Historia breve del cristianismo. José Orlandis Rovira
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Historia breve del cristianismo - José Orlandis Rovira страница 8
La libertad de la Iglesia permitió una más clara estructuración y un ejercicio más efectivo del Primado de los papas sobre la Iglesia universal. Los grandes pontífices de los siglos IV y V —Dámaso, León Magno, Gelasio— se esforzaron por definir con precisión el fundamento dogmático del Primado romano: la primacía concedida por Cristo a Pedro, de quien los papas eran los legítimos y exclusivos sucesores. A partir del siglo IV, el ejercicio del Primado romano sobre las iglesias de Occidente fue muy intenso: los papas intervinieron en multitud de ocasiones mediante epístolas decretales o por intermedio de legados y vicarios. En Oriente, un gran concilio —el de Sárdica (343-344)— sancionó el derecho de cualquier obispo del orbe a recurrir, como instancia suprema, al Pontífice romano. Pero prevaleció, en definitiva, una tendencia favorable a la autonomía jurisdiccional, favorecida por el desarrollo de los Patriarcados, especialmente el de Constantinopla. La postura del Oriente cristiano ante Roma, después del Concilio de Calcedonia, puede resumirse así: atribución al obispo de Roma de la primacía de honor en toda la Iglesia; reconocimiento de su autoridad en el terreno doctrinal; pero desconocimiento de cualquier potestad disciplinar y jurisdiccional de los papas sobre las iglesias orientales.
Bajo el Imperio romano-cristiano pudieron reunirse grandes asambleas eclesiásticas, manifestación genuina de la catolicidad de la Iglesia, que reciben el nombre de concilios «ecuménicos» o universales. Ocho sínodos ecuménicos tuvieron lugar entre los siglos IV y IX. Particular importancia se reconoció siempre a los cuatro primeros: los de Nicea I (325), Constantinopla I (381), Éfeso (431) y Calcedonia (451). Todos estos concilios se celebraron en el Oriente cristiano, y orientales fueron en su gran mayoría los obispos asistentes. Su convocatoria procedió de ordinario del emperador, única autoridad capaz de arbitrar los medios indispensables para la celebración de tan grandes asambleas; en varios de ellos, la convocatoria imperial fue promovida por una iniciativa pontificia y los legados papales ocupaban un lugar de honor en el aula conciliar. El reconocimiento del carácter ecuménico de un gran concilio se fundó en su recepción por la Iglesia universal, expresada sobre todo a través de la confirmación papal de sus cánones y decretos.
La libertad de la Iglesia y la conversión del mundo antiguo trajo consigo, finalmente, la entrada en escena de un nuevo factor de notable importancia para los tiempos futuros: el emperador cristiano. Este personaje —un simple laico en el orden de la jerarquía— tenía conciencia, sin embargo, de que le correspondía una misión de defensor de la Iglesia y promotor del orden cristiano en la sociedad: era la función que se atribuía ya Constantino cuando tomaba para sí el significativo título de obispo del exterior. Los emperadores cristianos prestaron indudables servicios a la Iglesia, pero sus injerencias en la vida eclesiástica produjeron también numerosos abusos, cuya máxima expresión fue el llamado cesaropapismo. Estos abusos fueron particularmente graves en las iglesias de Oriente. En Occidente, la autoridad del Papado, la debilidad de los emperadores occidentales o la lejanía geográfica de los orientales contribuyeron a la salvaguardia de la independencia eclesiástica. Las relaciones entre poder espiritual y temporal, su armónica conjunción y la misión del emperador cristiano fueron tratados por diversos Padres de la Iglesia y en especial por el papa Gelasio, en una carta al emperador Anastasio. Pero el papel del emperador cristiano como protector de la Iglesia se juzgaba tan indispensable en los siglos de tránsito de la Antigüedad al Medievo que, cuando los emperadores bizantinos dejaron de cumplir esa misión cerca del Pontificado romano, los papas buscaron en el rey de los francos el auxilio del poder secular que ya no podían esperar del emperador oriental.
VII.
