Sangre y Arena. Vicente Blasco Ibanez

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Sangre y Arena - Vicente Blasco Ibanez

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en el arreglo de su persona, detenía su movimiento de traslación para retroceder dos o tres vueltas, rectificando el trabajo.

      —No está bien—decía con mal humor—. ¡Mardita sea!… ¡Pon cuidao, Garabato!

      Después de muchos altos en el viaje, Gallardo llegó al final, llevando en la cintura toda la pieza de seda. El ágil mozo había cosido y puesto imperdibles y alfileres en todo el cuerpo del maestro, convirtiendo sus vestiduras en una sola pieza. Para salir de ellas debía recurrir el torero a las tijeras y a manos extrañas. No podría despojarse de una sola de sus prendas hasta volver al hotel, a no ser que lo hiciese un toro en plena plaza y acabasen de desnudarlo en la enfermería.

      Sentose Gallardo otra vez y Garabato la emprendió con la coleta, librándola del sostén de las horquillas y uniéndola a la moña, falso rabo con negra escarapela que recordaba la antigua redecilla de los primeros tiempos del toreo.

      El maestro, como si quisiera retardar el momento de encerrarse definitivamente en el traje, desperezábase, pedía a Garabato el cigarro que había abandonado sobre la mesita de noche, preguntaba la hora, creyendo que todos los relojes iban adelantados.

      —Aún es pronto… Entoavía no han yegao los chicos… No me gusta ir temprano a la plaza. ¡Le dan a uno cada lata cuando está allí esperando!…

      Un criado del hotel anunció que esperaba abajo el carruaje con la cuadrilla.

      Era la hora. No había pretexto para retardar el momento de la partida. Se puso sobre la faja el chaleco de borlaje de oro, y encima de éste la chaquetilla, una pieza deslumbrante, de enormes realces, pesada cual una armadura y fulguradora de luz como un ascua. La seda color de tabaco sólo quedaba visible en la parte interna de los brazos y en dos triángulos de la espalda. Casi toda la pieza desaparecía bajo la gruesa capa de muletillas y bordados de oro formando flores con piedras de color en sus corolas. Las hombreras eran pesadísimos bloques de áureo bordado, de las que pendían arambeles del mismo metal. El oro se prolongaba hasta en los bordes de la pieza, formando compactas franjas que se estremecían a cada paso. En la boca dorada de los bolsillos asomaban las puntas de dos pañuelos de seda, rojos como la corbata y la faja.

      —La montera.

      Garabato sacó con gran cuidado de una caja ovalada la montera de lidia, negra y rizosa, con sus dos borlas pendientes a modo de orejas de pasamanería. Gallardo se cubrió con ella, cuidando de que la moña quedase al descubierto, pendiendo simétricamente sobre la espalda.

      —El capote.

      De encima de una silla cogió Garabato el capote llamado de paseo, la capa de gala, un manto principesco de seda del mismo color que el traje y tan cargado como éste de bordados de oro. Gallardo se lo puso sobre un hombro y se miró al espejo, satisfecho de sus preparativos. No estaba mal… ¡A la plaza!

      Sus dos amigos se despidieron apresuradamente, para tomar un coche y seguirle. Garabato se metió bajo un brazo un gran lío de trapos rojos, por cuyos extremos asomaban las empuñaduras y conteras de varias espadas.

      Al descender Gallardo al vestíbulo del hotel, vio la calle ocupada por numeroso y bullente gentío, como si acabase de ocurrir un gran suceso. Además, llegó hasta él el zumbido de la muchedumbre que permanecía oculta más allá del rectángulo de la puerta.

      Acudió el dueño del hotel y toda su familia con las manos tendidas, como si le despidieran para un largo viaje.

      —¡Mucha suerte! ¡Que le vaya a usted bien!

      Los criados, suprimiendo las distancias a impulsos del entusiasmo y la emoción, también le estrechaban la diestra.

      —¡Buena suerte, don Juan!

