Memoria del frío. Miguel Ángel Martínez del Arco

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Memoria del frío - Miguel Ángel Martínez del Arco Sensibles a las Letras

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repiten, Angelines va hacia la entrada y pregunta. «¿Quién es?». «Somos Feli y Manola».

      Se abrazan otra vez. Cada vez que se abrazan parece un universo que se abre. Feli está tan delgada. Es como la copia de su hermana en puros huesos. Pero toda su boca pinta alegría. Manola besa a Manoli con esos besos sonoros que tanto la reconfortan. La vida de las tres pende de un hilo. Lo saben, pero solo a medias. Estos días de torbellino no dan para mucho meditar, solo para sobrevivir. «Vete a Bilbao, Manoli. Es buena idea, y desde allí lo piensas mejor. Pero puede ser un buen refugio, nadie te va a relacionar con tu madre, al menos de momento». «Pero ¿y llego y me presento sin más, por las buenas, qué tal está usted señora, yo soy su hija, me persiguen, vengo a quedarme? ¿Así, alegremente? Es una locura». «La locura es esto, tienes que salir y no hay ningún sitio ahora en Madrid seguro para ti, ya lo has visto». «Me siento en medio de la niebla, sin saber adónde ir, cómo girar. Un marinero en medio de la niebla, con solo mar alrededor». «No seas tan literata, déjate de monsergas, ni que conocieras el mar. Hay que decidirse, y tirar, tirar, no dejarse engañar, hay que seguir…».

      Juan, un camarada también de Chamberí, consigue el billete para esa noche, el tren nocturno que sale de la estación del Norte. En tercera, no tienen para más, pero al menos ha podido conseguirlo a través de un contacto en las taquillas, sin documentación. Y otro contacto en la estación que la auxilie para entrar. Angelines la ayuda a hacer una maletita, lo que queda de su ropa, unos pendientes pequeños de oro, el anillo de la tía Mariana. Están sin una peseta, han confiscado sus cuentas en la Caja de Ahorros. Rebuscando atesoran algunas monedas.

      Cuando anochece sale a la calle. Junto a su primo Justi, que lleva la maleta, se dirige al metro de la plaza de Chamberí. En la propia boca se despide de Feli y de Manola. Se abrazan. No saben aún que no volverán a verse en años. No lo saben, pero se abrazan como si lo supieran, como si no fueran conscientes de que apenas tienen diecinueve años. Son ya unas viejas. Cargadas de cenizas.

      Sale disparada con Justi escaleras abajo, hacia el andén. Va nerviosa, pero menos de lo que imaginaba. Recuerda las instrucciones. No te quedes sentada en el mismo asiento siempre, el tren irá muy lleno en tercera. Muévete, métete en el servicio del tren cuantas veces puedas y quédate allí. No tienes documentación en regla, ese salvoconducto destrúyelo cuando llegues a Bilbao, recuerda bien las direcciones, la de tu madre, la de los contactos del partido en Gallarta y en Bilbao, ve tranquila, observa a tu alrededor lo que pasa, mira los periódicos cada día, pon telegramas en sitios distintos, no des señas ni nada, come bien, busca cómo salir de Bilbao, no vuelvas a Madrid, vuelve cuando puedas…

      En la estación hay un control a la puerta de los andenes. Pero tiene el contacto de un mozo de maletas que la espera en el lado derecho del vestíbulo. Se despide con un beso de Justi casi sin tiempo y observa a los mozos buscando alguno que lleve puesto en el brazo un pañuelo negro como si fuera de luto. No lo ve. Se acerca más. No lo ve. Alguien le toca el hombro por detrás y un señor bajito le sonríe, señalándose el trapo de luto. Le devuelve la sonrisa y lo sigue a toda prisa, él entra por una puerta donde se acumulan las sacas de correo, la atraviesan sin decir nada en medio de un montón de carteros, dan vueltas por unos pasillos y salen al andén. «Ese es el nocturno de Bilbao, niña». «Muchas gracias. Muchas gracias, y suerte». «Suerte tú, que la vas a necesitar».

      Sube al tren en la sección de tercera. Está lleno, muy lleno, no hay asientos en los bancos de madera. Se coloca en una esquina esperando que el tren salga. Cuando el revisor aparece pidiendo los billetes, se dirige hacia atrás. El vagón comienza a moverse y ella se esconde en el servicio. El revisor aporrea la puerta. «Un momento, ahora salgo». Y deja pasar el tiempo, luego sale y va en sentido contrario. El primer peligro ha pasado. Le queda toda la noche para seguir burlándolo.

