazgo único e indisputado, accede al poder y a la estructura estatal rápidamente en un contexto de disolución del orden institucional precedente (lo que minimiza la tensión entre táctica y estrategia, y al mismo tiempo genera recursos para la articulación de mecanismos corporativistas clásicos para la gestión del conflicto desde el gobierno), y articula su movilización a partir de un clivaje étnico que permite articular su discurso en torno a la multiseccionalidad de la desigualdad en la sociedad boliviana.
Un segundo modelo posible escapa a la tensión entre estrategia y táctica, porque no busca una articulación real con los partidos políticos. Se trata de movimientos que buscan impactar la agenda de políticas públicas en temas específicos. Dos ejemplos recientes de este tipo de acción sobre la agenda, evitando la articulación y la institucionalización del movimiento, lo constituyen en mi opinión el movimiento «March for our lives», liderado por jóvenes estadounidenses que han sido víctimas de tiroteos en sus escuelas. Este movimiento ha evitado, desde su surgimiento, vincularse institucionalmente con un partido político (o avanzar hacia la postulación de candidaturas propias). En cambio, ha utilizado una estrategia de «name and shame» en contra de líderes electos con apoyo financiero de la NRA. Al mismo tiempo, ha apoyado a candidatos que se han opuesto abiertamente al NRA y se han comprometido con una agenda anti-armas independientemente de su pertenencia partidaria. Un segundo ejemplo posible lo constituye la nueva ola del movimiento feminista, consolidada durante 2018 en Chile, en que la transversalidad del movimiento, así como la utilización de vocerías rotativas (para evitar la consolidación de liderazgos fuertes que pudieran avanzar luego hacia carreras políticas propias) da cuenta de una estrategia de acción similar. Una posible vía de articulación con la política institucional podría darse, por ejemplo, con una bancada feminista interpartidaria (sobre lo que existe experiencia previa en casos como el uruguayo), pero no con un partido político en particular. El riesgo de este tipo de estrategia es doble y lo constituye tanto su estrecho foco en un asunto/interés concreto, así como lo endeble de su inserción en los espacios político-institucionales en que se decide la política pública. A su vez, el poder de agenda que generan grupos con esta estrategia termina siendo mucho mayor que su capacidad de tramitar y negociar políticas públicas tendientes a responder a su demanda.
Un tercer mecanismo de articulación lo constituye la «toma» de un partido político por parte de un movimiento social organizado. El Tea Party en EEUU y su incursión en el Partido Republicano constituye una instancia de este tipo. Más recientemente, el caso de los evangélicos neopentecostales en casos como el brasilero (y en cierta medida el chileno) también podría considerarse cercano a este mecanismo. En términos generales, se trata de grupos con una alta capacidad de movilización electoral (pueden desmovilizar o movilizar contingentes de votantes relativamente numerosos) en función de la adhesión de un candidato a sus principios y valores. Por el momento, esta estrategia de articulación parece tener una afinidad electiva con movimientos conservadores, quienes en reacción a agendas progresistas (como las políticas de igualdad de género o legislaciones favorables al aborto, el matrimonio homosexual y la liberalización del uso recreativo de drogas) logran movilizar a su base a favor de candidatos que prometen un giro conservador.
En suma, la articulación clásica entre movimientos sociales y partidos políticos progresistas se encuentra hoy desafiada por las lógicas inherentes al funcionamiento actual de los sistemas políticos (la crisis de representación-legitimidad que se cierne sobre el modelo liberal-democrático) y por las características propias de los fenómenos de movilización social que se han tornado más espasmódicos, más antisistémicos y más focalizados en asuntos/intereses específicos, y cuya maximización es vista como un ideal absoluto. En este contexto, las formas de articulación observadas empíricamente entre movimientos sociales y partidos políticos en el mundo contemporáneo poseen limitaciones y desafíos significativos.