LA CRISTIANIZACIÓN DE LA SOCIEDAD
Desde el punto de vista social, el siglo IV presenció también una profunda transformación religiosa: la sociedad cristiana sucedió a las comunidades cristianas del periodo anterior. El cristianismo dejó de ser, en el mundo mediterráneo, una religión de minorías para convertirse en religión de muchedumbres. La evangelización desbordó su anterior marco urbano y llegó a la mayoritaria población campesina. Las iglesias rurales proliferaron y surgió una geografía eclesiástica.
La libertad religiosa y tras ella la conversión cristiana del Imperio romano tuvieron hondas repercusiones, desde el punto de vista histórico-social: las puertas de la Iglesia se abrieron a las muchedumbres. A principios del siglo IV, los cristianos constituían todavía una reducida minoría dentro del Orbe romano, que, aun cuando hubiera ciertas regiones más densamente cristianizadas, en conjunto no alcanzaría, seguramente, el diez por ciento de la población. Bajo el Imperio pagano perseguidor, tan solo hombres de gran temple espiritual tenían la altura moral necesaria para arrostrar los riesgos y desventajas humanas que llevaba consigo la conversión cristiana. Fue solamente a partir de Constantino cuando las multitudes de personas vulgares, que son siempre mayoría en las sociedades terrenas, encontraron expedito el acceso a la Iglesia.
El tránsito de un régimen de comunidades cristianas a la sociedad cristiana constituye otro de los aspectos de la gran transformación religiosa experimentada a lo largo del siglo IV. Antes, los discípulos de Cristo formaban pequeñas comunidades, en medio de una sociedad pagana. Ahora, en el transcurso de un par de generaciones, en el mundo mediterráneo, solar principal del Imperio romano, se operó la cristianización de la sociedad. Usando el símil de las parábolas evangélicas del grano de mostaza o la levadura y la masa, el paso de una Iglesia de comunidades cristianas a la sociedad cristianizada podría entenderse como el resultado de la silenciosa y eficaz acción de lo que fue en sus comienzos el fermento o la más pequeña de las simientes. El fenómeno de la cristianización de la sociedad fue pródigo en consecuencias.
Primer resultado de la nueva realidad cristiana fue un distinto planteamiento de la forma de incorporación a la Iglesia. Durante los siglos precedentes, la conversión en edad de discernimiento fue el cauce ordinario de acceso a las comunidades cristianas. Fiunt, non nascuntur christiani —los cristianos no nacen, se hacen— es una sentencia de Tertuliano, cuyo sentido más obvio parece ser que, en su tiempo —a caballo entre los siglos II y III—, la gran mayoría de los fieles nacían paganos y «se hacían cristianos» después. La Iglesia, con la mira puesta en la admisión de personas adultas, instituyó el catecumenado, largo período de preparación ascética y doctrinal, que disponía al neófito para la recepción del bautismo, conferido de ordinario en las grandes solemnidades litúrgicas de Pascua y Pentecostés. El catecumenado tuvo su momento álgido en el siglo IV, cuando, desde el reinado de Constantino, las muchedumbres paganas llamaban en masa a las puertas de la Iglesia y pedían ser bautizadas.
Nacer cristianos —de padres bautizados— se hizo en cambio frecuente durante el siglo IV, y en el siglo V llegó a ser habitual a todo lo ancho de la cuenca del Mediterráneo. La incorporación a la Iglesia desde la primera infancia fue desde ahora lo normal, con la consecuencia de que la disciplina bautismal se alterara sensiblemente. Se generalizó el bautismo de infantes, administrado a hijos de padres cristianos inmediatamente después del nacimiento, a lo largo, por tanto, de todo el año, sin esperar a las grandes solemnidades litúrgicas. El catecumenado entró en rápida decadencia al faltar, cada vez más, los conversos adultos y terminó por desaparecer.
La difusión del cristianismo había comenzado por las ciudades, verdaderos puntales de la vida romana en su época clásica. De ahí el carácter urbano que tuvieron de ordinario en sus orígenes las comunidades cristianas. Cuando llegó la libertad de la Iglesia, las ciudades se cristianizaron con rapidez y hubo