      Y él volvíase a todos lados sonriente, sin dar importancia a la cara de espanto de las señoras del hotel.

      —Grasias, muchas grasias. Hasta luego.

      Era otro. Desde que se había puesto sobre un hombro su capa deslumbrante, una sonrisa desenfadada iluminaba su rostro. Estaba pálido, con una palidez sudorosa semejante a la de los enfermos; pero reía, satisfecho de vivir y de marchar hacia el público, adoptando su nueva actitud con la facilidad instintiva del que necesita un gesto para mostrarse ante la muchedumbre.

      Contoneábase con arrogancia, chupando el puro que llevaba en la mano izquierda; movía las caderas al andar bajo su hermosa capa, pisando fuerte, con una petulancia de buen mozo.

      —¡Vaya, cabayeros… dejen ustés paso! Muchas grasias, muchas grasias.

      Y procuraba librar su traje de sucios contactos al abrirse camino entre una muchedumbre de gentes mal vestidas y entusiastas que se agolpaban a la puerta del hotel. No tenían dinero para ir a la corrida, pero aprovechaban la ocasión de dar la mano al famoso Gallardo o tocar siquiera algo de su traje.

      Junto a la acera aguardaba un coche tirado por cuatro mulas vistosamente enjaezadas con borlajes y cascabeles. Garabato se había izado ya en el pescante con su lío de muletas y espadas. En el interior estaban tres toreros con la capa sobre las rodillas, vistiendo trajes de colores vistosos, bordados con igual profusión que el del maestro, pero sólo de plata.

      Gallardo, entre empellones de la ovación popular, teniendo que defenderse con los codos de las ávidas manos, llegó al estribo del carruaje, siendo ayudado en su ascensión por un entusiasmo que le acariciaba el dorso con violentos contactos.

      —Buenas tardes, cabayeros—dijo brevemente a los de su cuadrilla.

      Se sentó atrás, junto al estribo, para que todos pudieran contemplarle, y sonrió, contestando con movimientos de cabeza a los gritos de algunas mujeres desarrapadas y al corto aplauso que iniciaron los chicuelos vendedores de periódicos.

      El carruaje arrancó con todo el ímpetu de las valientes mulas, llenando la calle de alegre cascabeleo. La muchedumbre se abría para dejar paso a las bestias, pero muchos se abalanzaron al carruaje como si quisieran caer bajo sus ruedas. Agitábanse sombreros y bastones: un estremecimiento de entusiasmo corrió por el gentío; uno de esos contagios que agitan y enloquecen a las masas en ciertas horas, haciendo gritar a todos sin saber por qué:

      —¡Olé los hombres valientes!… ¡Viva España!

      Gallardo, siempre pálido y risueño, saludaba, repitiendo «muchas grasias», conmovido por el contagio del entusiasmo popular y orgulloso de su valer, que unía su nombre al de la patria.

      Una manga de «golfos» y greñudas chicuelas siguió al coche a todo correr de sus piernas, como si al final de la loca carrera les esperase algo extraordinario.

      Desde una hora antes, la calle de Alcalá era a modo de un río de carruajes entre dos orillas de apretados peatones que marchaban hacia el exterior de la ciudad. Todos los vehículos, antiguos y modernos, figuraban en esa emigración pasajera, revuelta y ruidosa: desde la antigua diligencia, salida a luz como un anacronismo, hasta el automóvil. Los tranvías pasaban atestados, con racimos de gente desbordando de sus estribos. Los ómnibus cargaban pasajeros en la esquina de la calle de Sevilla, mientras en lo alto voceaba el conductor: «¡A la plaza! ¡a la plaza!» Trotaban con alegre cascabeleo las mulas emborladas tirando de carruajes descubiertos con mujeres puestas de mantilla blanca y encendidas flores; a cada instante sonaba una exclamación de espanto viendo salir incólume, con agilidad simiesca, de entre las ruedas de un carruaje, algún chicuelo que pasaba a saltos de una acera a otra, desafiando la veloz corriente de vehículos. Gruñían

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