      Sale y entra de los servicios cuando cree que alguien puede pedirle los papeles. No se da tregua, se mueve en la oscuridad del tren tratando de pasar desapercibida. Primero sonríe a la gente, sin hablar con nadie. Luego, cuando observa sus miradas opacas, sus bocas fruncidas, como cosidas, deja de sonreír. Una sonrisa ahora parece una provocación. Todo parece estar bien, el váter del tren cada vez más sucio, ella allí escondida empujando el tiempo para que pase rápido. Alguien amartilla la puerta, y ella calla. Espera que se aburra y se vaya a otro servicio. Pero esta vez no para, y ella abre y sale, rápida, y tira hacia la derecha. Una mujer la para en el pasillo y dice muy bajito, metiendo la cabeza en su oreja, «no des tantas vueltas, quédate un poco aquí conmigo, estamos a punto de llegar a Miranda de Ebro. Ahora nadie va a pasar, ven, siéntate». No ha pasado tan desapercibida. Duda, pero se sienta a su lado.

      Cuando por fin el tren llega a Bilbao es de día. Lentamente entra en la estación. Sale por última vez del servicio y, sin pensarlo, da un salto al andén. La estación parece bombardeada, está a medio desmontar, llena de andamios, todo a medio caerse o a medio construirse. Se queda parada observando si hay control, pero ve cómo la gente salta por las vías y sale sin más a las calles aledañas. Y eso hace, sin mirar mucho, avanza, salta y está en una calle. Mira hacia arriba y lo ve todo gris, gris, gris. Parece que la ciudad esté envuelta en la bruma. Avanza por la calle, eligiendo a quien preguntar por la dirección donde vive su madre. Solo sabe que está cerca, que está en el centro. Una señora mayor que espera en la esquina le parece lo mejor y le pregunta. «Perdone usted, podría indicarme dónde está la calle Colón de Larreátegui».

      Camina lentamente siguiendo las indicaciones que le ha dado. Ha regresado a la ciudad donde nació. Un lugar desconocido. Va como flotando, se siente de repente muy cansada. Una sensación de tristeza y de desazón, ese sabor amargo en la boca. No hay marcha atrás. Sí, es verdad, está perdida en la niebla, pero no en medio del mar como pensó, sino en la bruma pesada de esa ciudad oscura.

      Vuelve el falangista a darle el rollo envuelto en tela y vuelve ella a colocarlo en el saco de viaje, tratando de nuevo de cerrar muy bien la apertura para que no vuelva a pasar. «Gracias de nuevo, es usted muy amable, siento molestar». «No se preocupe, siempre es agradable ayudar a una señorita como usted».

      Se sienta y trata de volver sobre el libro. Está tensa, pero no quiere mostrarlo. Lo siente en sus manos y se ve perdida. Quizá él no sospeche nada, pero cuando llegue a Madrid tiene que poder alejarse de él, de la estación, seguir hacia su cita. Recuerda el viaje al revés, metida en el tren nocturno que la llevaba a Bilbao desde Madrid, la guerra recién perdida. Hace ya dos años. Aún sigue huyendo, porque esto es una huida. ¿O no? Quiere huir. ¿Quiere huir? ¿Qué es huir? Absorta mientras mira las páginas de Carroll sin leerlas, piensa en que podría escapar desde San Sebastián hacia Francia, y entonces se metería de bruces en otra guerra, en otro espacio ocupado, en otra andanza. O dejarse diluir en Madrid, quizá pasar desapercibida en la gran ciudad, olvidada de todo y de todos, a lo suyo. O bajarse del tren en la próxima estación, que debe ser Medina del Campo. Sonríe al pensarlo, en Medina, donde está la sede de la Sección Femenina de la Falange. Sonríe porque pensar en todo esto le resulta gratis, sabe que no lo hará. Porque no quiere, porque lo tiene claro, desde la guerra, desde antes, desde que aquel cura le dio una bofetada cuando con catorce años ella le dijo que no podía entretejer en su cabeza la presencia de un ser sobrenatural. Más claro lo supo cuando la golpeaban como a una estera los del SIPM en la comisaría de Almagro, y no entendía nada. Sabe que va a continuar porque le va la vida en ello. No la vida por perder, sino la vida por hacer. Algo que le corre por dentro, pero sobre todo algo que le permite vivir, algo que tiene que ver con la manera de entender el mundo.

      Pero se cansa, le cuesta entender qué pasa. La idea de que este régimen no puede durar, que pronto va a acabar, que la guerra mundial la va a perder el fascismo. Aunque los partes de guerra de los aliados no son tan optimistas, los nazis no dejan de avanzar, y los italianos. Pero no lo puede imaginar. No puede imaginar todo reducido a cenizas, después de tantas llamas.

      Mira a su alrededor en ese departamento de primera clase. Una mujer de unos treinta años está al frente en el extremo. Con los ojos entornados, ve cómo

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